Marty McFly nunca se imaginó que aquella madrugada en octubre de 1985 un DeLorean alimentado por plutonio lo arrancaría de su realidad suburbana a 88 millas por hora para llevarlo veinte años al pasado y luego cincuenta al futuro, al 2015. El impacto que esa aventura del cine ochentero ha tenido sobre la cultura popular reverbera aún a lo largo de las décadas. Sus paradojas eran confusas, sus fronteras temporales borrosas, sus arcos narrativos inusuales, pero todo esto no sólo lo entendemos ahora, sino que lo esperamos de nuestras películas, novelas, cómics y cultura pop. La ficción de los viajes en el tiempo, y cómo se ha vuelto tan ubicua en los últimos ciento veinte años, es lo que explora justamente James Gleick en su último libro. A través de modelos matemáticos, teorías científicas, conceptos filosóficos, expresiones poéticas, imaginaciones audaces; en compañía de Marcel Proust y Richard Feynman, San Agustín y John Wheeler, Robert Heinlein y Albert Einstein, Gleick nos lleva en un viaje por la historia de la fascinante, aunque enloquecedora, idea de viajar en el tiempo. El punto de partida para Gleick es H. G. Wells, a quien se recuerda como inventor de la máquina del tiempo en 1895 (de hecho, la primera máquina fue ideada por el español Enrique Gaspar y Rimbau ocho años antes, detalle que parece ignorar Gleick). Viajar en el tiempo, qué idea tan sencilla: si viajamos en el espacio, viajar en el tiempo es una conclusión lógica. Sin embargo, la humanidad tardó mucho en contemplar la posibilidad de ir hacia el pasado o el futuro. ¿Será que la naturaleza del tiempo siempre se dio por hecha? Al buscar una definición del tiempo en la física, en la filosofía, en la poesía, en la ficción, Gleick encuentra que una definición única es imposible. San Agustín dijo que mientras nadie le preguntara, él sabía lo que era el tiempo. Tal vez ése fue el problema: que durante miles de años nadie se preguntó qué es el tiempo. Por ello la razón va más allá de la ingenuidad perenne o de la locura de Wells. Durante gran parte de la historia la humanidad no necesitaba contemplar el futuro. Cambios de paradigma, revoluciones científicas y sociales ocurrían no sólo fuera de las expectativas sino fuera del conocimiento de la persona promedio. Un padre de familia no se preocupaba por el mundo que heredarían sus hijos, pues era de esperarse que sería el mismo que él recibió. Los días se difuminaban entre sí, sin una distinción más allá del cambio de estaciones. Incluso viajar de un lugar a otro fue durante siglos un lujo que pocos se podían dar. Los mundos exóticos estaban cruzando mares y tierras y aires: Utopía, Laputa, Shangri-La, la Luna, América. En Occidente, la Gran Cadena del Ser y el cristianismo no permitían mucho cambio en las vidas de los individuos, y la idea de que los tiempos podían mejorar sugería la imperfección del presente. El futuro, por lo tanto, era inconcebible como algo distinto al presente. ¿Qué cambió en el mundo para que surgiera la idea de un futuro específico? Para empezar, la distintiva noción del progreso que la Revolución industrial inspiró en el hombre. La idea del tiempo geológico que Darwin le sumó a nuestro pasado, la relatividad del tiempo con la que Einstein aceleró nuestro futuro y una creciente decepción moderna con las condiciones presentes. Llegó un punto en el que el estado del mundo se volvió tan vacío y deprimente que la única manera de tolerarlo era creando mundos alternos, futuros esplendorosos o futuros apocalípticos, no importaba, mientras fueran tiempos distintos. Al sumarse las nuevas tecnologías, la idea del tiempo geológico, la cuarta dimensión y una bicicleta estacionaria que avanza sin ir a ninguna parte, Wells cambió nuestra manera de leer el tiempo. Las expresiones románticas que por gran parte de la historia dominaron la filosofía —tiempo cíclico, los vientos cruzados del tiempo, el eterno devenir, la rueda de la vida— fueron reemplazadas por los modelos de los físicos y matemáticos a finales del siglo XIX. Pero nadie acercó el tiempo al público lego como lo hizo Wells. Claro que la ciencia ha intentado no sólo explicar la idea de viajar en el tiempo, sino incluso ha intentado comprobarla. Gleick recuerda la fiesta más extravagante de la historia, organizada por el mismísimo Stephen Hawking, quien invita exclusivamente a viajeros del tiempo, pero envía las invitaciones después de la fiesta. Desde luego, nadie llegó. Donde los malos chistes de los científicos y sus definiciones aforísticas (John Wheeler definió el tiempo como “la manera que tiene la naturaleza de evitar que todo ocurra a la vez”, aunque Woody Allen alega haberlo dicho primero) no bastan para incitar a la imaginación a viajar en el tiempo, la ficción ofrece el campo ideal para experimentar y jugar. La física teórica moderna admite la posibilidad de esta paradójica hazaña, pero la imaginación le da sustancia. De acuerdo con Gleick, no son los científicos sino los narradores quienes han escrito las reglas para viajar en el tiempo. Para H. G. Wells, las posibilidades son ilimitadas: “Las cosas han sido, dice la mente legal, y por eso estamos aquí. La mente creativa dice que estamos aquí porque las cosas aún tienen que