El mapa circular y la mnemotecnia espacial
En un estudio sobre la cartografía novohispana, la historiadora del arte Alessandra Russo exploró la composición circular del espacio en la tradición mesoamericana a partir de casos como las piedras-mapa —ubicadas en las orillas de centros urbanos y leídas girando a su alrededor— o como las danzas de los voladores de la sierra norte de Puebla y Veracruz que, con su movimiento circular ascendente, han sido interpretadas como un ritual calendárico ligado a los ciclos agrícolas y como la reproducción de un concepto dinámico del tiempo y el espacio. A partir de estos ejemplos, Russo nos propuso entender las dinámicas cartográficas de los siglos XVI y XVII con lo que llamó el “realismo circular”. Éste se distingue por una suerte de tensión entre una perspectiva circular ordenada a partir de un centro y otra rectangular que opera como su soporte. Esta dinámica circular también ha sido identificada en la pintura sobre papel amate que realizan los artistas nahuas contemporáneos en Guerrero. Aline Hémond lo llama la “perspectiva indígena circular”, la cual se distingue por la ausencia de una línea u horizonte —que se encontrarían externos al soporte—; además, identifica otro nivel de lectura de tipo “ascendente”, cuya composición tripartita del espacio contrasta con la perspectiva lineal y monocular que se ha vuelto predominante en décadas recientes. Estas alternativas gráficas dislocan la mirada, la llevan de lo fijo a lo móvil, pues en todas destaca tanto la dinámica circular (“la circularidad de la mirada”, la llama Russo) y la multiplicidad de perspectivas. Este ordenamiento en forma circular también ha sido entendido como un dispositivo mnemónico para recordar historias. Por ejemplo, en algunas láminas del Códice Florentino, estudiado por la historiadora del arte Diana Magaloni, lo que parecía la representación pictórica de un encuentro entre españoles y mexicas reveló ser la composición de una “narrativa visual” cuyo orden de “lectura” es circular, concéntrico y levógiro. Estos soportes gráficos han abierto nuevas preguntas sobre el ordenamiento espacial desde una perspectiva de la memoria. Para comprender la mnemotecnia espacial, acudamos a un contexto lejano en tiempo y espacio, el año 55 a.C. en la Grecia antigua. Tras sobrevivir a un evento funesto, el poeta Simónides de Ceos descubrió que una disposición ordenada del espacio era esencial para una buena memoria. Según lo cuenta Frances Yates en El arte de la memoria, el poeta había sido invitado a un banquete, pero tras un desacuerdo con su anfitrión salió de la habitación; durante su ausencia, el techo de la sala se desplomó sobre los invitados con tal fuerza que sus cadáveres fueron imposibles de reconocer. Pero Simónides recordaba el orden en que se habían sentado a la mesa y pudo identificar a cada uno. Este evento inspiró al poeta los principios del arte de la memoria. Propuso ejercitar esta facultad con base en un orden arquitectónico. Primero, se debe pensar en un lugar conocido, con todos los espacios que lo componen, por ejemplo, una casa con la sala, el dormitorio, la cocina, etcétera. Luego hay que formarse imágenes de las ideas a retener, asociarlas a cada espacio, de modo que los lugares puedan ser recorridos en un mismo orden. El espacio se convierte en una especie de tableta y las imágenes son los contenidos a retener. Este arte se empleó en retórica como una técnica para el mejoramiento de la memoria y sirvió para la recitación de largos discursos. Este sistema mnemónico que asocia lugares, loci, con imágenes, imagines, presente en el De Oratore de Cicerón, se transmitió de la Antigüedad al Medioevo y al Renacimiento. El antropólogo Carlo Severi retomó el pasaje de Simónides de Ceos incluido en El arte de la memoria en su trabajo sobre la pictografía kuna en Panamá para demostrar que un método similar, que relaciona lugares con imágenes, era empleado por los chamanes para enseñar a sus aprendices el arte de cantar. El mapa kuna del territorio resulta ser una lista ordenada de pictogramas que permiten una memorización secuenciada y vinculada a los lugares que el cantador recorre en su canto. Así sucede, por ejemplo, en el canto de la locura, una enfermedad que se localiza tanto en el cuerpo del enfermo como en su exterior y que el cantador busca en su recorrido por el territorio mediante un proceso complejo de metamorfosis. Las estrofas del canto son repetidas siguiendo un orden paralelo, y sus variaciones son aprendidas gracias a la memorización ordenada de los pictogramas del mapa, de tal suerte que la oralidad y la pictografía conforman un mismo sistema mnemónico. Con base en otros casos amerindios, Carlo Severi ha defendido que las tradiciones indígenas no son solamente orales sino también iconográficas, restituyéndoles su complejidad y reconociendo de una vez por todas su autonomía plena con respecto a las tradiciones escritas.
