A principios de 1789 comenzaron en Madrid las celebraciones de la exaltación al trono del futuro rey Carlos IV, y muy pronto en todos los territorios de la Corona se siguió el ejemplo, con arcos triunfales, desfiles de pendones y una larga lista de fiestas, jolgorios y tedeums. Como a veces nos da por llegar tarde a la historia, en México las fiestas comenzaron con cierto retraso pero con el mismo boato y como cuenta José Luis Maldonado Polo incluyeron la apertura de un Gabinete de Historia Natural. El Gabinete se abrió en una casa propiedad de la Corona ubicada en el número 89 de la calle de Plateros, una de las vías más céntricas y transitadas de la ciudad. Gracias al empeño de su promotor, el naturalista español don José Longinos, que mucho amó estas tierras y a sus naturales, las plantas, animales y minerales quedaron clasificados y ordenados en vitrinas y armarios dentro de un edificio situado en un vecindario ennoblecido por construcciones espléndidas que incluían la Casa de los Azulejos, el palacio del marqués de Jaral de Berrio y el convento de San Francisco. Es muy poco lo que ha sobrevivido del Gabinete, pero sabemos que gozó de un esplendor barroco comparable a los de Bolonia y otras ciudades europeas y latinoamericanas. Tuvo equivalentes más modestos en colecciones privadas como las de los condes de la Cortina y Guadalupe de Peñasco, que tenían en sus palacios salas con libros raros, piezas prehispánicas, minerales y otras curiosidades. Así, al amparo del ánimo racionalista de la Ilustración, en donde se mezclaba la curiosidad intelectual y la erudición de los jesuitas y los dominicanos con los ejemplares recogidos en expediciones realizadas en condiciones heroicas, surgieron las primeras colecciones científicas que anteceden de manera directa a las que ahora se encuentran bajo las cúpulas del Museo de Historia Natural y Cultura Ambiental (MHNCA) de Chapultepec.
Al igual que ocurrió en otras partes de los dominios españoles y en muchos países europeos, en los gabinetes y museos se acumularon en una deliciosa promiscuidad antigüedades y restos arqueológicos junto a monstruosidades teratológicas, herbarios con plantas exóticas, cálculos renales al lado de meteoritos y otros minerales, animales que habían terminado sus días en manos de los taxidermistas y fósiles y pseudofósiles, cuya naturaleza bien a bien nadie conocía. Como escribieron Ana Luisa Carreño y Marisol Montellano Ballesteros, dos paleontólogas mexicanas, desde comienzos del siglo XVII historiadores como Antonio Herrera y Tordesillas, que escribía de oídas, y dominicanos y jesuitas como José Torrubia y Miguel del Barco, que combinaban su labor evangelizadora con su curiosidad científica, comenzaron a coleccionar, describir y tratar de interpretar el significado de los huesos y conchas fósiles encontrados en los territorios novohispanos.