ser”. Stephen Greenblatt dice que la literatura es la mejor herramienta que tiene el hombre para captar la experiencia e historia de la raza humana. Por eso La máquina del tiempo de Wells es un parteaguas, no sólo en las letras, sino en la cultura global, pues nos ha permitido captar la experiencia humana pasada, presente y futura a la vez. Esta visión ya es parte de nuestro legado: los tropos del viaje en el tiempo han sido tan asimilados al imaginario colectivo que no cuestionamos sus razones y métodos ni dejamos de suspender nuestra incredulidad hasta cuando Homero Simpson convierte accidentalmente un tostador en una máquina del tiempo. Damos por hecho viajar en el tiempo, un universo de cuatro dimensiones y un futuro distinto a nuestro presente. Y es fácil dar por hecho también que la ficción siempre nos lo ha permitido. Al buscar instancias de viajes en el tiempo en la historia de la literatura podemos encontrar que nunca hubo una obsesión como la actual. Hay casos de lo que Gleick llama “viaje en el tiempo avant la lettre”: son principalmente mitos que sugieren proto-ejemplos de dilatación temporal, concepto einsteniano. Otros viajes que podemos encontrar consisten en que sus protagonistas despiertan en un futuro lejano, como Rip van Winkle, o en un pasado histórico, como el yanqui de Mark Twain. Pero la máquina, la volición, son inventos modernos. Fue hasta mediados del siglo XX que viajar intencionalmente en el tiempo se volvió un tema recurrente en el cine y la literatura, sobre todo dentro del género sci-fi. No fueron sólo sus paradojas inherentes las que capturaron la imaginación de los escritores de pulps, sino su fertilidad como campo de crítica social. Surgen así, en vez de las islas utópicas contemporáneas, las sociedades distópicas del futuro. Los mundos de Huxley, Orwell, Rand, eran más que indagaciones: eran advertencias. Tuvimos también visiones optimistas (Asimov, Clarke, Marty McFly en el cine), presentaciones de un futuro para justificar nuestro presente y no al revés. Previo a todo esto, difícilmente se encuentran visiones del futuro porque difícilmente se encuentran conciencias de un presente colectivo. La mayor preocupación de un individuo por su futuro se limitaba al destino de su alma. En la tradición judeo-cristiana las discusiones escatológicas entre sacerdotes y filósofos se fijaron en el Juicio Final, el destino inevitable que llegaría a todo el mundo sin importar lo que hiciera o imaginara. En Oriente, hay mitos —dice Gleick— que consideran el paso del tiempo o la ilusión del mismo. Nunca, sin embargo, se da un atrevimiento a contemplar un control sobre el tiempo. El futuro era un tema religioso para los dioses y las almas. Para los mortales, su extensión estaba en proporción directa a su percepción del espacio, de manera que, mientras menos conscientes fueran de otros seres en otros lugares, menos capaces eran de contemplar un mejor futuro para esos mismos seres. La idea moderna de manipular la historia nos permite contemplar un nosotros que se extiende no sólo a través del espacio sino del tiempo. El más precioso tesoro que encuentra la literatura al viajar en el tiempo es la convicción de que no obstante nuestra efímera existencia, a pesar del destino de nuestras almas, la humanidad se eterniza en cuanto la soñemos en nuestro futuro y en nuestro pasado. Olaf Stapledon lo narró perfectamente al describir, a finales de los veinte, en Last and First Men la historia de la humanidad a través de dieciocho especies a lo largo de dos mil millones de años. El tiempo ha evolucionado en nuestra mente junto con nuestra concepción del ser humano: el ser durante tiempo biológico, tiempo histórico, tiempo geológico, tiempo cósmico. Por esto, movimientos antimigratorios no tienen cabida a la luz de nuestra comprensión moderna del tiempo. Pensar que Francia debe permanecer francesa, como insiste Renaud Camus, por ejemplo, es como pensar que el viajero de Wells iba a encontrar ingleses con bombines y paraguas ochocientos mil años en el futuro. Éste es un punto que lamentablemente se le escapa a Gleick, a pesar del valor artístico, científico y humano que encuentra en nuestra apreciación del tiempo. La ficción de los viajes en el tiempo nos permite una cultura más incluyente y dinámica que nunca. Gracias a las visiones de Wells y Stapledon, a las teorías de Darwin y Einstein, a las aventuras de Marty McFly en su DeLorean, hoy entendemos que el futuro es para todos. Viajar en el tiempo nos ha permitido, hoy mejor que nunca, sobrevivir al terror del presente, como sugirió Virginia Woolf. Lo que nos ayuda a entender James Gleick es que estos viajes nunca se han tratado de predecir el futuro o de cambiar el pasado, sino de convertir nuestro presente en un abanico de posibilidades, de esperanzas, de sueños. Cuando Wells inventó su máquina del tiempo la historia cambió. Esa máquina ha sido el pretexto para sostener la fantasía del futuro, y la máquina de escribir el vehículo para perpetuar nuestra fe en él. Porque el tiempo no se trata ya del paso de los años o de la cuarta dimensión. El tiempo es la eternidad captada en una buena historia.
Imagen de portada: Antonio Maluf, Progresiones crecientes y decrecientes, 1966.