Cantar el mundo es hacer el mundo
Las artes gráficas y verbales practicadas por los wixaritari de Jalisco presentan interesantes ejemplos de este ejercicio de dislocamiento de lo fijo y lo móvil, o su vaivén, para entender la diversidad de formas de conceptualizar el espacio y de abstraerlo en imágenes que además funcionan como mapas mentales para contar historias. El cosmograma, ya sea en forma circular o cuadrada, con los puntos cardinales en sus extremidades y limitado por los movimientos del Sol, nos es familiar en la arquitectura, los códices y el arte antiguo mesoamericano. El cosmograma wixárika se ha entendido en relación con los cinco rumbos cardinales en los que acontecieron los eventos míticos que le dieron forma al mundo: Haramaratsie en la costa del Pacífico, Xapawiyeme en las lagunas al sur de Jalisco, Hauxamanaka en las montañas de Durango, Wirikuta en el desierto del altiplano potosino y Te’akata en el centro del territorio wixárika. Estos lugares han sido entendidos por los antropólogos como los extremos del mundo wixárika, contenido en una serie de imágenes: una flor, el ojo de dios, una cruz. Es uno de los temas gráficos más representados en el arte wixárika de cuadros de estambre: además de implicar múltiples perspectivas, puede también implicar figuras en el interior de figuras, inversiones ópticas y episodios míticos simultáneos, según lo ha estudiado Johannes Neurath. Esta capacidad de ver desde distintos ángulos, e incluso, desde cualquier escala y de pasar de una a otra es una de las definiciones que Olivia Kindl ha ofrecido del concepto chamánico nierika, que traduce como “arte de ver”.
Algo semejante ocurre en el canto de mara’akame, el cantador-chamán que resguarda y transmite la tradición ritual. Un canto puede durar una, dos, hasta tres noches. ¿Cómo hace para mantener el hilo de su propio canto? Denis Lemaistre dedicó 20 años de su vida al estudio de los cantos y a través de sus conversaciones con diversos cantadores nos describió la espacialización del contenido del canto como técnica de organización y de memorización. La puesta en práctica de esta técnica funda la eficacia del canto pues uno de los retos del cantador será el sobreponer la configuración geográfica del espacio ceremonial sobre el espacio simbólico creado por el canto. Lemaistre descubre así la pasión por la simetría en el pensamiento huichol: “Sentado en su equipal [el cantador] buscará obtener la conjunción del fuego del inframundo y del fuego solar [el centro]. En su preocupación por el equilibrio, deberá solicitar el acuerdo de las fuerzas de los cuatro puntos cardinales, lo cual funciona como una matriz de la práctica ritual y de la organización del canto”. De manera semejante a las representaciones gráficas, el aspecto fijo se combina con el móvil. Los puntos cardinales crean el soporte sobre el cual se realizan las procesiones y las danzas, siguiendo el movimiento circular y levógiro. En el espacio ceremonial el mara’akame está fijo, sentado frente al fuego en su equipal, mientras que en el espacio del canto se multiplica con la agilidad de un venado, y no sólo se mueve en un plano bidimensional al sur, al norte, al poniente y al oriente, sino que, en el acto enunciativo el espacio se “despliega”, según el lenguaje del canto. Entonces se recorre, a la derecha y a la izquierda, pero también hacia arriba y hacia abajo, hacia atrás y hacia adelante, o está en más de un lugar al mismo tiempo. Así, de una posición fija, egocentrada, a otra móvil, halocentrada, el cantador tiene una perspectiva privilegiada que se funda en su capacidad de ver desde distintos ángulos y escalas, tiene el “don de ver” o nierika. Si en el arte de la memoria de los antiguos griegos el espacio de la