Lo mismo ocurría en otras partes del mundo, en donde el interés por los restos fósiles creció con rapidez. Aunque en el primer intento por identificar los restos de un dinosaurio se confundió la cabeza de un fémur con el escroto de un hombre, digamos, “gigante”. En 1824 el reverendo William Buckland describió por primera vez el esqueleto fosilizado de un enorme reptil que se encontraba en el Ashmolean Museum de la Universidad de Oxford y que bautizaron Megalosaurus. El pobre de Buckland terminó sus días en un manicomio lejos de su espléndida colección de excrementos petrificados y de los chacales y conejillos de Indias con los que compartía su despacho, pero su criatura antediluviana no tardó en abandonar los círculos académicos y en entrar con paso firme a la imaginación popular. Uno de los primeros promotores del estudio de los dinosaurios fue Richard Owen, un anatomista brillante cuya mezquindad le había ganado el rechazo y la desconfianza de muchos de sus contemporáneos, incluyendo al propio Charles Darwin. En 1842 Owen acuñó el término dinosaurio, que se puede traducir como “lagarto terrible”, y el neologismo no tardó en traspasar las fronteras del inglés y de los textos científicos para entrar en el habla popular y en el lenguaje literario. Tal vez el primer ejemplo sea Bleak House, la espléndida novela de Charles Dickens publicada siete años antes de la primera edición de El origen de las especies. En la primera página del libro Dickens se pregunta: “¿no sería maravilloso encontrarse de repente con un Megalosaurus, de más de doce metros de largo, subiendo por Holborn Hill con los pasos torpes de una lagartija elefantina?” Ningún transeúnte vio hecha realidad la escena imaginada por Dickens, pero una visita al Museo de Historia Natural de South Kensington les permitía moverse entre un sinnúmero de esqueletos de bestias prehistóricas cuya exhibición pública los británicos aceptaron con toda naturalidad. El museo, que en buena medida debe su fundación a los esfuerzos del propio Owen, no tardó en erigirse no sólo como un monumento a la expansión colonial de Gran Bretaña sino también como un santuario laico del saber. Lo mismo ocurría en Europa y en Estados Unidos, y el ejemplo cundió con rapidez. A finales del siglo XIX en varias capitales latinoamericanas los museos de historia natural ya eran un elemento del paisaje urbano, y junto con los edificios neoclásicos de planetarios y bibliotecas se convirtieron en auténticos templos del progreso y del pensamiento positivista. En Estados Unidos una sabia política de exención de impuestos promovió una filantropía que legitimaba la exhibición pública de la riqueza de los grandes industriales. Como escribió Deborah Cadbury en su espléndido libro Terrible Lizard: the First Dinosaur Hunters and the Birth of a New Science, a finales del siglo XIX la competencia por los restos de dinosaurios enfrentó a J. P. Morgan, mecenas del Museo de Historia Natural de Nueva York, con Andrew Carnegie, un empresario del acero y los ferrocarriles que había fundado en Pittsburgh el Carnegie Museum of Natural History. La rivalidad entre ambos empresarios era proverbial, y cuando Carnegie se enteró de que Morgan había comprado el esqueleto de un saurópodo, de inmediato lo quiso para el museo de Pittsburgh. No lo consiguió. Sin embargo, su ambición no tardó en verse satisfecha, porque para entonces había comenzado la época dorada de las exploraciones paleontológicas, a menudo excavaciones burdas y desordenadas sin un método científico adecuado. Unos años más tarde le consiguieron el esqueleto espléndido y casi completo de otro saurópodo, de casi 30 metros de largo y 4 metros de altura, que había sido descubierto en 1899 en las canteras de Wyoming y que fue a dar a Pittsburgh.
