Vinieron por la tarde, aporrearon la puerta. Elena Samoilă tembló y se llevó la mano al vientre. Unos días antes había notado por primera vez que se había movido.
Eran de piedra. Miraban alrededor. A Elena, no. Uno levantó el mantel de la mesa. Otro se puso a girar el jarrón entre las manos. Tocaban los objetos solo para que ella supiera que podían hacer lo que les viniera en gana.
En el patio el perro ladraba como loco. La madre no estaba en casa. El marido todavía no había vuelto del trabajo. El gato dormía en el alféizar, al otro lado de la ventana.
Finalmente, el hombre alto de pelo negro y cejas negras le dijo a Elena que debía acompañarlos a la comisaría para hacer una declaración.
—Todo irá bien —añadió por si ella todavía no había empezado a tener miedo.
El sol se teñía de rojo, los objetos perdían sus contornos, los colores se difuminaban. Septiembre era excepcionalmente sofocante aquel año. Ni siquiera refrescaba al caer la noche. Pese a todo, Elena se puso una gabardina sobre el vestido de verano.
Salió con ellos a la calle. Echó una mirada a los montes Făgăraș, que se extendían alrededor, más oscuros en la lejanía, más poderosos que el ser humano. Se dio cuenta de que llevaba sandalias en los pies. Calzado para el verano, el buen tiempo y la alegría, no para el frío y el miedo. Quiso volver a casa a buscar zapatos de otoño, pero el policía, el alto, dijo:
—No.
Subió con ellos al coche. Tuvo la impresión de que todo a su alrededor se petrificaba. Como si mirase una postal de un lugar remoto en medio de las montañas, donde había una casa, un camino trillado, una hilera de tilos y bajo el azul cristalino del cielo volara un pájaro. De las estacas de la valla colgaban la pequeña alfombra multicolor que había lavado aquella mañana y un mantel con flores púrpura y rojas que no hacía mucho había acabado de bordar.
El perro ladraba y se agitaba en su cadena hasta que finalmente enmudeció y se quedó quieto. Intentó reunir fuerzas pero solo consiguió aullar. El aullido llenó el vacío y se elevó a lo alto, hacia las montañas.
Por aquel entonces en Rumanía ya soplaba un fuerte viento procedente de Rusia.
Durante toda la Segunda Guerra Mundial, el general Ion Antonescu confió en que, gracias a la alianza con Hitler, conservaría Transilvania y recuperaría Besarabia. El precio a cambio de la buena disposición de Alemania fueron grandes suministros de petróleo y las vidas de doscientos cincuenta mil judíos deportados a la muerte en Transnistria. En 1944, cuando el rey Miguel II rompió la alianza con Alemania y lanzó al país a los brazos de la Unión Soviética, el Partido Comunista contaba con apenas mil afiliados, en su mayoría de origen extranjero. Los rumanos, que no hacía mucho formaban las filas de la Guardia de Hierro y cantaban himnos a la grandeza de su nación, no podían resignarse a la idea de que Rumanía se había convertido en un tablero en el que Stalin era quien movía todas las fichas.
En 1952 Elena recibió de Salzburgo una breve nota de su hermano. Decía: “Ya no veo futuro”. La hermana lo comprendió. Sintió alivio. Por la noche se puso a cantar mientras bordaba flores con hilos púrpuras y rojos. Sus movimientos eran calmos y seguros. Su voz, baja y monótona. Elena solía sentarse ante la mesa y disponía las cosas: aguja, hilos, dedal, caja de costura, tijeras… Los objetos eran lo que eran. Solo cuando faltaron se convirtieron en otra cosa.
Elena quería mucho a su hermano. Todos los miembros de la familia lo querían, y la que más, la madre, para quien era el hijo más amado, más bello, más sabio: el mejor hijo del mundo. Ion el triunfador. Se las apañaba bien en la vida. Viajaba al extranjero. Estudiaba. Mandaba postales, por ejemplo, una con la capilla de Salzburgo en la que en 1918 se interpretó por primera vez el villancico “Noche de paz”.
“La tengo a cien metros de casa”, escribió al dorso. Cuando eran pequeños, pedía a menudo que su hermana le cantara.
Elena colocó la postal en un estante de la vitrina, detrás de un cristal. A veces, cuando venían amigos íntimos, se la mostraba a sus invitados.