memoria es un espacio arquitectónico, aquí se trata de un inmenso paisaje ritual, que a manera de un códice se extiende entre el mar y el desierto, y también es concebido como un gran templo cuyas partes, u ofrendas, como las llamamos nosotros, son obtenidas mediante actos sacrificiales. El cantador enlaza con la palabra estas partes: un tapete, una jícara, un espejo, un equipal, una mujer, velas, flechas, unos rayos del sol, un cielo, el mundo como uno. Las partes son también dispositivos mnemónicos que emergen (o se engendran) de las negociaciones e intercambios con los antepasados a través de recorridos en una direccionalidad específica. Imagen por imagen, ofrenda por ofrenda, el cantador las deposita y transforma el mundo con un nuevo nacimiento: un retoño, según el lenguaje del canto. Como observamos en los cuadros de estambre, el retoño se desenvuelve en múltiples colores. Este despliegue multicolor es una imagen para pensar el despliegue de la voz del cantador. El cantador no puede solo. Su voz es reverberada con la voz de sus segunderos en cada costado, el sonido de la guitarra y del violín y de todos aquellos que lo auxilian en el espacio ceremonial. Los lugares visitados en su canto dependerán de la situación: si busca el origen de una enfermedad, si despide el alma de un muerto o si negocia con los antepasados para asegurar las buenas lluvias. Los mapas mentales se crean a partir de ciertas combinaciones que integran puntos móviles con otros fijos y lugares conocidos y visitados en las peregrinaciones con otros accesibles sólo en la realidad del canto. El mar es el templo del origen, el lugar de abajo, húmedo, de la noche y de la oscuridad: “el tiempo de los misterios”, le llama Rafael de la Torre, del que nacen Nuestras Madres. El desierto de Wirikuta es el lugar de arriba, del día y de la luz tan radiante que devela el rostro de los ancestros, Nuestros Ancestros, pintado de rojo cuando nació el sol y subió en lo alto del Cerro del Amanecer. El canto recuerda y recrea su forma primigenia. Y también mantiene su memoria histórica. Ahí donde ahora está una laguna desecada desde hace 50 años por una fábrica, el canto recuerda un lugar frondoso del que nace el árbol del Chalate. En los manantiales del desierto que ahora son remanentes frágiles de un antiguo sistema de acuíferos, el canto hace ver el lugar de las flores, el nacimiento de la vida, que resguarda la entrada a Wirikuta. También estos sitios albergan la historia de los antepasados y de sus vecinos. Al poniente, rumbo al mar, se visita el sol de occidente, antiguo centro religioso de toda la Sierra del Nayar donde residía el antiguo gobernante cora (o náyeri), el tonati o Nayarit que le dio nombre al estado vecino. Sobre estas veredas andadas con la palabra que hila el mundo, para mantenerlo unido, viven los ancestros-topónimos, los centenares de antepasados que durante las hazañas que dieron forma al mundo tal y como lo conocemos quedaron congelados en forma de manantiales, lagunas, montañas, cactáceas, cuevas, rocas o peñascos, formas del paisaje que albergan su corazón-memoria. Estos frágiles ecosistemas están bajo amenaza latente: las presas hidroeléctricas en tierra náyeri, la extracción de los minerales por las empresas nacionales y extranjeras en Wirikuta, las concesiones turísticas en la costa nayarita, los proyectos carreteros… Mas el cantador no puede solo. Antepasados y descendientes trabajan juntos hablando, ofrendando, danzando y soñando, mediante sacrificios y prácticas de austeridad. La verdadera forma del mundo se revela como uno. Así me lo explicaba mi estimado amigo Antonio Candelario: “El mundo es uno, aunque lo percibamos por partes, en nubes, montañas, ríos”. Así se crea la experiencia de la