Cuando el dinosaurio fue bautizado por los científicos en 1901 como Diplodocus carnegii, y comenzó a ser apodado “Uncle Andy” por la prensa, la vanidad de Carnegie se vio satisfecha —pero a medias, porque al dinosaurio le faltaba la cabeza—. Hasta ahora seguimos sin saber dónde quedó el cráneo, que probablemente se perdió por las vicisitudes del registro paleontológico. Como cuenta Tim Flannery en el New York Review of Books, el enojo de Carnegie disminuyó cuando gracias a su patronazgo se descubrió otro dinosaurio, más grande y más gordo que el Diplodocus carnegii, al que llamaron Apatosaurus louisae en honor a su esposa, una mujer menuda y delgada. Para entonces el Museo de Historia Natural de la Ciudad de México ya estaba a cargo de don Alfonso L. Herrera, un mexicano ilustre empeñado en promover las ideas de Darwin y en hacer de la ciencia parte del patrimonio cultural de la nación. El museo se encontraba en el llamado Palacio de Cristal, una estructura metálica comprada en Alemania que se montó en la calle del Chopo, en el antiguo barrio de Santa María la Ribera. Cuando don Alfonso L. Herrera se enteró de que la viuda de Carnegie continuaba la labor filantrópica de su marido y estaba regalando copias de los dinosaurios, rápidamente inició las gestiones para obtener una para México. Con una visión museográfica extraordinaria, don Alfonso solicitó una reproducción de bronce para colocarla al aire libre en medio de un pantano simulado que se le ocurrió montar en Santa María la Ribera. Desafortunadamente el costo era prohibitivo y tuvo que conformarse con una copia de yeso, que viajó en tren desde Pittsburgh hasta la Ciudad de México repartida en 36 cajas de madera y que fue ensamblada en el Museo del Chopo en 1931. Lo que no se dijo o se olvidó fue que nunca existió la certeza de que la cabeza de yeso que llegó en el tren haya sido la del Diplodocus, porque el empeño de los Carnegie de tener fósiles completos hizo que se colocaran cráneos equivocados en los esqueletos. No fue sino hasta 1978 cuando se puso un cráneo probablemente correcto en el esqueleto del Apatosaurus louisae del museo de Pittsburgh. Es más, ni siquiera se tiene la certeza de que el Diplodocus haya sido un macho, porque hay quienes aseguran que se trata del esqueleto de una hembra de la especie. Nada de eso pareció importar. Gracias a los empeños de don Alfonso, el dinosaurio de yeso se armó en el antiguo Museo del Chopo y se quedó allí, impasible y silencioso. Nadie lo disfrutó más que las oleadas de niños a quienes nunca les importó ver cómo se iba empolvando con poca dignidad mientras reinaba sobre las vitrinas y aparadores de un auténtico retablo de las maravillas en donde había minerales de las minas de Durango y Zacatecas junto con meteoritos metálicos que las mamás y los maestros se empeñaban en llamar aerolitos, acompañados de mezclas confusas de pirañas secas como charales de mercado y de pangolines y ornitorrincos disecados que eventualmente encontraron acomodo en el Museo de Historia Natural en Chapultepec. Lamentablemente en el camino se quedaron atrás un chivo de dos cabezas, muchos frascos con embriones deformes y un circo de pulgas vestidas, cuya pérdida muchos siguen lamentando.
A menudo nos burlamos de los impuestos que Antonio López de Santa Anna cobraba por las ventanas de las fachadas privadas, pero se nos olvida que debido al alto costo de la fabricación de vidrios constituían una muestra de riqueza. Pocos años después el desarrollo industrial provocó el abaratamiento de grandes láminas de vidrio, lo que a su vez facilitó no sólo la construcción de grandes ventanales y de espejos sino también de acuarios de dimensiones mayores. Su principal impulsor fue Philip Henry Gosse, un naturalista inglés decimonónico atormentado por su incapacidad para reconciliar los relatos bíblicos con el registro fósil, pero cuyo extraordinario conocimiento de la fauna marina le permitió escribir un libro ilustrado con dibujos de una precisión científica admirable. Al igual que ocurrió con zoológicos, jardines botánicos y museos de historia natural, los acuarios no tardaron en beneficiarse de la expansión económica y política de Europa y Estados Unidos, cuyos agentes comerciales y exploradores científicos transportaban a las metrópolis imperiales plantas exóticas y animales vivos o disecados. Sin embargo, los museos de ciencias enfrentaron un problema forense; es relativamente fácil disecar a un elefante o a un cocodrilo, pero invertebrados como los nematodos, los priapúlidos y los celenterados siempre iban a dar a frascos con formol, en donde al cabo del tiempo perdían color y terminaban asemejándose a una masa gelatinosa de aspecto repulsivo.
