Al principio de esta historia hay una luz, aunque no es celestial ni tampoco es aquella que el progreso nos promete.
“No estoy seguro”, le respondo al doctor, cuando retira el parche de mi ojo izquierdo y me pregunta: “¿Consigues hacerlo?”.
Aquella era una luz modesta, una lamparita en realidad, de unos treinta centímetros de alto, una pantalla del tamaño de un frasco de mermelada y un cable de metro y medio, en cuya clavija fue necesario colocar un adaptador.
“Creo que es”, le lanzo al doctor, que de pronto me parece salido del siglo XIX, en cuanto él insiste, parado junto a la cama en la que estoy desde hace no sé cuánto tiempo: “No puede ser… ya tendrías que poder enfocar”.
Aunque no era fácil adivinar que algo tan común como esa lamparita generaría un daño así de grande, tampoco era imposible. Se lo advertí a mi pareja, de hecho, a los pocos días de que la colocara en mi buró, es decir, en cuanto fui consciente de que mis sueños se habían trastornado.
“Adentro todo se ve bien”, asevera el doctor antes de retirar la pluma en cuya punta hay una luz —¿o es una luz en cuya punta hay una pluma?—. “No se ve daño alguno”, añade apoyando una mano en mi cama y tirando al suelo el libro que traje conmigo. “Los ojos son lo más importante que existe, algo así como un barómetro”.
Mi pareja pensó que estaba de broma cuando intenté explicarle qué quería decir con eso de que mis sueños se habían trastornado. “No lo sé bien, pues no logro recordarlos con claridad, pero sí sé que de pronto yo ya no soy yo, quiero decir, que sé que soy yo, aunque no soy esta persona, que soy alguien o algo más, sobre todo algo más”.
“No debería estar leyendo sobre esto”, me recrimina el doctor, lanzando a la cama el libro en cuyas páginas recién leyó aquella sentencia y señalándome después, como si ese “esto” de su frase fuera yo. “No es un libro médico”, le explico, sonriendo: “es una novela, fue casualidad que leyeras justo esa parte, lo sabrías si hubieras continuado”.
Poco después del de los sueños, apareció el segundo síntoma del influjo de la lámpara: “no solo me cuesta quedarme dormido, eso podría ser pura neurosis, lo admito”, le expliqué a mi pareja, en vano, pues tampoco fue suficiente para que me creyera: “me cuesta abrir los ojos, despertar no, pues sé que estoy despierto, pero sí abrir los ojos”.
“Descubren al que tiene el corazón endurecido, que por cualquier insignificancia es capaz de plantarle a uno la punta de su zapato en las costillas, y al que le teme a todo el mundo: a esta clase de lacayos, resulta un verdadero placer morderles la pantorrilla”, recito de memoria, antes de decirle al doctor: “esto sigue tras eso otro que leíste”.
Durante los días siguientes, con mi pareja cerrada en banda, decidí no sacar de nuevo el tema, a pesar de que los síntomas asociados a la llegada de la lámpara seguían apareciendo: el último era aquel que me impedía ver con los dos ojos abiertos, quiero decir, enfocar, pues solo conseguía hacer eso cuando cerraba uno de los párpados.
“Tendremos que esperar un poco más, pero debe entender que tiene que ayudar, que el paciente debe poner todo de su parte”, asevera el doctor, ignorando lo que acabo de leer, colocando el parche otra vez sobre mi ojo, mirando a mi pareja de un modo que a ella parece gustarle y procediendo, tras echarse gel en las manos, a revisar los puntos de mi cráneo.
“En serio no está bien, la lámpara esta”, estallé con mi pareja, la madrugada en la que me despertó un intenso dolor de cabeza. “Eres tú quien no está bien… duérmete y déjame dormir”, me respondió ella, girando el cuerpo hacia la oscuridad. “¿Dónde la compraste?”, pregunté entonces. “No puede ser que todo el tiempo estés pensando lo peor… a ver quién vuelve a hacerte un regalo”.
“Igual, lo importante es que acá no quede rastro”, asegura el doctor que, más que alguien sacado del siglo del XIX, parece de comienzos del XX, antes de decirle a la enfermera a qué hora debe pincharme de nuevo. “De pronto, cuando tocó ahí, creo que volví a sentir el dolor ese”, asevero, pero él, la enfermera y mi pareja ríen. “No le daré más morfina”, se burla el doctor: “mejor póngase a leer”.
Eso, exactamente, hice después de aquella madrugada, quiero decir, tras discutir con mi pareja, cuando ella se quedó dormida y yo me fui a la sala: leer este libro que tengo aquí y en el que entonces leí: “Ahora se conoce la función de la hipófisis: es la que determina la fisonomía humana. Se puede decir que sus hormonas desempeñan un papel preeminente en el organismo: son las hormonas de la fisonomía externa”.
“Dime ¿dónde la compraste?”, le reclamé a mi pareja durante el desayuno, aunque entonces yo ya tenía claro el origen de aquella lamparita. No había pegado el ojo en toda la noche y quería que ella lo dijera, que confesara que la había pedido en línea y que no sabía, por lo tanto, cuál era la historia de ese objeto en cuya caja —recordé durante mi desvelo—, reconocí, el día que la entregaron, las letras del alfabeto cirílico.
“Filip Filipovich reconoció su error: el reemplazo de la hipófisis no provoca el rejuvenecimiento sino una hominización completa”, leo en voz alta, obedeciendo al doctor, mientras este y la enfermera se despiden de mí y mi pareja los sigue hasta la puerta. Desde ahí, sin apenas verme, ella dice que está muerta de hambre, que bajará a comer algo, que intente hacer eso, que coma, aunque sea, la gelatina y la fruta.