En cierta ocasión, estando en el trabajo, una compañera le dijo que en la entrada de la oficina la esperaba un señor elegante que le pedía que bajara. Elena bajó corriendo pensando que su novio quería darle una sorpresa. Pero en la barandilla de la entrada estaba apoyado un desconocido.
—¿De qué me conoce usted? —preguntó.
—No importa —contestó. Y le entregó un sobre. Dentro estaba la postal de su hermano, la misma que debía estar en el estante tras el cristal.
—Tenga cuidado con a quién deja entrar en casa —añadió el hombre. Y desapareció.
Elena tenía la impresión de que la postal la quemaba. Al volver a casa, la devolvió al estante acristalado. La capilla, blanca y pulcra, miraba a Elena con su redonda ventana en forma de pupila. Ningún objeto de la habitación le quitaba ojo. ¿Quién habría robado la postal? ¿Por qué la delató? ¿Qué recibió a cambio?
Elena escondió la postal en el fondo de un cajón.
Solo ella sabía a qué se dedicaba su hermano en Austria.
Los hombres que intentan combatir el comunismo o no quieren aceptar la colectivización forzosa huyen a las montañas y forman destacamentos de partisanos. El hermano de Elena contacta con uno de ellos. Finalmente, junto con un grupo de estudiantes, huye a París, donde servicios de inteligencia estadounidenses lo forman como espía. Después lo trasladan a Salzburgo. Está a la espera.
Pero no tarda en comprender hasta qué punto ha cambiado Rumanía. El comunismo le ofrece una oportunidad a los que antes no tenían ninguna. Los campesinos abandonan en masa las aldeas y se trasladan a las ciudades para convertirse en obreros. A lo largo y ancho del país tiene lugar una industrialización forzosa y una colectivización voraz, la gente lo pierde todo de un día para otro.
En 1947 el Partido Comunista cuenta ya con setecientos mil afiliados. Las élites de entreguerras dan con sus huesos en la cárcel. Muchos no saldrán nunca. Los no convencidos cambian de opinión a un ritmo trepidante. Ahora ven un futuro luminoso para Rumanía, con los colores del arcoíris. Si alguien no es capaz de ver las virtudes del nuevo sistema, no faltarán quienes de buena gana le ayuden a abrir los ojos sirviéndose de una porra y una barra de hierro.
La noche era silenciosa y negra.
Eran seis en el helicóptero. No hablaban. Ion no tenía salida. Ya no podía echarse atrás. Lo intentó. No le dejaron.
Escondió en los bolsillos los documentos falsos, el dinero, la pistola, la munición y el veneno.
Saltaron en paracaídas uno tras otro. Cayeron como gotas de grafito en un mar de tinta. Debían pasar la noche en las montañas intentando transmitir al centro de mando una noticia cifrada. Las radios resultaron estar estropeadas. Alguien los había delatado.
Se dispersaron. Ion echó a andar en medio de la oscuridad en dirección a casa. Una persona de confianza le comunicó a Elena que su hermano había vuelto. Ella recogió todo lo que tenía, comida y ropa, y se internó en el bosque en plena noche. Se lanzó a sus brazos. Volvió a casa alerta como un animal, pendiente de no dejar rastro. Pendiente de que nadie se enterara, ni siquiera su madre.
Dios podía comprenderlo, pero la autoridad no.
No tardaron en cazarlos. Ion cayó en la trampa cuando por una sola vez abandonó su escondite en Brașov para salir a la calle.
Detuvieron a toda la familia. No importaba si lo conocían o no, si alguna vez lo habían visto. No tenía ninguna importancia. Los policías llamaban a la puerta de tías, primos, el tío. Pero primero fueron a buscar a Elena. Dijeron que todo iría bien.
Ion fue condenado a muerte.
Elena, a diez años por traición al Estado.
La madre de Ion, por haber parido a un espía, a dieciséis.
El marido de Elena, por ser cuñado de un espía, a cinco. Poco, porque jamás había conocido al hermano de su mujer, pero de todos modos la justicia tenía otros planes para él.
En la cárcel, el marido de Elena reconoció en un guardia a un compañero de colegio. Se quedaron plantados frente a frente. Antes de que al compañero le diera tiempo de decir nada, el marido de Elena le arreó un puñetazo en plena cara. Y otro, y otro, le pegó por toda su vida echada a perder.
