La evocación de la idea de fiesta puede volverse fácilmente una obviedad y no ofrecer más que una definición simplista, la de una celebración gozosa, sin profundidad ni resonancia en el pensamiento. No obstante, este momento de suspensión de la vida cotidiana sí propone un sentido y tiene su propia coherencia, pues la fiesta no es necesariamente frívola o alegre, y no siempre es gratuita. Puede tener consecuencias y estar impregnada de gravedad. De hecho, sobran las fiestas religiosas que nos lo demuestran día a día. Lo que quizás mejor caracterice a la fiesta es la sensación de ruptura con el curso de la vida cotidiana y la percepción de que su práctica permite regenerar la existencia. Llamo “fiesta” a todo lo que se presenta como contrapunto de la actividad ordinaria y que confiere a los actos que se le asocian un sentido y un eco con intensidad renovada, gracias a prácticas que atrapan al individuo y lo zambullen en un ritmo diferente. Sea que tenga carácter solemne, conmemorativo, o bien familiar, festivo; sea sacra o laica no cambia para nada un hecho fundamental: la fiesta se opone a la norma, hasta el punto de llegar a desafiar la moral, y reviste de una intensidad singular los momentos de su celebración. La fiesta nos extrae del presente y nos lanza hacia un vértigo que desafía las leyes del tiempo transcurrido. Instaura una nueva moral e impone funcionamientos que se basan en otros valores. Estas observaciones acompañaron las reflexiones de bastantes intelectuales durante el siglo XX. Hay un proyecto que me llama la atención desde hace tiempo, pues me parece que los pensadores que lo impulsaron ofrecen pistas y razonamientos aún vigentes. Me refiero al Colegio de Sociología fundado en París por Georges Bataille, Michel Leiris y Roger Caillois, que funcionó durante casi dos años, entre 1937 y 1939. Este experimento aspiraba a una presencia pública y abierta de la palabra y los pensamientos investigados. Las sesiones se llevaban a cabo en lugares accesibles a todos y en ellas participaron intelectuales diversos, como Walter Benjamin, que en esa época estaba exiliado en la capital francesa. Se trataba más de construir una comunidad que de ofrecer un espacio didáctico. En cuanto al término sociología, abarcaba varias disciplinas, desde la etnología hasta el psicoanálisis, pasando por la filosofía. Lo que se percibe en esta iniciativa es el deseo de revelar manifestaciones epifánicas que puedan considerarse momentos de fiesta. Leiris venía del surrealismo, un movimiento en el que primaba la noción de lo maravilloso, muy cercano a una presencia festiva, y cuyas actividades se desarrollaron de manera impactante después de la Primera Guerra Mundial, como si se tratara de recuperar frenéticamente el tiempo perdido de una juventud diezmada por el conflicto. Entre ellos, Leiris descubrió la vida nocturna junto al jazz y el whisky, dos aportaciones de las tropas norteamericanas en el torbellino que fue la posguerra. En su Manifiesto surrealista, André Breton decía que “lo maravilloso es siempre bello, cualquier especie de maravilloso es bello, y no hay nada fuera de lo maravilloso que sea bello”.1
Identificar la belleza en la irrupción de un orden renovado es una celebración de la fiesta. Como etnólogo, Leiris observó con seriedad su objeto de estudio en su artículo “Lo sagrado en la vida cotidiana”, aunque no utiliza el término sagrado en su sentido típico, sino que lo define como “una cosa atrayente y peligrosa a la vez, prestigiosa y repudiada, esta mezcla de respeto, de deseo y de terror”.2 Así, busca identificar momentos de la actividad humana que sean como una epifanía en el centro de nuestra existencia, momentos de comunión con la infancia y con los recuerdos sepultados en nuestro interior. Su gusto por la embriaguez y los deleites nocturnos se relaciona con esta inmersión en uno mismo que él predica y practica. Leiris investigó los fenómenos de trance en sociedades remotas, como los dogones, con el fin de expresar mejor la importancia de tales momentos de ruptura con la vida normal, instantes vistos como una forma de celebración sagrada entre muchos pueblos, tanto en África como en el Caribe. En sus palabras captó los esfuerzos más intensos por romper el ritmo de los periodos demasiado uniformes. Las ideas de Leiris resuenan con las de sus otros dos camaradas y formulan conclusiones similares. Caillois tiene apenas 24 años cuando emprende este proyecto que tanto alimentará sus reflexiones y del cual aparece una representación en su libro El hombre y lo sagrado, publicado en 1939. El primer capítulo se intitula, precisamente, “La transgresión sagrada: teoría de la fiesta”, que define como un momento que actúa contra “la monotonía de la vida ordinaria”.3 Si bien recurre al estudio de los pueblos llamados entonces “primitivos” o “sociedades tradicionales”, estas nociones fácilmente se pueden transferir hacia la sociedad llamada “occidental”. La época festiva está destinada, ante todo y para todos, a revitalizar a quienes la practican. Caillois escribe:
La economía, la acumulación, la medida definen el ritmo de la vida profana; la prodigalidad y el exceso, el de la fiesta, el del intermedio periódico y exaltante de vida sagrada que interrumpe aquella, devolviéndose salud y juventud.