“El noventa por ciento de las antigüedades soviéticas que se comercian hoy en el mundo provienen del norte de Ucrania o del sur de Bielorrusia”, le leí en voz alta a mi pareja, mientras ella lavaba los platos. “Y ocho de cada diez”, continué leyendo en la pantalla de mi teléfono: “tienen su origen en Prípiat o su entorno”. “¿Qué me estás diciendo?”. “Me imagino que en Chernóbil no había una lamparita para ti, ¿eh?”.
Cuando estoy solo, estiro el brazo y jalo el mueble sobre el que yace la bandeja con mis alimentos. Debajo del plato de fruta dejaron una de esas revistas que los médicos aman. Al abrirla, tras ver las fotografías de una ola y un montículo resplandecientes, encuentro un artículo sobre Alexis Carrel, famoso médico del siglo XIX. En la boca, la fruta me sabe a luz y sonrío recordando aquello otro que le dije a mi pareja.
A pesar de que habíamos hecho las paces, aquella tarde volvimos a discutir. Y es que, aunque me había comprometido a no hablar más del tema, noté un extraño sabor en la boca y, ante el espejo del baño, vi que mi lengua brillaba. “Siempre quisiste que fuera alguien más”, dije y volvimos a estallar. Luego, cuando nos fuimos a acostar, ya no era dueño de mí: escuchaba un zumbido terco y el mareo me había alcanzado.
Estoy seguro de que este Carrel fue maestro de Serge Vóronov, me digo recargando la nuca en la almohada, pensando en las luminiscencias de mi lengua y de las olas y, tragando un último bocado de fruta, sonrío: quién iba a decirles a los vegetarianos que lo suyo era eugenésico, consecuencia de un experimento, añado para mí, intentando hacer cuentas, pero las cuentas no me salen. Es como si no conociera los números.
Luego de aquella otra noche, los días fueron imposibles: mi pareja estaba furiosa, aunque la palabra que ella usaba era decepcionada, mientras que yo me sentía cada vez más asustado: tras los mareos, habían llegado las náuseas. Y, para colmo, me resultaba imposible no revisar el resto de regalos que mi pareja me había hecho: el perchero japonés que me dio en mi cumpleaños, por ejemplo, era de Fukushima.
Tratando de olvidar que las cuentas me resultan ajenas y que no puedo, por lo tanto, calcular el número de vegetarianos cuya elección podría ser consecuencia de los experimentos de Vóronov, me conformo con pensar esto: el médico francés de origen ruso, tras perfeccionar la técnica de trasplante que aún seguimos usando, se obsesionó con el trasplante de testículos.
Al final, llegaron los hormigueos: primero, en las puntas de las manos, luego, en las de los pies. Extrañamente, aquella sensación de adormecimiento se extendió antes por mis piernas que por mis brazos, aunque nunca pasó de las rodillas o los codos. Los dolores de cabeza, entonces, eran intolerables, incluso para alguien como yo, que sufre migrañas en racimo.
Aunque empezó inyectando hormonas de crecimiento de cobayas y siguió trasplantando tiroides de chimpancés, Vóronov se convenció de que debía, si quería alargar la existencia y, sobre todo, la vida sexual de sus pacientes, trasplantar, en humanos, testículos de babuino, el simio de mayor actividad sexual en todo el reino animal.
“La cabeza embotada, como si me la estuvieran empujando desde adentro… no… como si mi cráneo se estuviera encogiendo”, le grité a mi pareja, desesperado, cuando por fin me tomó en serio y me pidió que le explicara qué estaba sintiendo. Yacía sobre el suelo del baño y aun así no conseguía que el vértigo dejara mi cuerpo.
Todos sabemos que los babuinos no comen carne, pienso sonriendo. Luego, sin embargo, pienso de nuevo en Vóronov y sus experimentos: cuando el abasto de babuinos se complicó, empezó a trasplantar, en sus pacientes ricos, testículos de presos jóvenes, castrados tras ser acusados y condenados por violación.
El síntoma final, el que nos trajo al hospital, fueron los vacíos: por ejemplo, desnudándome para meterme a bañar, de repente ya me estaba secando, sin recuerdo del agua. Aquí noté el entumecimiento abdominal: como si entre mi suelo pélvico y mi ombligo no quedara nada. Me toco el pene y es como tocar una goma.
No solo los vegetarianos son una consecuencia eugenésica, añado soltando el vacío de mi vientre: también los hijos de puta, sumo sonriendo, mientras el médico, que justo acaba de volver, le sonríe a mi pareja: “la ciencia ignora aún los medios de transformar a los animales en hombres”, escribió también Bulgakov.
Tras escucharme, el doctor me pasa a un pequeño cuarto en el que habrá de auscultarme. Entonces, antes de pedir que me desvista, me pregunta: ¿tienes ganas de llorar? ¿Notas, a menudo, que te dan ganas de llorar, sin que tengas claro por qué te dan esas ganas?
“Siento que si lloro ya no voy a parar”, le digo al médico, de pronto, buscando la mirada de mi pareja, a quien, no sé por qué, le pido perdón. La luz que intuyo dentro de mí titila, amagando, amenazando, no lo sé muy bien.
“Solo estás cumpliendo una edad, eso es todo”, asevera el doctor antes de sonreír. Luego me ordena incorporarme y saca del bolsillo de su bata una pequeña pluma, en cuya punta hay una lamparita.
Tras taparme el ojo izquierdo y auscultar mi ojo derecho, el doctor tapa mi ojo derecho y ausculta mi ojo izquierdo.
“Por favor, apáguela”, le digo recordando a Bulgakov: “lo que está destrozado, roto, es el cuerpo”.
Imagen de portada: Cor van Teeseling, Autorretrato con retrato en pupila, 1942. Rijksmuseum