dossier Emergencia climática FEB.2020

Solastalgia

Maia F. Miret

Hacía calor, pero el tipo incorrecto de calor. Paul Tremblay


—¿Qué aprendiste hoy en la escuela, mi amor? —Que odio el dióxido de carbono. Esta conversación es real y ocurrió hace diez años. N. estaba en el kínder y faltaban dos lustros para que el idilio de la niñez diera paso a los retos de la adolescencia. El contenido de una clase “ecológica” se había concretado para él en la presencia de un gas villano que se combatía mediante el reciclaje y la composta. Me pareció mal esta lección tan grosera; pensé que no hacía falta acelerar la pérdida de la inocencia climática, del mismo modo que no hay por qué adelantar la revelación de que no existe el ratón de los dientes. Una década después, tras vivir los extremos del año 2018 que marcaron a sangre y fuego la certeza del cambio climático en el ánimo público, me pregunto si la inocencia perdida por la que lloraba era la suya o la mía. Tal vez tendría que haberle preguntado si de casualidad no odiaba también otros gases de efecto invernadero como el metano y el vapor de agua. Una nunca está satisfecha. Tampoco están satisfechos los demás. Aunque sabemos de qué se trata la discusión, ni su dirección ni su magnitud convencen a casi nadie. No a los negacionistas del cambio climático que con sus propios datos —y a veces con los del consenso científico— afirman que estos últimos 20 años, los más calientes desde que se tiene registro, son una fluctuación normal entre dos glaciaciones. Ni desde luego a los preppers extremos que entienden que el fin es inminente y no conciben que sigamos comprando tiempos compartidos y plátanos verdes, y no amueblando un búnker o pensando en irnos a vivir a una cabaña en las Rocallosas. Tampoco a los que se sitúan en todos los puntos de ese espectro, a los activistas del individualismo que creen que toca asumir una responsabilidad personal o a los anticapitalistas que opinan que la única medida útil es presionar a los gobiernos y las corporaciones (que tienen la culpa de todo), ni a apocalípticos, integrados, escatológicos, estoicos o nihilistas. Igual de descontentos están los comunicadores, los divulgadores y los científicos de vocación pública que padecen síndromes de Casandra o su opuesto, como sea que se llame el síndrome de los insensatos. Ambos campos son criticados —con frecuencia mutuamente— por o bien alimentar una alarma que conduce a la parálisis o bien nutrir una perspectiva en la que las soluciones siempre se encuentran en el futuro y que invita a lo acomodaticio. El psicólogo cognitivo Steven Pinker y su marca personal de optimismo tecnocientífico, materializado en libros como Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones, o el biólogo Matt Ridley y su El optimista racional, se encuentran en la trinchera alegre. Para ellos el progreso es una línea recta, el ingenio humano no tiene límites y dadas las motivaciones (capitalistas) correctas seremos capaces de resolver problemas de escala planetaria de algún modo que aún no avizoramos bien a bien y con una tecnología equivalente a la que nos metió en este enredo pero de signo contrario.

Julia Tudisco, Fire and Flower, 2019

En la otra trinchera está firmemente situado Jem Bendell, profesor de liderazgo en sostenibilidad de la Universidad de Cumbria en Gran Bretaña, gracias a su artículo de 2018 “Deep Adaptation: A Map for Navigating Climate Tragedy” (“Adaptación profunda: un mapa para navegar la tragedia climática”), casi legendario por su capacidad para sumir a cualquiera en una profunda depresión. Y por buenas razones; el lector queda advertido de que, como el segundo libro de la Poética de Aristóteles en El nombre de la rosa, debe aproximarse a él con la debida cautela, y de que a diferencia de este tomo hipotético la risa no se encuentra por ningún lado. El inicio de este artículo, uno de los textos científicos más leídos de la historia pero nunca publicado en una revista arbitrada por razones muy debatidas, da un indicio de su postura:

¿Aún es posible que los especialistas en gestión, diseño de políticas e investigación sobre sustentabilidad trabajen (yo incluido) con base en el supuesto o la esperanza de que podemos frenar el avance del cambio climático o responder a él de manera que podamos conservar nuestra civilización? [No].