—¿Qué te crees, que soy un delator? —gritó.
Mientras, el compañero se limitaba a protegerse la cabeza. Ni siquiera le dio tiempo de decirle que quería ayudarle. Y que lo entendía, que vivían en una época sarnosa en la que todo el mundo era víctima, incluso el verdugo. El compañero se limpió la sangre del rostro, se pasó la lengua por los dientes y se marchó. No quería presentar una queja, pero otros guardias adivinaron quién le había machacado la cara y denunciaron al marido de Elena. Le cayeron otros cinco años. Y se convirtió en un héroe entre los presos.
No había nada que Rumanía necesitara tanto como a los héroes, siguiendo la consigna “cualquier obrero puede ser un héroe”. Junto con miles de presos políticos, el marido de Elena fue trasladado a la construcción del canal Danubio-Mar Negro, El Dorado glosado por la propaganda comunista al que acudían voluntarios de todo el país. No tardó en hacerse evidente que el terreno de la obra era un gran mortuorio, el más duro de los campos de trabajo exterminador. La gente trabajaba de sol a sol a la intemperie, bajo un calor asfixiante y un frío gélido, usando tan solo picos y palas. La obra se convirtió en “el cementerio de la burguesía rumana”. Una gran tumba de las élites de entreguerras: políticos, sacerdotes, científicos, partidarios de la democracia y de la Guardia de Hierro, campesinos que se oponían a la colectivización o que no se oponían a nada pero eran ricos. En algunos tramos morían entre veinte y treinta personas al día. Morían de hambre y de extenuación, de pulmonía o accidente. Al caer la noche, los cuerpos eran transportados con los mismos vehículos con los que por la mañana se traía el pan. ¿Cuántos trabajaron allí? Quizá cien mil. Quizá un millón. ¿Cuántas víctimas hubo? Quizá veinte mil. Quizá doscientas mil.
La gente estaba demasiado apegada a la vida para hablar de ello y, de todos modos, Elena no podía saberlo. Como presa política, no tenía derecho a visitas ni a paquetes ni a cartas, tan solo tenía derecho a sueños llenos de muerte. Primero fue a parar a la cárcel de Mediaş, después la trasladaron a Sighişoara y finalmente a Sibyn. En doce metros cuadrados se apiñaban cuarenta mujeres: ladronas y prostitutas en uniformes a rayas, y ella con una gabardina y sandalias. Vio cómo las mujeres se golpeaban con todas sus fuerzas para darse los buenos días. Cómo, protegiéndose la cabeza, se hacían un ovillo en el suelo de tablones, o cómo, metidas con calzador, dormían apretujadas en camastros de madera. Cómo se despiojaban unas a otras, se sacudían las chinches de la ropa, pateaban el suelo con todas sus fuerzas para ahuyentar a las ratas. Cómo permanecían pegadas a unas paredes frías y húmedas porque no podían dar un paso, solo podían estar de pie o en cuclillas. Tenían los ojos vacíos como un abismo. Manos flacas que temblaban como las ramas de los árboles sacudidas por el viento. No tardó en volverse igual que ellas.
A veces, para recordarse a sí misma que todavía era una persona, empezaba a cantar. El canto, por un momento, le permitía olvidar el tiempo y el hambre que se hinchaba en el estómago y se extendía como una telaraña.
Las noches eran silenciosas pero de día fluían sonidos a través de la garganta vacía de Elena.
—Vaya, la loca vuelve a cantar —decían las vigilantes.
Algunas mujeres de la celda se mofaban entre risas. Otras escuchaban hechizadas igual que Ion muchos años atrás.
En uno de los inviernos, el segundo, o tal vez el tercero, junto con dos compañeras de celda, Elena se puso a cantar un villancico. Enseguida se les unieron otras. Al cabo de un instante, cantaba ya todo el pabellón femenino. El canto era tan poderoso que llegó a los oídos de los hombres del otro lado de la prisión. Ellos también se unieron, y el villancico recorrió las galerías y se agigantó por momentos multiplicado por el eco. Enseguida vinieron corriendo los guardias, rojos de rabia y de ira.
La celda de aislamiento no era castigo para un delito tan grave. A Elena y a las otras dos mujeres las arrojaron a la intemperie. Estuvieron de pie en la nieve durante veinticuatro horas. Elena, en su gabardina de septiembre y sandalias; sus compañeras, con un uniforme a rayas.
