La historia es por todos conocida: se trata de un aprendiz que, cansado de ejercer labores de afanador, en ausencia de su mentor se hace de los instrumentos necesarios para practicar la magia y, con ello, darse una vida mejor, libre de las obligaciones mundanas que su condición de aprendiz le exige, hasta que conjura fuerzas que es incapaz de controlar. A continuación viene el desastre. Las simpáticas escobas, dotadas de extremidades para cumplir la necesaria pero agotadora faena de acarrear agua desde la fuente hasta el hogar del hechicero, llevan su misión más allá del límite y, en cierta forma, se rebelan a la autoridad del aprendiz. Este último no logra más que contemplar impotente la industriosa actividad de las escobas que, poco a poco, anegan el laboratorio y la casa toda del hechicero. Finalmente, cuando la situación ya es desesperada, el hechicero irrumpe en la escena y contiene el desastre. Toma el control de las escobas y las vuelve a su condición original, ordena a las aguas volverse mansas y retornar a su cauce natural, fuera de su hogar y de su laboratorio, claro. El aprendiz, derrotado por la vergüenza y bajo la mirada severa de su mentor, devuelve los instrumentos de los que se había apropiado y se dispone a retomar las labores de limpieza que, luego de su imprudencia, ahora son más extenuantes, no sin antes recibir un escobazo en el culo y saldar con ello el precio de su castigo. De entre las múltiples referencias a esta fábula, desde que fue ideada por el humanista alemán J.W. Goethe en 1797, la versión animada en Fantasía de los estudios Disney en 1940 es quizá la más conocida. Sin embargo, también aparece en una de las obras de mayor importancia y difusión en la historia de la lucha política e ideológica de los siglos XIX y XX: El manifiesto del Partido Comunista (Akal, 2004). Es a través del aprendiz de hechicero que Marx y Engels establecen una metáfora en la que equiparan los efectos de la transformación industrial, que lidera la revolución burguesa en la Europa decimonónica, con las fuerzas que de forma imprudente el joven mago ha invocado:
Las relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros.
Nuestros autores pensaban, quizá, en el hecho de que así como las escobas se rebelaron a la autoridad del aprendiz, la transformación sociocultural y económica del desarrollo industrial daría lugar a la constitución y el ascenso del proletariado como una clase antagónica a la burguesía, para derrocarla y establecer nuevas relaciones sociales de producción e intercambio, bajo la lógica de un mundo postcapitalista; es decir, la utopía comunista. La metáfora funciona en varios sentidos. La transformación industrial de las potencias europeas, y de los Estados Unidos, constituyó el modelo de referencia por el que se conduciría el “progreso” de las naciones bajo su influencia colonial, el imperialismo o su liderazgo ético-político. Esto implicó un desgarramiento de las sociedades rurales, campesinas e indígenas, que poco a poco se concentraron, por voluntad o por la fuerza, en las ciudades y, con ello, se estableció la base de las sociedades urbano-industriales. Ahora, ironizaba Marx, los antiguos vasallos eran “libres”. Fue, a partir de entonces, que “las potencias infernales” de la transformación industrial han recorrido buena parte del mundo: del “civilizado” y del “no civilizado”, del norte al sur, del centro a la periferia, del occidente al oriente.
En este proceso nos encontramos. Hay quienes lo asemejan al oleaje del mar, olas de desarrollo, le llaman. El anhelo por el desarrollo industrial articuló buena parte de las acciones que, desde los Estados-nación, buscaban superar las condiciones de atraso y subordinación en los países subdesarrollados o en vías de desarrollo, para mostrarse ante el mundo como sociedades modernas, desarrolladas, civilizadas.