Para terminar está la insatisfacción de aquellos sin postura que, en virtud de un fenómeno conocido para los especialistas como distancia psicológica y para el resto como negación, opinan que las consecuencias del cambio climático ocurren siempre lejos, a personas siempre desconocidas. Es natural que en defensa propia estos distantes opinen que las noticias son alarmistas, pergeñadas por una cábala de agoreros que buscan acabar con su tranquilidad para ganar clics o por motivos más oscuros, y que movilicen toda clase de recursos psicológicos para expulsar el tema de su cabeza. Se dicen bastantes cosas de las que debemos preocuparnos y tienen razón. Adopte la forma que adopte, la ansiedad climática es ubicua. Pero no todas las ansiedades son iguales. Las catástrofes climáticas que sabemos que ocurren o son agravadas por el calentamiento global —huracanes, incendios, deslaves, inundaciones, sequías y también guerras y conflictos— dejan a su paso a poblaciones que sufren toda clase de patologías relacionadas con el trauma y el estrés. Son las víctimas más desesperadas del cambio climático. Se conocen bien las intervenciones que deben llevar a cabo gobiernos e instituciones, pues se parecen mucho a las que siguen a cualquier desastre natural, y se sabe igualmente bien que como se trata de poblaciones más vulnerables esas intervenciones raramente llegarán. Pero a diferencia de desastres localizados en el tiempo o el espacio, de corte humano como las guerras o las amenazas nucleares o naturales como los terremotos y los tifones, el cambio en el clima es una combinación de amenazas tecnológicas y naturales, ocurre al mismo tiempo en 98 por ciento del planeta y se extiende indefinidamente hacia el futuro. Emana de una combinación de factores individuales y planetarios, con causas lo mismo políticas que físicas, con una fecha de inicio incierta y consecuencias impredecibles, sobre las que hay que intervenir a todas las escalas en plazos cada vez más perentorios. Es, pues, un problema agudo y crónico al mismo tiempo. Puede producir estrés postraumático y un aguzamiento de los padecimientos mentales y la violencia individual y social, pero también lo que algunos psicólogos han comenzado a llamar estrés pretraumático y que puede calificarse como un malestar planetario, generacional, que comienza a delimitarse como padecimiento por derecho propio. Un documento de la American Psychological Association llamado Mental Health and Our Changing Climate: Impacts, Implications, and Guidance (Salud mental y nuestro clima cambiante: Impactos, implicaciones y guías), de 2017, lo describe así:

Observar los impactos lentos y aparentemente irrevocables del cambio climático, y preocuparse por el futuro de uno mismo, de sus hijos y de las generaciones que siguen puede ser una fuente adicional de estrés. [Glenn] Albrecht (2011) y otros han bautizado esta ansiedad ecoansiedad.

Para desarrollar ecoansiedad no hace falta experimentar tragedias en carne propia: escuchar noticias y experiencias atemorizantes puede producir un profundo sentido de vulnerabilidad e impotencia, justificada o no. Este estado es tan prevalente y tan nuevo, y hasta hace poco circunscrito sobre todo a ámbitos de las ciencias duras estrechos y especializados, que no es una sorpresa que disciplinas como la economía o la psicología apenas hayan saltado al ruedo. La psicología climática, por ejemplo, es una subdisciplina nueva que busca ayudar a diseñar políticas y formas de comunicación públicas que inciten a superar el fatalismo, a saltar a la acción y a negociar la angustia y la desesperación individual, es decir, a recuperar un sentido social y personal de control sobre los ambientes internos y externos. No es una tarea menor, sobre todo en vista de la velocidad con la que evoluciona el problema. En un artículo de 2015 sobre el papel de la psicología en el combate al cambio climático Tania Lombrozo advertía lo problemático de vérselas con

unos costos abstractos e inciertos, lejanos en el espacio y el tiempo, y la necesidad de contar con incentivos externos para motivar a los individuos a actuar. La investigación en psicología sugiere que se trata de una combinación peligrosa que sin duda lleva a la gente a subestimar los peligros y los hace reacios a la acción individual.

Julia Tudisco, My Home is Burning, 2019

Las cosas han cambiado mucho en estos tres años y pico. Los costos cada vez son más concretos, los incentivos cada vez más disponibles y urgentes y el papel de la psicología más claramente relevante. Como respuesta se han desarrollado guías y lineamientos que pueblan desde los textos académicos hasta las revistas populares en línea y que siguen en términos generales los principios de ese grueso documento de la American Psychological Association:

  1. Desarrollar la confianza en uno mismo y la resiliencia personal.
  2. Promover el optimismo.
  3. Cultivar formas activas de adaptación y autorregulación.
  4. Encontrar una fuente de significado personal.
  5. Estimular la preparación personal ante la adversidad.
  6. Promover las redes sociales.
  7. Alentar los vínculos con padres, familiares y otros modelos de conducta.
  8. Conservar las conexiones con el lugar.
  9. Mantener vínculos con la cultura propia.

Estos lineamientos son agnósticos sobre las consecuencias inmediatas del cambio climático. Como me dijo una amiga psicoanalista consultada sobre el aumento en la frecuencia de las preocupaciones planetarias de sus pacientes, la angustia es la angustia, ya sea que la cause la llegada del Mesías o un garrotazo en la cabeza. Y aunque está claro que promover el optimismo y la resiliencia, los lazos sociales y el respeto por el entorno siempre es buena idea, uno se pregunta cuál es el principio de realidad que debe privar, en particular en el caso de los niños, que son damnificados de esta ansiedad con el triple agravante de que no son culpables del problema, no tienen herramientas para hacerle frente y además están por heredarlo plenamente. ¿Deberíamos hacer más activismo para lograr el cambio o más preparativos para afrontarlo? ¿Estamos perdiendo el tiempo? Y si es así, ¿en qué dirección?

