El tópico se repite: el mercado de drogas es ingente, superlativo; produce miles de millones de dólares en ganancias por el tráfico clandestino de sustancias a través de la frontera de México con Estados Unidos. Con esos descomunales recursos, las bandas de delincuentes han armado ejércitos poderosos con capacidad para controlar territorios completos, imponer su dominio por encima del Estado y enriquecer a unos capos que adquieren estaturas míticas e incluso llegan a ser considerados entre los hombres más ricos del mundo. En el imaginario colectivo, el narcotráfico es un negocio de proporciones inconmensurables que permite derramar recursos casi infinitos, corromper a policías y funcionarios y otorgarles vidas de lujo a sus cabecillas. De esa imagen compartida, el único aspecto que es incontrovertible es que se trata de un negocio, si no imposible, sí muy difícil de medir. Buena parte de los otros elementos de la narración común —las carretadas de dinero, las vidas de lujo, la compra de gobiernos enteros— tienden a la exageración, como exagerado ha sido el impacto social y sobre la salud del consumo de sustancias. Cuando se busca información documentada sobre las dimensiones reales del mercado de drogas, las cifras que se encuentran son poco consistentes y casi invariablemente contradictorias. Por lo general son estimaciones que no tienen sustento sólido y que muchas veces se establecen en función de los intereses burocráticos o políticos de quienes las formulan. La inexactitud es la característica predominante en la información disponible sobre el tamaño del mercado de drogas en el mundo. El manejo hiperbólico de la data suele tener fines políticos y burocráticos. Las agencias encargadas de perseguir el tráfico de drogas con frecuencia establecen estimaciones que las beneficien a la hora de las asignaciones presupuestales y exageran el tamaño del problema para justificar su existencia, mientras que a los políticos tradicionalmente les ha redituado agrandar la amenaza del mercado de drogas para justificar los fallos de sus políticas de seguridad: el Estado no puede garantizar con eficacia la seguridad pública porque los enemigos tienen mucho dinero, armamento y capacidad de reclutamiento. La lógica predominante en los gobiernos mexicanos al menos desde hace 15 años ha sido invertir en armamento, engrosar las fuerzas de seguridad y fraguar leyes que le den más libertad de actuación discrecional al Estado. En los hechos esto ha culminado en la militarización de la seguridad pública en vastas zonas del país.
Ya que es la Organización de las Naciones Unidas, a través de su Oficina para las Drogas y el Delito (UNODC) y de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, el organismo encargado de vigilar la aplicación del sistema internacional de control de drogas, sería de esperar que contara con un sistema de información acucioso. Sin embargo, los informes anuales de los dos organismos suelen alimentarse directamente con datos provistos por los propios países a los que se vigila. También entre los trabajos académicos elaborados a partir de información contrastada existen grandes diferencias, incluso cuando se construyen sobre una misma base (oferta o demanda). Son notables las diferencias de cálculo entre unos y otros, aunque, típicamente, los cálculos oficiales resultan mucho más altos que los realizados por los académicos. Los datos más recientes provienen de estimaciones del Departamento del Tesoro estadounidense: entre 2013 y 2017 las organizaciones especialistas en tráfico de drogas ilícitas habrían lavado hasta 3 billones 646 mil 500 millones de pesos (a razón de entre 6 mil millones y 39 mil millones de dólares anuales). Esta información incluye las ganancias obtenidas por los carteles del otro lado de la frontera, lo que no impacta directamente en la economía mexicana de las drogas, cuyos ingresos deben calcularse según el precio al mayoreo al cruzar la frontera. Gran parte de las ganancias se generan en el proceso de traslado hasta los mercados minoristas, donde las sustancias alcanzan su mayor precio.1 El problema de la opacidad de las cifras comienza con los cálculos sobre la producción de las drogas, pues existen diferentes formas de estimarla, aunque cada una de estas metodologías presenta grandes limitantes y desventajas. De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos la forma más adecuada de construir las estimaciones sobre producción de drogas debe basarse en datos policiales sobre incautaciones y en estimaciones de las tasas de incautación