totalidad, que es irremediablemente efímera, al unir a los peregrinos con sus antepasados en un solo corazón-memoria, ta’iyari. A esto se le llama el costumbre, o tayeiyari, “nuestro andar”, según se le nombra en wixárika, y es sólo caminando que se aprende y se transmite el costumbre. Aún estamos lejos de abstraer en un modelo estable lo que pudiera ser un arte de la memoria wixárika, quizá porque la forma del mundo no es estable y está en constante transformación. Y de ahí la necesidad de cantar el mundo: de contenerlo, ordenarlo y desplegarlo. Paul Liffman nos ofrece una clave para pensar la idea misma de mundo como totalidad: el kiekari. Se trata de un concepto cuya densidad semántica designa una casa, una ranchería, un pueblo, el mundo. Se emplea también para designar el territorio, pero no en un sentido fijo o estático, sino como la territorialidad o la rancheridad que va de la mano con la práctica que lo mantiene. El kiekari lo es todo, me han dicho, lo que está arriba y abajo, la tierra por dentro, en sus entrañas. Este trabajo de traducción, este ir y venir entre nuestras categorías y las categorías huicholas, se ha nutrido del diálogo con las instituciones y las ONGs por la defensa del kiekari amenazado por todos los rumbos, desde abajo hasta arriba. Otro concepto: y-irameka. Lo que para nosotros son recursos naturales, para ellos significa “las esencias de la vida”. Indigenizando nuestras categorías poco a poco hemos creado un espacio de comunicación compartido, producto del diálogo. El lema de la defensa de Wirikuta ya nos es asequible: el derecho a lo sagrado, a lo inalienable. Wirikuta no se vende, se ama y se defiende.
Cartografiar un mundo inestable
Pensar el mundo en términos wixaritari no es un mero ejercicio imaginativo, sino que incita a reflexionar sobre las condiciones de reproducción de la vida. El conocimiento indígena no se despliega como mera cosmovisión, el mapa contenido en el corazón-memoria de los cantadores existe más allá de la mente: es el mundo en potencia. Las “esencias de la vida”, o recursos naturales, constituyen el trasfondo urgente de un diálogo conjunto porque las amenazas llegan por muchos frentes: en las costas y sus manglares, en sus ríos, en sus bosques, en el interior de los cerros. Si algo he aprendido en mis propias andanzas en tierra wixárika es que el conocimiento no es dogmático. Históricamente, la diplomacia y las alianzas coyunturales han sido siempre aprovechadas por los wixaritari y sus ancestros y han sido eficaces en muchos frentes encaminados hacia un mismo fin: la defensa de la territorialidad kiekari. Preocupados por el deterioro en ciertos enclaves de los caminos de peregrinaje, autoridades huicholes, en especial de Santa Catarina Cuexcomatitlán, buscaron su salvaguarda mediante consenso con autoridades municipales y ejidales de las zonas afectadas desde los años ochenta. En alianza con diversos sectores gubernamentales, la academia, organismos internacionales y con ONGs como Conservación Humana, que desde 1995 coordina estos esfuerzos, se ha cartografiado la ruta desde San Blas hasta Wirikuta, con más de 150 sitios sagrados agrupados en 19 polígonos que suman 647,834 hectáreas. Hasta ahora se ha logrado la creación de dos áreas protegidas en Zacatecas y San Luis Potosí, la inclusión de la ruta a la Lista Indicativa de la UNESCO, y se promueve su inclusión en la Convención del Patrimonio Mundial Cultural y Natural de la UNESCO con el fin de alcanzar su protección legal máxima. Además de atender las principales amenazas de degradación y afrontar su posible reversión, se propiciarían las condiciones para la reproducción de las esencias de la vida que son el mundo-templo en que vivimos.
Imagen de portada: Mola kuna, Panamá.