Julia Tudisco, Plants and Planets, 2019

Cada generación tiene sus jinetes del apocalipsis. Del mismo modo que Cicerón se quejaba de que los jóvenes de su época ya no leían a los clásicos ni tenían capacidad de concentración, para cada establishment se acaba el mundo en los detalles. No podemos imaginarnos cómo se habrán vivido la peste negra, la pequeña edad del hielo, las invasiones mongolas; con menos modelos y datos sobre lo que les deparaba el destino, las gentes de esas épocas deben haber tenido una sensación muy aguda del fin de los tiempos cada bendita vez que aparecía un cometa o un río se teñía de rojo. Pero sí que somos testigos de la forma en la que, como cuenta Alessandro Baricco en su magnífico ensayo Los bárbaros, cada generación teme la llegada de los hunos que no quieren dejar sus teléfonos, beben vinos baratos y llevan vidas vulgares y carentes de propósito. Así pues, siempre cabe la posibilidad de que lo que estamos viviendo no sea más que la catástrofe de turno, el pánico de moda y la llegada de los bárbaros que vienen a suplantarnos ahora a nosotros. Pero que se hayan equivocado los augures del pasado no quiere decir que esta vez ocurra lo mismo. Tal vez Bendell tenga razón y debamos resignarnos al fin de la civilización; después de todo hoy, a diferencia de cualquier punto en el pasado, tenemos la capacidad científica para arruinar el planeta y saberlo. Como sea, si alguna ventaja tienen los peores pronósticos es que sabremos si son ciertos en el transcurso de diez o veinte años, o tal vez menos. Posiblemente estemos sumergidos como la rana dentro de la proverbial olla que ya está hirviendo y el futuro se nos haya venido encima mucho antes de lo pensado. Ya sea que nos entreguemos o no al pesimismo, hay un tipo de angustia existencial de baja frecuencia, un tipo de cambio que es más posible que nos ataque a todos independientemente de las barreras psicológicas erigidas por las ideologías, los signos políticos y los intereses económicos. Se trata de la inestabilidad psíquica producida por la pérdida de salud del ecosistema, el duelo por el sentido del lugar. El filósofo ambiental Glenn Albrecht lo bautizó solastalgia. A diferencia de la añoranza por una época pasada o un lugar lejano, la solastalgia ocurre cuando cambia el presente y el aquí. Albrecht la describe así en un artículo publicado por Australasian Psychiatry en 2007:

La solastalgia es el dolor que se experimenta al reconocer que el lugar en el que se vive y que uno ama está bajo ataque […]. Se manifiesta como un ataque al sentido de lugar propio, a la erosión del sentido de pertenencia (identidad) a un lugar concreto y al sentimiento de angustia (desolación psicológica) por su transformación […]. La solastalgia no se trata de voltear a un pasado idílico, ni de buscar otro lugar que se convierta en el “hogar”. Es la “experiencia vivida” de la pérdida del presente, que se manifiesta en una sensación de dislocación; de sentirse socavado por fuerzas que destruyen la capacidad de obtener consuelo del presente. En resumen, la solastalgia es una forma de nostalgia que uno siente cuando aún está en “casa”.

La palabra fue acuñada a partir de las raíces que nos dieron las palabras solaz y desolación y la que significa dolor, con la intención de que fuera un concepto en espejo de la nostalgia. Las comunidades indígenas de todo el mundo y los pobladores de las ciudades desplazados por la gentrificación están históricamente entre sus principales víctimas, porque no es un fenómeno nuevo, pero ni el negacionista más recalcitrante puede darle la espalda al hecho de que incluso los más acomodados en su clase y su identidad empiezan a sentirse inquietos. La sensación liminal de que algo acabó durante nuestra vida, de que fuimos la última generación que disfrutó una estabilidad climática de 10,000 años (con sus altibajos) es muy potente y devastadora, y sobre todo concreta.

Julia Tudisco, Shelter, 2019

Allí donde la extinción de un animal o una planta que no vimos —ni veremos— es abstracta para casi todos, experimentar en carne propia con nuestros patrones de sueño, nuestros días sin agua, la cuenta de la electricidad y los ritmos que marcaban el año y los antojos, las formas en las que sabíamos transitar por el tiempo, es otra historia. Era lo que necesitábamos para movilizar el duelo y de inmediato la acción. Con suerte.

Imagen de portada: Julia Tudisco, Wild, 2019