Hervía la arena negra. Tuve que caminar rápido, sobre piedras y conchas y pedazos de plástico y largas semillas de mangle, hasta sentir en mis pies de niño el frío bálsamo del mar. No había nadie ahí, salvo un viejo indígena metido hasta la cintura entre las olas, pescando con un hilo casi invisible que lanzaba y luego enrollaba entre su palma y su codo.
Deme la mano, dijo mi padre. La marea está muy fuerte.
Quiero solito.
Que me dé la mano, le digo.
Permanecimos un rato así, en silencio, él agarrando mi mano con algo de tosquedad, nuestros pies metidos en el agua fresca y espumosa.
Yo me ahogué en este mar.
No entendí. Busqué su rostro hacia arriba.
Tenía más o menos su misma edad, dijo, cuando me ahogué en este mar.
Mi padre hizo una pausa, esperando a que pasara una fila perfecta de pelícanos, quizás ocho o diez pelícanos, sus panzas blancas raspando ligeramente la superficie del agua.
No me ahogué aquí en Sipacate, sino un centenar de kilómetros hacia allá, dijo mirando a su izquierda. En la playa de Iztapa.
Lejos, en el horizonte, un inmenso buque carguero no avanzaba.
Una tarde me metí a nadar pese a las advertencias y sin darme cuenta ya me había alejado demasiado de la costa. Por más que luchaba y pataleaba y trataba de regresar, la marea me seguía sacando mar adentro, cada vez más fuerte y más lejos. Hasta que me ahogué.
Sentí algo en las piernas que hoy, ahora, describiría como miedo.
Me salvó un soldado de la marina norteamericana.
Escuchaba a mi padre hablar, pero no quería verlo. Me puse a contar olas.
Esa tarde había un soldado norteamericano en la playa, no sé si asoleándose o dando un paseo, que de pronto vio lo que me estaba ocurriendo. O tal vez alguien le gritó lo que me estaba ocurriendo. Y el soldado entonces se lanzó al mar y nadó hasta alcanzarme y me sacó ya muerto a la playa. Y ahí, en la playa, él mismo me revivió.
Mi padre no dijo más y yo me quedé mirando al viejo indígena que pescaba en precario equilibrio con la marea, con las olas, y me estremeció comprender que mi padre había tenido entonces mi misma edad, que mi padre había muerto a mi misma edad antes de que un soldado naval norteamericano —a quien en ese momento me imaginé de proporciones colosales— lo sacara del mar y le devolviera la vida. Quería preguntarle cosas a mi padre. Preguntarle qué hubiera pasado si el soldado naval norteamericano no hubiese estado allí, tomando el sol o paseando, la tarde que él murió ahogado en el mar. Preguntarle quién hubiera sido entonces mi padre si él hubiese muerto aquella tarde en el mar. Quería preguntarle a mi padre quién sería yo sin mi padre.
Vamos, me dijo o quizás me preguntó.
Durante algún tiempo aún pude sentir en mis piernas el baile de la marea.
Imagen de portada: Alejandra España, Se tendió y así nació la montaña, 2023. Cortesía de la artista