La solución museográfica provino de los Blaschka, una familia de vidrieros originarios de lo que ahora es la República Checa, que llevaban varias generaciones fabricando ojos de vidrio para tuertos y estatuas de santos. En 1860 Leopoldo Blaschka comenzó a hacer orquídeas de vidrio soplado con una maestría tan excepcional que llamó la atención de muchos naturalistas y directores de museos, como lo muestra la colección de plantas y flores del Museo Peabody de la Universidad de Harvard. El regalo de un ejemplar del libro de Gosse le permitió a Blaschka familiarizarse con la fauna marina, y muy pronto comenzó a fabricar y vender modelos de vidrio de anémonas, corales, pulpos y otros invertebrados acuáticos para universidades y museos de historia natural. El trabajo de los Blaschka no tardó en llamar la atención de Ernst Haeckel, uno de los científicos más conocidos del siglo XIX. Espléndido dibujante, Haeckel no tenía reparos en darle una ayudadita a la naturaleza para enfatizar la simetría de las estructuras biológicas. Con la ayuda de microscopios cada vez más precisos comenzó a describir organismos como los heliozoarios, las volvoláceas, las diatomeas y otros microorganismos con nombres de tribus homéricas. El aprecio de Haeckel por la obra de los Blaschka resultó en una interacción que enriqueció las colecciones científicas e influyó notablemente en la enseñanza y divulgación de la biología decimonónica. Los maestros vidrieros comenzaron a modelar en vidrio esos organismos microscópicos, permitiendo al público observar detalles hasta entonces accesibles sólo a los investigadores pero que ahora se podían montar en museos. Don Alfonso L. Herrera y sus discípulos se percataron de inmediato del valor didáctico y estético de los modelos de los Blaschka. Sin duda alguna tuvo que ver la enorme admiración que tenían por la obra de Haeckel (su influencia en la biología mexicana aún está por ser estudiada de manera integral), cuya devoción por la obra de Darwin corría paralela a su ateísmo militante (lo que también agradaba, y mucho, a don Alfonso). El interés de Herrera y sus seguidores por mejorar la enseñanza y la divulgación de la biología es lo que explica la presencia en las vitrinas del MHNCA de los exquisitos modelos de cristal de Pelagia noctiluca, un hermoso animal transparente que brilla en las noches con una luz fantasmal, y Argonauta argo, un pulpo cuya hembra está rodeada de una envoltura frágil y delgada como papel de China, pero cuya ferocidad pueden atestiguar los moluscos más pequeños de los que se nutre.
Atrapadas en una visión decimonónica de la museografía, las piezas que Herrera y sus sucesores habían conseguido con tanto empeño languidecieron en un barrio que poco a poco fue perdiendo su atmósfera aristocrática. El abandono del museo provocó daños y pérdidas irreparables, y no fue sino hasta 1964, más de veinte años después de la muerte de don Alfonso L. Herrera, cuando el museo se trasladó a Chapultepec. Se cumplió así el sueño de su fundador, que utópicamente había concebido el bosque como un centro de enseñanza, entretenimiento y divulgación científica en donde se combinaran un jardín botánico, el zoológico y el museo de historia natural.