La noche fue larga y silenciosa.
Por aquel entonces aún no sabía que su prima Anuca —quien también había dado con sus huesos en la cárcel pese a llevar años sin mantener contacto con Ion— había muerto de pulmonía en su celda.
El primer otoño de Elena en prisión, cálido y tierno, dio paso a un crudísimo invierno. La gente excavaba túneles en las montañas de nieve porque, si no, era imposible caminar. Elena era consciente de que hacía mucho frío, pero solo muchos años más tarde se enteraría de que había parido durante el invierno del siglo. Mientras su vientre se hinchaba, sus brazos y piernas se iban secando. Con un embarazo avanzado, recaló en la cárcel de Văcăreşti, un barrio de Bucarest donde había un pabellón de maternidad. Una semana antes de la fecha prevista para el parto se declaró un incendio. Presas del pánico, los guardias abrieron las celdas, y las mujeres salvaban la vida saltando por las ventanas. Elena también saltó, de un primer piso, directo a un montón de nieve. Después, en sandalias y gabardina, plantada en la nieve, observó las llamas que iluminaban la oscura noche. Petrificada, permaneció inmóvil hasta que alguien la sacó de allí, rígida, muda, inerte como una muñeca.
Después fue a parar a un paritorio, es decir, a una estancia pequeña y fría en la que solo había una cama. De vez en cuando, en la minúscula ventana de la puerta aparecían unos ojos. Le dijeron que alguien acudiría enseguida, pero pasaban las horas y no acudía nadie. Para no volverse loca, entre las sucesivas contracciones, arañaba el hielo de las paredes con un atizador.
Ileana, la hija de Elena, que nació aquella noche del 10 de febrero de 1954, me dijo que precisamente ese gesto de arañar el hielo entrañaba toda la fuerza de su madre. En ese acto desesperante y desesperado que permitía ocupar la mente y las manos y hallar esperanza en la desesperanza.
Después la resquebrajaron las últimas contracciones. Elena se puso a gritar y gritó tanto rato que finalmente acudió la comadrona de la cárcel y asistió el parto. A Elena no le dio tiempo de contar los dedos de su hija. No le dio tiempo de ver el color de sus ojos. Ni siquiera supo si había nacido sana. Solo oyó el llanto del bebé y fue feliz de saber que su retoño estaba vivo.
Le devolvieron a la cría pasados seis meses. Al cabo de un par de meses se la volvieron a quitar. Fue la peor y más sofisticada de las torturas. De tanto en tanto aparecían unos hombres con una pila de documentos instándola a entregar a su hija en adopción. Pero Elena sabía que si lo hacía nunca más la volvería a recuperar. Los niños adoptados desaparecían, el único rastro que dejaban era un certificado de defunción falsificado. Elena tenía suerte porque su hija podía recalar en casa de su tío, uno de los pocos miembros de la familia que no había sido detenido porque estaba afiliado al Partido. En todos los años pasados en la cárcel no recibió ninguna noticia de su hija. Solo podía abrigar la esperanza de que estuviera allí donde debería estar, en la otra punta de Rumanía, en Oradea, una pequeña ciudad cerca de la frontera con Hungría, donde por aquel entonces intentaban sacudirse el yugo comunista y no tardarían en sufrir una derrota.
Pregunté a Ileana cómo fue posible que su madre sobreviviera.
Ileana Budimir esbozó una sonrisa. Es una hermosa mujer mayor de rostro suave y gruesos labios acentuados por el carmín. Exhala paz y delicadeza.
—Mamá nunca habló mal de nadie —respondió—. Ni de su hermano ni de las personas que la torturaron en la cárcel. No había en ella ningún deseo de venganza. Solo alguna vez mencionó que compadecía a los guardias por haber tenido que maltratar a inocentes. Algunos seguramente lo sabían, pero no tenían elección.
“Todos estábamos igual de indefensos ante el sistema”, solía decir Elena.
En cierta ocasión fue a parar a la celda de aislamiento, porque las presas habían denunciado que tenía un lápiz que usaba para garabatear cosas.
A la celda de aislamiento la llamaban la Negra, porque en ella reinaba la oscuridad total. Solo se podía estar de pie y las raciones de comida se reducían a la mitad. La celda estaba insonorizada, ningún sonido traspasaba sus paredes. Frío, negrura y silencio, dolor y hambre. Erguida como una estaca, Elena cantaba.