En algunos casos, ese objetivo se alcanzó parcialmente; en otros, fracasó de manera miserable. Pensemos, por ejemplo, en países como México: aún evocamos con nostalgia los beneficios del “milagro mexicano”, sin reparar en el hecho de que el crecimiento económico sostenido, de rápida industrialización, de las décadas de 1940 a 1970, también trajo consigo una monstruosa desigualdad, con la que aún convivimos cotidianamente. Por otra parte, recordemos las crónicas del historiador y periodista Ryszard Kapuściński, quien nos mostró que los sueños de libertad y de esperanza, que acompañaron los procesos independentistas en el África postcolonial, se diluyeron ante la realidad de las guerras civiles, los golpes de Estado, la limpieza étnica y otras muchas atrocidades cometidas por quienes heredaron o aspiraban al poder que otrora monopolizaba el hombre blanco. A las costas africanas las olas de desarrollo nunca arribaron.
Sobre la posibilidad de que la nuestra o las generaciones inmediatas venideras se desenvuelvan en un mundo postcapitalista, cualquiera que sea el horizonte utópico que lo impulse, el sociólogo alemán Wolfgang Streeck se muestra poco optimista. Utiliza el concepto interregno, propuesto por Antonio Gramsci, para describir las características de la fase histórica del capitalismo en la que ahora nos encontramos y que, además, habrá de prolongarse por un periodo extenso. Similar al interregno iniciado en el siglo V de nuestra era y que la historia universal nos presenta como el Oscurantismo o la Edad Oscura. Esto es, no habrá ninguna fuerza superior (ideológica) que, siguiendo con la metáfora del aprendiz, sea representada por el mago que interrumpa el aquelarre de las escobas y vuelva el orden de las cosas a un equilibrio, capaz de cumplir con la promesa del desarrollo:
Así, pues, antes de que el capitalismo se vaya al infierno, durante un tiempo previsiblemente largo permanecerá en el limbo, muerto o agonizante por una sobredosis de sí mismo, pero todavía muy presente porque nadie tendrá poder suficiente para apartar del camino su cuerpo en descomposición.
Pese a que el paradigma tecnológico, la innovación, se nos muestra como la fuente del desarrollo, como generador de riqueza y del crecimiento económico, lo cierto es que desde las crisis económicas de 2008, presenciamos el auge del modelo extractivo en varias latitudes del planeta como la única opción de los pueblos para participar en el sistema económico internacional. Esto explica el ascenso de los movimientos indígenas, quienes han comprendido, antes que nadie, que esta nueva fase de expansión capitalista, de “las potencias infernales”, no sólo conlleva la pérdida de sus territorios, sino su desaparición como grupos histórica y culturalmente definidos; es decir, compromete la existencia de sus sistemas de organización social y de la diversidad que constituye la experiencia humana.
Desde luego, esta situación no concierne exclusivamente a las sociedades tradicionales, campesinas o indígenas. Otras realidades, otros espacios de significación y convivencia de los pueblos también están comprometidos, agobiados por la violencia de los aparatos estatales o de sus instrumentos “no oficiales”, como el narcotráfico, el comercio ilegal de armas, el tráfico de personas y muchas otras formas de violencia civil, política, policiaca o militar. Porque, hay que decirlo, ¿se puede entender la capacidad de fuego, de organización y de respuesta de los grupos criminales sin la omisión o la participación de los agentes del Estado y sus instituciones?
Para superar el interregno en el que nos encontramos, propone el profesor Streeck, la respuesta reside, justamente, en las instituciones que el sistema capitalista ha creado o de las que se ha apropiado. La confianza que nos esforzamos por otorgar a las instituciones democráticas liberales, como garantes del orden, del desarrollo y del bienestar económico constituye una barrera ideológica, en cierta forma infranqueable, que impide superar la condición entrópica en la que nos encontramos, debido a la ausencia de alternativas al mundo que conocemos y que estamos obligados a imaginar.
A la espera de que esto suceda, el joven aprendiz de hechicero seguirá contemplándonos impotente, incapaz de detener nuestra febril actividad, mediante la cual depredamos la base de nuestra propia existencia.
Imagen de portada: Fotograma de Fantasía, 1940. © The Walt Disney Company