Fiel a la vocación darwinista que le dio origen, el museo sigue siendo una demostración del poder unificador de la idea de evolución, una de nuestras herencias intelectuales más portentosas. El recorrido museográfico comienza con maquetas y modelos que explican la gran explosión que dio origen a la estructura actual del Universo. La formación del Sistema Solar es atestiguada por los trozos de dos meteoritos que cayeron en el territorio nacional. Uno de ellos es un fragmento del meteorito Allende, que cayó en Chihuahua en la madrugada del 8 de febrero de 1969 y que resultó ser no sólo el cuerpo más antiguo del Sistema Solar que hemos podido analizar sino también un trozo de roca rico en un mineral llamado pangüita y en compuestos orgánicos, productos de las transformaciones químicas que llevaron al origen de la vida en nuestro planeta.1 Al lado del Allende está un pedazo oxidado del meteorito Toluca, que cayó en 1776 en Xiquipilco y que, como afirma la ficha museográfica, fue rápidamente utilizado por los habitantes del lugar para fabricar rejas, azadones y hasta machetes con metal cósmico. A la descripción de la formación de la Tierra le sigue, en rápida sucesión, un recuento del origen de la vida y el papel de la simbiosis en la evolución celular, y luego una exhibición de los muchos tesoros del museo. Hay colecciones espléndidas de insectos y de conchas, así como celacantos de plástico, trilobites de yeso, aves de mirada bizca, castores con ojos de vidrio y osos polares con placas dentales. No lejos se encuentran un tigre de piel espléndida que los taxidermistas dejaron congelado en un salto mortal, y en vitrinas vecinas conviven en forma democrática marsupiales al lado de placentarios, acompañados de un sinnúmero de aves disecadas donde hay parvadas de grullas, espátulas, zopilotes y colibrís con el vuelo detenido por culpa de esos artistas de la conservación. Aunque un grupo biológico que se extingue desaparece para siempre, es difícil evitar una sensación de alarma ante las enormes mandíbulas del Cacharodon megalodon, un tiburón gigante del Cenozoico cuyos dientes enormes hacen honor a la etimología de su nombre. El enorme hocico se ha convertido en el marco perfecto para selfies, pero está tan petrificado como la espiral fosilizada de una amonita de 190 millones de años que no volverá a nadar en los mares terrestres. Podemos clonar genes de especies extintas, pero los bramidos de las manadas de diplodocos y apatosauros se apagaron para siempre. Los niños lo entienden, y por eso la copia del Diplodocus carnegii continúa recibiendo su homenaje con el gesto descarnado pero benevolente que sólo un herbívoro fósil puede mostrar. Es difícil evitar la mezcla confusa de compasión, curiosidad e hilaridad que nos despierta el reflejo de nuestra mirada en los rostros disecados del mono tití, los orangutanes, los gorilas y los chimpancés que hay en el museo. Eso lo entendió muy bien Charles Darwin. Cuando nació su primer hijo, Darwin lo describió como “un prodigio de belleza e intelecto”, pero su amor filial no le impidió comparar los gestos y expresiones de su primogénito con los de Jenny, una orangután que estaba encerrada en el zoológico de Londres. Tenía razón, porque no hay duda de los lazos familiares que nos unen con los demás primates. Sin embargo, ni los chimpancés son humanos que se quedaron a medio camino ni llevamos el corazón de un gorila en el pecho. No descendemos de los simios contemporáneos, sino que compartimos con ellos ancestros comunes, y la imagen que vemos en los ejemplares disecados en el museo nos permite reconocer parte de nuestra propia naturaleza y nuestro lugar en el mundo. Como lo desearon sus fundadores, el MHNCA sigue siendo un espacio mágico que se ilumina cotidianamente con la sorpresa y la sonrisa de quienes lo visitan, que transitan entre tesoros científicos preservados durante décadas por los museógrafos y naturalistas mexicanos para conservar, incrementar y democratizar el conocimiento científico en nuestro país.
Agradezco a doña Carmen Gaitán, directora del Museo Nacional de San Carlos, del INBA, y a su asistente, la maestra Sonia González, el haberme proporcionado información útil inédita sobre la historia del museo investigada por el licenciado Marco Antonio Barón. Los descendientes del conde de Guadalupe del Peñasco, que prefieren permanecer en el anonimato, amablemente accedieron a charlar conmigo sobre las colecciones de su antepasado.
Adaptado de Antonio Lazcano y Víctor Jiménez, Museo de Historia Natural. 50 piezas emblemáticas, Artes de México, Ciudad de México, 2014.
Imagen de portada: Diplodocus carnegii instalado en el antiguo Museo Nacional de Historia Natural en el Chopo, 1931. Colección del Museo de Historia Natural y Cultura Ambiental de la Ciudad de México
Véase en este número “Las meteoritas de Allende” de Karina Cervantes, Antígona Segura y Libia Brenda. ↩