Gabriela Brimmer nació el 12 de septiembre de 1947 en la Ciudad de México. Desde pequeña padeció parálisis cerebral —posiblemente causada por la mezcla del RH negativo de su mamá con el positivo de su papá, que pudo generar una lesión en el cerebelo y en los centros locomotores de ambos hemisferios cerebrales—. A pesar de su movilidad limitada Gaby logró valerse por sí misma con la ayuda incondicional de su nana, Florencia, y con el movimiento de su pie izquierdo: aprendió a usar la máquina de escribir, pintar y tejer; cursó tres semestres de la carrera de Periodismo en la UNAM y coescribió con Elena Poniatowska un libro, del cual presentamos aquí una selección.
Siempre he pensado que tía Betty es el prototipo de la objetividad. Nos escribimos muy a menudo; por carta ella sabe de mi vida, conoce todos mis pasos, mis sentimientos y mis problemas y es hasta mi doctor; ella es quien disminuye o aumenta mi dosis de Valium. Sé que cuento con ella y que muchas veces ha pasado aun encima de tío Otto para estar a mi lado. […] Fue mi tío Otto quien se dio cuenta de que si nada podía hacer con las manos algo podía con el pie. Saben, no me siento una persona incapacitada porque he aprendido que cada ser humano tiene límites, problemas consigo mismo y con la sociedad, con la naturaleza y con Dios. Sé por qué digo estas cosas, mis amigos pueden hacer lo que quieren con sus vidas pero también encuentran obstáculos. Entonces ¿por qué debo considerarme una persona súper-incapacitada sólo porque no puedo hacer las cosas que quiero? Por eso mi vida es una vida normal de alegría, tristeza, agresión, cansancio, depresión a veces. Sí, tienen razón, eterno será el conflicto entre lo que quisiera hacer y mis límites físicos porque mi mente es tan sana que los olvido y hago planes muy normales que de vez en cuando sacan de onda a los demás y a mí cuando pretendo ponerlos en práctica. Sin embargo eso no es un problema tan grande porque sé bajar de las nubes. Está bien, tengo frustraciones, son muchas y las reconozco, el dolor lo aplaco poniendo en acción mi sensibilidad y sobre todo mi sed de vivir mi propia vida. Mis sentimientos son a veces muy complejos. No me doy tan fácilmente, mas cuando me entrego me gustaría hacerlo totalmente, aunque en ocasiones esto no sea posible por los límites naturales de cada ser humano. Es entonces cuando me copan la inseguridad, los temores, y para ahuyentarlos recurro a la máquina y escribo, saco todo lo que me pasa y lo dejo estampado en el papel intentando volver al estado “normal” de mi ser. Adoro a mi máquina porque por medio de ella me comunico con todos los demás, con ustedes, y puedo controlar más o menos mi situación. Hace exactamente veinticinco años mi tío Otto Modley, al ver que mi pie izquierdo me servía muy bien para jugar, pensó que delante de una máquina de escribir podría comunicarme y así fue. Aparte de escribir a máquina, tejo y pinto con el pie izquierdo, es por eso que lo llamo mi pie-boca. […] Hace años dibujé una cara en medio de un cartón, arriba escribí: “Tú eres alguien, ayúdate. ¿Sufres? Ayúdate”, y abajo de la cara puse: “¿Amas? Sigue, que es lo único que vale”. ¿Verdad que esto es como para echarse a andar por esos caminos de Dios, sola, sin nadie que lo detenga a uno, ejercitar las piernas, el cuerpo y el alma? Y mientras se corre, fluye más rápido la sangre y los pensamientos son más claros, de vez en cuando torpes, pero se sigue corriendo hasta caer al suelo, mareado, cansado, con la respiración agitada; por eso es agradable tumbarse en la tierra húmeda por las lluvias a dormir con lujuria o quizá levantarse para seguir caminando más y más. Bueno, se preguntarán, si nunca ha caminado ¿cómo sabe lo que es correr? ¿Creen acaso que sólo se puede absorber una sensación llevándola a cabo? De todas maneras recuerdo que de chica, en el jardín de la casa, podía caminar sola y se me quedaron muy grabadas las sensaciones en las plantas de los pies cuando pisaba el pasto mojado, seco, húmedo. Recuerdo el miedo de caminar en el mosaico y subir la escalera con Nana siempre tras de mí, cuidando que no me accidentara, y alentándome sin embargo a pajarear por la casa igual que por el jardín.
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Una señorita puso la máquina en el piso frente a mi silla de ruedas, puso mi pie izquierdo encima del teclado, encendió el motor de la máquina, oí el zumbido y me dijo en inglés: “And now we are going to learn to write”.