En cierta ocasión, una vigilante abrió la estrecha ventana de la puerta y arrojó algo dentro de la celda.
—Toma —susurró. La ventana se apagó.
Elena palpó la oscuridad hasta que su mano dio con una manzana mordisqueada. Fue la única vez en aquellos cinco años que tuvo algo dulce en la boca. Aquel trozo de manzana, solía recordar, fue un acto de misericordia.
Desde la cárcel no paraba de escribir solicitudes de amnistía, para ella misma y para otras, de sus rodillas no cesaban de fluir torrentes de papel. Las mujeres le suplicaban ayuda, porque la mayoría iba a la cárcel sin sentencia pero condenadas a diez o doce años. ¿Por qué? Por nada. Eso también era un motivo. Alguien denunciaba que esta o aquella tenía algo, otro alguien irrumpía para encontrar ese algo, levantaba el suelo, destrozaba las paredes a martillazos y nada: cinco años por no haber encontrado nada.
A Elena acudían mujeres mayores: me han metido en la cárcel porque en tiempos tuve un abrigo de invierno y un anillo de oro, suplica clemencia para mí. Elena observaba sus ajados rostros y veía a su propia madre, en algún lugar remoto, en otra cárcel. Una madre menuda, bajita, seguramente blanca ya como la nieve, frágil como una nube deshilachada. Una madre que no se estaba quieta un momento, que nunca podía parar porque tenía cuatro hijos y su marido se había ido a Francia para aprender cómo cultivar las tierras de montaña y había muerto nada más al regresar. Si una viuda joven con cuatro hijos se hubiera sentado un rato, el mundo habría desaparecido bajo sus pies y las obligaciones la habrían aplastado como un alud.
Así que Elena pedía amnistía en nombre de otras mujeres. Algunas, al despedirse más tarde de ella, la besaban en las mejillas, la frente y las manos, pero ninguna era su madre. Después, cuando en la época de Gheorghiu-Dej se anunció la gran amnistía y en 1958 Elena abandonó la cárcel tras cinco años de encierro, inmediatamente se puso de nuevo a escribir. La primera súplica, que la autoridad le devolviera a su madre; la segunda, que le devolviera al marido. Las pilas de papel se convertían en montañas calladas.
La madre de Elena salió de la cárcel con ocasión de la siguiente gran amnistía, tras ocho años de encierro.
El marido de Elena, tras diez. Todo en él era diferente: cara, manos, ojos y palabras, llenas de agresividad. Lo desbordaban la ira y la pena por una juventud echada a perder. Compartían muchos reproches y pocos recuerdos. No tardaron en comprender que no tenían nada que salvar.
No se sabe cuándo ni dónde ejecutaron a Ion. Aún en 1955, Elena encontró en la pared de las duchas de la cárcel una firma que parecía hecha por su hermano. La borró y firmó en el mismo lugar. Cuando volvió a las duchas, en lugar de su firma se veía la letra de Ion. Eso le dio esperanza, porque había oído el rumor de que su hermano había sido ejecutado en 1954.
Después alguien le dijo que lo había visto por la calle. Después otro alguien le susurró que Ion había sido deportado a la Unión Soviética. Después un tercer alguien le dijo que —lo sabía a ciencia cierta— Ion había muerto. Y después murió la esperanza.
Hoy ya se sabe: Ion fue asesinado la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre de 1953 en la cárcel de Jilava junto con los otros cinco paracaidistas.
Ileana, la hija de Elena, nunca olvidará la visión de una figura escuálida y cansada que un buen día simplemente entró en el patio, se le acercó, se inclinó y preguntó:
—¿Cómo te llamas?
Cuando Ileana contestó, la mujer esbozó una sonrisa.
—Es a ti a quien busco.
Entonces Ileana comprendió. Se aferró a ella con todo su cuerpo y se prometió que nunca la soltaría. A los pocos días oyó por primera vez lo precioso que era el canto de su madre.
Fragmento del libro Bucarest: Polvo y sangre (2019) publicado por La Caja Books y reproducido con permiso de la editorial.
Imagen de portada: Vasily Kuptsov, Maxim Gorky ANT-20, 1934. Museo Ruso de San Petersburgo