“Allá arriba están los aviones, pero nosotros estamos aquí abajo”, dice un hombre entre el ruido de explosiones mientras riega las plantas de un jardín imposible. Es un jardín en tiempos de guerra, el último espacio de resistencia entre las ruinas de una ciudad que alguna vez albergó a Gilgamesh mientras soñaba su epopeya. Beirut, el centro del gran imperio, el París del Medio Oriente, con sus espacios para los negocios y los placeres, el escenario en alguna película de James Bond —aunque ninguna se filmara ahí—. Para 1976, esa ciudad pertenecía al recuerdo; “la crueldad había demolido su alma”, dice la artista libanesa Etel Adnan en Beyrouth, jamais plus (Beirut, nunca más, 1976), la primera parte de Trilogía de Beirut, la ciudad natal de su directora, Jocelyne Saab. Los hoteles se habían convertido en barricadas y el Gran Teatro, construido en la década de 1920 y que alojó la primera sala de cine en la región, era ya una fábrica de armas.
La trilogía constituye el corazón de la filmografía de Saab, quien grabó entre 1976 y 1983 la guerra civil en Líbano y la invasión israelí, y con ello la destrucción paulatina de un territorio. A Beyrouth, jamais plus le siguen Lettre de Beyrouth (Carta desde Beirut, 1978) y Beyrouth, ma ville (Beirut, mi ciudad, 1982) que registran una suerte de geografía de emergencia, en donde abundan las casas improvisadas para refugiados en su propio país. Un modo de vida en medio de la guerra, una ciudad imposible. Como respuesta a este urbanismo bélico, el cine de Saab es una síntesis entre lo que obedece a una acción inmediata —como la recopilación de distintos testimonios— y una planeación en el montaje. Entre el registro y la reflexión a propósito de lo filmado, Saab construye un ensayo fílmico; la “forma que piensa” como la llamó Jean-Luc Godard y que, siguiendo la tradición francesa, como el cine de Chris Marker, es un modelo profundamente poético y político. Ahí están las imágenes de miles de soles sobre vidrios rotos en las calles donde los niños juegan futbol y simulan la guerra, o las palabras de Etel Adnan y Roger Assaf, escritores de la trilogía: “gente de Beirut, ustedes estaban cubiertos de números, obstaculizados por armas malditas. Tenemos mañanas sin recuerdos”.
El cine de Saab recuerda a la poesía de la cineasta iraní Forough Farrokhzad, que escribió sobre la vida que se impone, pese a todo. En uno de sus poemas más famosos, “Saludaré al sol una vez más”, conjura su esperanza en la repetición de un verbo: “vendré, vendré, vendré”. La vida que continúa entre las ruinas posee una belleza frágil que se resiste a ser arrancada. Sin embargo, Beirut, en el cine de Saab, no vive de glorias pasadas: no hay lugar para la nostalgia frente al milagro de estar vivo. Quizá por eso filma a menudo a los niños; ellos guardan la memoria de esa ciudad que no existe más.
En Lettre de Beyrouth, Saab escribe desde un café “casi inmaterial”, como ella lo llama; entre tanta destrucción hay lugares que parecen un espejismo. Es la primera vez que la vemos en escena, acaso un modo de hacer evidente “la fuerza de su mirada”, como dice en una entrevista de 1999. Dicha fuerza también la hizo consciente de la fuerza de la imagen. La unión de ambas parece ser el resultado de su labor periodística. Saab registró las luchas de liberación de Medio Oriente y el Norte de África, y fue una de las pocas periodistas que acompañó a Yasir Arafat en su exilio a Grecia en Le Bateau de l’exil (El barco del exilio, 1982). La cineasta se desplaza por su ciudad como si estuviera reconociendo antiguos lugares, cruza distintos controles de seguridad, observa y entrevista a varios militares, los conquistadores que “barrieron a los habitantes del paisaje”.
A partir del registro en primera persona, la trilogía parece por momentos un diario de viaje, una bitácora de lo extraordinario en los días de guerra, donde la fe, la locura y el milagro se encuentran. “Dado que ya nada es verdadero, todo es posible”, escuchamos en Lettre de Beyrouth. El trayecto que va de un extremo a otro parece evocar otros recorridos: “creo que soy una persona muy física”, dice Saab en la entrevista citada, “viajando a distintos países árabes o a Asia, descubrí que me sentía cómoda en este continente y que era una extensión natural de esta tierra”. La presencia de la cineasta da cuenta de una vivencia en la que, en el contacto con el territorio, actúa como mediadora entre lo filmado y su reflexión durante el montaje. De ahí que su cine sea tan personal, al mismo tiempo que recoge aquello que descubre a su paso, como en una especie de caja de memoria. Saab a menudo recupera material de archivo para establecer una conexión entre el pasado y el presente, como las imágenes del éxodo de un pueblo que sigue resistiendo la ocupación de su territorio.
Imágenes a pesar de la guerra, con su olvido obligado y su silenciamiento. Porque ¿qué pueden recordar los muertos? Solo quedamos nosotros para preservar su memoria. De ahí la importancia de los testimonios, de ahí la importancia de las propias imágenes. En la secuencia inicial de Beyrouth, ma ville, entre las ruinas de lo que alguna vez fue la casa de su infancia, Saab, de nuevo en escena, dice: “No es tan grave porque son paredes, nosotros logramos salir vivos”. Sin embargo, una parte de la memoria parece perderse y, con ella, se pierde la identidad. Quizá, para no olvidar por completo, es necesario filmar. Filmar como una forma de vindicar la existencia: “Lo importante es sobrevivir, vivir”, afirma la directora. Al permanecer vivo tras cualquier guerra se abre la promesa de lo venidero, un nuevo saludo al sol.
Imagen de portada: Fotograma de Beirut nunca más (1976), dirigida por Jocelyn Saab