De este modo mide la utilidad y la función de tales momentos de celebración en distintas sociedades. Caillois subraya el vínculo entre el exceso y la fiesta, detalla cómo los momentos singulares de su apogeo son los del paroxismo de la vida como un desafío directo a la condición humana. Es imposible celebrar sin despilfarro, desorden y emociones intensas. La fiesta interrumpe el curso del tiempo normal, de modo que constituye un remedio contra la usura y es, por encima de todo, un medio para ahuyentar a la muerte o, al menos, dar esa ilusión. La fiesta instaura un orden nuevo donde se entremezclan los sentimientos de alegría y angustia, las reglas se suspenden e incluso se recomienda lo prohibido: el lado transgresor de estas actividades es visible en muchas culturas, empezando por nuestro propio universo moderno. Hay que practicar el exceso, exagerar en todo, entrar en comunicación con los tiempos antiguos, arcaicos, esos tiempos míticos en que el mundo aún no se fijaba en su forma actual. La fiesta nos traslada hacia una época remota, marcada por el desorden y la exageración, pero su práctica engendra un nuevo orden, nuevas prohibiciones. En este sentido, sostiene una relación estrecha con lo sagrado. La fiesta constituye una apertura hacia lo que Georges Dumézil llamó “el gran tiempo mítico”, la época en que los pueblos conocieron una fuerza singular reservada a la era primordial. Sea pagana o marcada por lo sagrado, es una invitación a suspender el orden del mundo y actuar contra las reglas establecidas, en particular mediante el exceso y la transgresión. Hay que exagerar: comer y beber más que de costumbre, romper los tabús y entrar en comunión con un salvajismo deseado. A partir del desenfreno, todos pueden llegar a conocer “el Caos recuperado y moldeado de nuevo”. Ahí se trastocan las jerarquías y se disfrutan todos los excesos. Y, cuando este tiempo singular llega a su fin, todos regresan a la vida con la sensación de haberse regenerado, de haberse imbuido de un nuevo vigor. La función de la fiesta es muy clara: ofrece la posibilidad de alterar el curso del tiempo y la lógica aceptada, romper a punta de excesos “la monotonía de la vida ordinaria” y, de este modo, experimentar una renovación de las fuerzas y el pensamiento. Es una manera de cerrar un ciclo para comenzar otro nuevo… Cuando Bataille emprendió la aventura del Colegio de Sociología, estaba en plena madurez. Su notoriedad era reducida, pues había publicado muy poco y no había procurado darse a conocer. Persiguió en paralelo la creación de una sociedad secreta llamada Acéphale, cuyas actividades clandestinas se inspiraron en el deseo de dar vida al sueño nietzscheano de un retorno al vigor de los tiempos antiguos. Se conocen poco los detalles del funcionamiento de esta curiosa comunidad clandestina, pero es fácil percibir cuánto hunde sus raíces en las ideas de Bataille, para quien los excesos y, por lo tanto, muchos de los comportamientos llamados “festivos” son los rasgos más distintivos de la actividad humana. Sus grandes conceptos están vinculados con estos desbordamientos, que él analiza desde perspectivas originales.