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David me ha escrito del Movimiento de los Inválidos en San Francisco; ya teníamos noticias de él pero no con tanto detalle. Luchan por que la sociedad los tome en cuenta, por que les den un trabajo adecuado a sus capacidades, tanto físicas como mentales; yo podría por ejemplo escribir para algún periódico, hacer reseñas de libros, incluso de discos porque oigo mucha música, artículos sobre literatura. Me han publicado en la Gaceta de Rehabilitación de Inválidos de San Francisco dos poemas traducidos al inglés y en Guadalajara en una revista también para inválidos, pero yo podría colaborar cada ocho días en un periódico normal, en una revista, por eso a mí me aterra —si yo siento tantos deseos de salir adelante y lucho todos los días—, me aterra verdaderamente saber que mi hermano que lo tiene todo se deprime, siente angustia, sufre insomnio, cuando él podría darles tanto a los demás y a sí mismo.
Ojalá y el Movimiento de los Inválidos en San Francisco logre algo porque si allá triunfa, los mexicanos seguiremos el ejemplo y en este caso nos convendría ser copiones. Reconozco que Estados Unidos es el país más adelantado del mundo; personalmente no tengo nada en contra de pueblo gringo, sino contra sus gobernantes. Para decir la verdad, yo soy anarquista. No me gustan los gobiernos de ningún pueblo del mundo porque poco a poco he ido desengañándome de todos, y acepto que este desengaño fue muy duro.
He recibido en lo que llevo de vida mucho amor familiar y de mis amigos. Por lo tanto creo en el amor, pero no como un movimiento que pueda cambiar al ser humano político, a éste sólo le interesa el poder y no ama a nadie. Creo en el amor individual que hace y deshace cosas, en el amor en sí mismo que produce bellezas para uno mismo y los demás. Creo también que hay que tener una causa por la cual vivir y no simplemente para uno. Yo la tengo y tal vez por eso escribo, deseo decirle al mundo que lucho por mí y por mi gente, o sea por los inválidos, para que los reconozcan como seres pensantes, creativos, en fin, como seres humanos. […]
Deseo que se nos den iguales oportunidades para vivir, luchar y ser nosotros. Yo un día me dije: “¿Por qué causa vivo? ¿Para qué lo hago?” Después vinieron mis respuestas: “¿Para la familia? ¡Bah! Ellos no me necesitan; ¿para los amigos? Ellos menos. Luchar para mi gente, los inválidos, ésa sería la causa”, aunque no me sienta bien entre ellos porque no hacen esfuerzos y porque creen que yo salgo adelante gracias a Florencia y no por mí misma. Este pensamiento me obsesiona y me quita mis buenas intenciones.
Vivir para uno mismo no tiene chiste, ningún chiste. Por eso decidí que la causa de todos nosotros los inválidos iba a ser mía, que les iba a demostrar a ellos y al mundo lo que se puede hacer. Creo que todo en la vida es como el juego del ajedrez, que si tú no mueves tus piezas nunca te arriesgas ni al bien ni al mal. Entre más experiencias de cualquier tipo se tengan, más se sabe de todo. No sé, tal vez la vida es una continua aventura en la que muchas veces se juega la vida, no obstante hay que luchar porque si pierdes luchando, esto te honra, si pierdes nomás por flojera o por dejadez, te hundes cada día un poco más. Sí, muchas veces me dije: “Me gustaría verme combatir; combatir por algo que verdaderamente quiero obtener”. Deseo que me devuelvan mi terquedad, que no me deje dominar por mí misma. Dios, devuélveme mi terquedad. He aprendido que en la vida hay que insistir en lo que uno desea; al final, reconozco que la lucha por sobrevivir es la que más vale.
Si me preguntaran qué haría de mi vida si fuera “normal” contestaría así:
Sería piloto aviador, alpinista, médico, pero médico pediatra o psicóloga de niños (los adultos me aburren), tocaría la guitarra, tendría un harem para que no se aburrieran de mí ni yo de ellos, adoptaría cinco niños, tendría miedo a ser uno más en el rebaño, miedo al enajenamiento humano de cualquier tipo, y miedo al futuro si seguimos tan mal como vamos hasta ahora con “el progreso”. ¡Vaya la combinación de piloto aviador, alpinista y médico! Pero si fuera cualquiera de las dos primeras cosas estaría en contacto con la naturaleza. Ser médico sería más bello todavía porque si lo haces con amor puedes ayudar y no destruyes. Pero como esto no me tocó en suerte, seguiré siendo yo. Y ¿qué es ser yo? Ahí está la pregunta sin contestar aún.
Tomado de Gaby Brimmer y Elena Poniatowsla, Gaby Brimmer, Grijalbo, Ciudad de México, 1979, pp. 50-53, 108-111 y 85-86. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Gaby Brimmer. Fotografías de H. García, E. Poniatowska y M. Yampolsky en Gaby Brimmer, Grijalbo, 1979