correspondientes. Para el consumo doméstico, las estimaciones del número de adictos y las cantidades promedio utilizadas parecen proporcionar los datos más fiables. Si el país no tiene exportaciones sustanciales de drogas, los datos sobre el suministro y el uso son completos y pueden ser comparados entre sí. En esta confrontación, los datos sobre las tasas de incautación deben considerarse especialmente débiles. La información adicional sobre estos índices, por ejemplo, la obtenida entrevistando a criminales convictos, puede mejorar las estimaciones. Un análisis de sensibilidad, que utilice diferentes suposiciones sobre las tasas de decomisos, puede resultar útil. Sin embargo, si el país también exporta drogas, ya sean nacionales o importadas, la situación se vuelve mucho más compleja. Por lo general, las exportaciones sólo pueden estimarse como un elemento residual, es decir, como el producto interno más las importaciones menos el consumo menos las incautaciones. Como consecuencia, la fiabilidad de las estimaciones depende de manera crítica de la calidad de las tasas de decomisos estimadas. Además, puede resultar muy difícil establecer la residencia de las personas que controlan el comercio internacional y, por consiguiente, establecer el país al que deben asignarse los márgenes comerciales y de transporte pertinentes. Así, incluso los métodos de cálculo de la producción más refinados presentan enormes márgenes de incertidumbre, porque ni siquiera se hacen explícitos los procesos con los cuales se obtienen las cifras, como es el caso de la mayoría de los informes proporcionados por el gobierno mexicano. Se trata, por lo demás, de información imposible de verificar. Un buen ejemplo de la falta de certeza sobre la realidad de la economía de las drogas es el de la producción y tráfico de derivados del opio. Desde al menos la década de 1940 México ha sido un productor de goma de opio destinada al mercado norteamericano. A partir de la década de 1970, el foco del combate al narcotráfico en México se puso en la erradicación del cultivo de amapola. Sin embargo, aunque con periodos de auge y contracción, la producción se ha mantenido. Sobre la siembra de amapola y la elaboración de heroína en México, en la actualidad abundan las notas periodísticas que describen un crecimiento desproporcionado y una concentración abrumadora de la siembra en Guerrero como resultado del estallido de la epidemia de consumo de opioides en Estados Unidos. El aumento de demanda se produjo por laboratorios farmacéuticos estadounidenses, que promovieron el uso indiscriminado de analgésicos opioides muy adictivos. En los últimos meses, esta situación cambió a consecuencia de la sustitución de la heroína mexicana por el fentanilo importado de Asia. Esta sustancia sintética mucho más potente que la heroína derivada de la goma de opio se ha convertido en el principal opioide traficado por los carteles mexicanos para satisfacer la demanda norteamericana,2 aunque según nuevas investigaciones periodísticas la caída se ha atemperado debido a la alarma social, generada por la alta mortalidad atribuida a sus sobredosis. De acuerdo con un exhaustivo reportaje de Gerardo Reyes y Peniley Ramírez publicado por Univisión,3 los consumidores norteamericanos están volviendo a demandar la heroína tradicional, más manejable que el fentanilo y más fácil de contrarrestar en caso de sobredosis con Naloxona, el antídoto usado para evitar la muerte por sobredosis de opioides. No es posible verificar nada de esto con los datos provenientes de fuentes oficiales, fundamentalmente los reportes de la UNODC, el Departamento de Estado de Estados Unidos y la DEA; los documentos que se basan en plantíos erradicados y las incautaciones frecuentemente se contradicen. Durante muchos años el gobierno mexicano no aceptó la información sobre plantaciones mexicanas de amapola, hasta que en 2016 se publicó un reporte basado en una metodología elaborada de común acuerdo entre México y la UNODC. Lo que parece incontrovertible es que los carteles mexicanos son los principales proveedores de opioides sintéticos y que el mercado oscila en función de la demanda norteamericana. La sustitución de la heroína por el fentanilo es un ejemplo de la manera en la que opera la prohibición sobre la producción y el tráfico de drogas, donde los esfuerzos por restringir la oferta a partir de la persecución y los decomisos llevan a la sustitución de las drogas tradicionales por otras potencialmente más peligrosas pero más fáciles de producir o de transportar.