Con su libro La experiencia interior, Bataille propone una reflexión sobre los momentos que proceden “de la energía excedente, que se manifiesta en la efervescencia vital”. Se opone a la noción de filosofía, considerando que “lo que enseño es una embriaguez, no una filosofía: no soy un filósofo, sino un santo, quizá un loco”.4 Bataille observa el desorden y los excesos que se ven en las “operaciones soberanas”, que van desde el éxtasis hasta la embriaguez, pasando por lo sagrado, la risa, el erotismo, la danza y el arte. Es lo que aquí hemos llamado “fiesta”, esos momentos en que la vida interior entra en resonancia con un exterior igualmente perturbado e impulsa al ser hacia “la soberana conciencia de sí”. Al oponerse a cualquier noción de lo sagrado en sentido tradicional, Bataille se aparta del misticismo, pero incluye la meditación entre sus “experiencias interiores”. Sin duda, evoca el estado que provoca la fiesta cuando escribe que “defino la experiencia como el viaje al límite de lo posible del hombre”. Considera que lo propio de la actividad humana, lo que mejor nos acerca a nuestra condición y a nuestra definición, es la búsqueda de experiencias límite, a sabiendas de que “la existencia es tumulto que se canta, donde la fiebre y los desgarramientos se unen con la embriaguez”. Con su libro La parte maldita, Bataille continuó y profundizó esta reflexión. Afirma que este libro es un ensayo de economía centrado en la noción de gasto. Sin embargo, ya estaba familiarizado con el tema porque se había ocupado del mecanismo del potlatch desde 1933 a partir de los trabajos de Marcel Mauss, en los que se subrayaba la originalidad de este tipo de don, que obliga a quien lo recibe a entregar a su vez uno que esté a la altura. La fiesta pertenece al mismo tipo de gasto, a estas dilapidaciones, pues obliga a quienes participan de ella a una reacción frente a la importancia de lo que se ofrece. Bataille subraya que:
En conjunto, una sociedad produce siempre más de lo que es necesario para la subsistencia, razón por la cual dispone de un excedente. Y es, precisamente, el uso que ella hace del excedente lo que la determina.
Para que un organismo o una sociedad sobreviva, “debe gastar en pura pérdida la totalidad del sobrante que no puede dejar de producir”.5 Atrapada entre la necesidad de producir y la angustia de provocar un crecimiento desmesurado y, por lo tanto, peligroso, la actividad humana se ve obligada a buscar, en todos sus aspectos y a todas sus escalas, un equilibrio que solo es posible mediante ese sacrificio que es el consumo inútil. Bataille utiliza a menudo el término consumición para describir este acto destinado a suprimir gratuitamente el excedente, al que llama “la parte maldita”. Si hay que dilapidar una riqueza, se requiere un sacrificio, y Bataille ve en la guerra, por ejemplo, un medio de las sociedades para destruir sin motivo, para gastar sin esperar ninguna rentabilidad. También la fiesta constituye un proceso de este tipo, una manera de derrochar recursos sin esperar consecuencias directas. Bataille describe diversos organismos, desde la planta hasta ciertas civilizaciones a lo largo de la historia (entre ellas, la azteca), pasando por el cuerpo humano, para señalar a la vez los peligros que puede representar el crecimiento, por necesario que sea para la continuidad de la vida, y la importancia de evitar los riesgos de desequilibrio mediante la práctica de este tipo de consumo. La fiesta es un acto que entra perfectamente en tal definición: busca dilapidar riquezas a ciegas, con lo que manifiesta una forma de excentricidad que aporta los rasgos reveladores de una manera de ser en el mundo. Como escribe Bataille en su siguiente libro, El erotismo:
Hay en nosotros momentos de exceso: en dichos momentos se arriesga el fundamento sobre el cual descansa nuestra vida; es inevitable que lleguemos al exceso en el que tenemos fuerza para poner en juego lo que nos funda. De lo contrario, negando tales momentos es como desconoceríamos lo que somos.6
Aquí refuerza las ideas fundamentales que propusieron los diversos actores del Colegio de Sociología: el tipo de exceso que implica la fiesta sirve para hacernos resonar con los tiempos arcaicos, para hacernos sentir que entramos en comunión con una fuerza que nos regenera. La forma que adopta es significativa de nuestro tiempo y reveladora de nuestro ser profundo, en la medida en que lo irracional ofrece mayor sentido que lo que propone la razón. Los excesos de la fiesta aportan más claves sobre quiénes somos que muchas de las observaciones de nuestras actividades ordinarias. La fiesta es portadora de un sentido que se revela en la intensidad de su desarrollo, y es por ello una “operación soberana”.
Imagen de portada: Danza de máscaras dogón, 2005. Flickr -BY-SA-4.0
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André Breton, Manifiestos del surrealismo, Aldo Pellegrini (trad.), Editorial Argonauta, Buenos Aires, 2001. ↩
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Michel Leiris, “Lo sagrado en la vida cotidiana”, Intersticios, vol. 1, núm. 1, 1994, pp. 123-133. ↩
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Roger Caillois, El hombre y lo sagrado, Juan José Domenchina (trad.), FCE, Ciudad de México, 1942 [en la edición en español, el capítulo referido es el IV: N. de la T.]. ↩
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Georges Bataille, La experiencia interior, Fernando Savater (trad.), Taurus, Madrid, 1981. ↩
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Georges Bataille, La parte maldita, seguida de La noción de gasto, Francisco Muñoz de Escalona (trad. y notas), Icaria, Barcelona, 1987. ↩
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Georges Bataille, El erotismo, Antoni Vicens y Marie Paule Sarazin (trads.), Tusquets, Barcelona, 1997. ↩