Mientras que para producir heroína es necesario cultivar amapola, extraer la goma de la planta, secarla al sol o en hornos para transformarla en opio y después procesarla para obtener la heroína que finalmente se exportará, el fentanilo llega de Asia o es elaborado en México en laboratorios clandestinos con precursores chinos, y transportarlo es mucho más fácil “Además de no depender de cosechas ni recolectores y de no tener que pagar vigilantes de los sembradíos, el fentanilo ofrece otra ventaja significativa para los narcos: el ahorro en sobornos cuando se transporta en píldoras.”4 Las fluctuaciones en la demanda y el cambio tecnológico en el mercado de opioides han tenido gran impacto entre las comunidades de campesinos mexicanos productores de amapola. La producción alcanzó en 2016 un pico de 27 mil hectáreas sembradas, casi el doble de las 15, 484 reportadas por la UNODC en 2010 con datos del Departamento de Estado y que no fueron reconocidos por el gobierno mexicano: la Secretaría de la Defensa Nacional reportó ese año haber eliminado 15 mil 331 hectáreas. De ser ciertos los dos datos, el Ejército mexicano habría estado cerca de una eficiencia del cien por ciento y no habría cruzado la frontera toda la heroína que según la DEA inundó entonces las ciudades norteamericanas, pues según afirmaba la agencia entonces, la epidemia estalló por el aumento de la oferta de heroína traficada por los carteles mexicanos y no por los cambios en las normas de recetado de opioides farmacéuticos. Pero como en cualquier mercado, es la demanda la que crea la oferta, aunque después de un primer momento la relación entre una y otra se vuelva biunívoca. Las fluctuaciones en la producción mexicana de amapola desde la segunda Guerra Mundial han estado estrechamente relacionadas con las olas de demanda y remisión en Estados Unidos, siempre vinculadas con las guerras en las que los heridos eran tratados con morfina, hasta esta última epidemia, provocada por la oferta de analgésicos opioides sintéticos supuestamente poco adictivos que fueron difundidos por los laboratorios farmacéuticos y que resultaron ser igual de adictivos que sus antecesores (la heroína fue originalmente desarrollada por Bayer como una versión mejorada y no adictiva de la morfina). ¿De qué tamaño es en realidad el mercado de opioides mexicanos exportados a Estados Unidos? Como he dicho, no hay manera de saberlo a ciencia cierta. No hay estudios serios recientes sobre el valor de las exportaciones mexicanas de opioides en los últimos años, pero seguro éste ha crecido, aunque ya no sustentado principalmente en la heroína sino en el fentanilo. En la medida en la que el porcentaje del mercado mexicano de exportación de marihuana ha caído sustancialmente, mientras que la demanda de opioides se ha disparado, hoy la participación de éstos en las ganancias de los carteles mexicanos puede fácilmente haberse cuadruplicado, aunque siempre con base en cálculos especulativos. A pesar de lo incierto de los datos, la evidencia fragmentaria y especulativa lleva a dos conclusiones. La primera y contundente es que la estrategia de combate frontal a la producción de drogas no ha tenido efectos serios sobre los niveles de oferta debido sobre todo a que los precios de las sustancias al menudeo se han mantenido relativamente estables o han disminuido. La segunda es que tampoco se ha reducido la disponibilidad de las diferentes sustancias y, en el caso de los opioides, la persecución de la oferta ha llevado a cambios tecnológicos para aumentar la productividad de los laboratorios clandestinos y las ganancias de los carteles, no a su disminución. Entre más evidencia se acumula, más claro queda que la estrategia de prohibición de las drogas ha sido un fracaso absoluto. Un siglo de prohibición en México no ha dejado otra cosa que decenas de miles de muertos por la guerra contra las drogas, mientras que las organizaciones especializadas en el mercado clandestino resurgen después de cada golpe que se les asesta y los usuarios problemáticos de sustancias viven la extorsión y el encarcelamiento, sin acceso a tratamientos adecuados o a estrategias de reducción de daño que aborden sus consumos desde una perspectiva basada en la evidencia científica. Decomisos y descabezamientos van y vienen, mientras el mercado de las drogas goza de cabal salud. Ya es tiempo de buscar otra vía para abordar el problema.
Este texto es una versión muy resumida y actualizada de mi capítulo “La dimensión desconocida de la producción de drogas en México”, en Laura H. Atuesta y Alejandro Madrazo Lajous (eds.), Las violencias. En busca de la política pública detrás de la guerra contra las drogas, CIDE, México, 2019.