En el verano de 1960 Hannah Arendt pasaba sus vacaciones en los Catskills, al sureste de Nueva York. En esas montañas preparaba un seminario sobre Platón, nadaba, jugaba ajedrez con Heinrich Blucher y por las tardes quedaba con otros amigos refugiados en un bar que tenía mesas de billar. Sus charlas solían alargarse en torno a una noticia que apareció meses antes y Arendt no podía sacarse de la cabeza: la captura y secuestro de Adolf Eichmann en Argentina por parte de agentes israelíes.
En cuanto se confirmó que ese criminal nazi sería juzgado en Jerusalén, Arendt llamó a William Shawn para ofrecerle ir a cubrirlo como reportera. El mítico editor del The New Yorker —el mismo que años atrás había publicado Hiroshima, de John Hersey— aceptó la propuesta de inmediato. Arendt aplazó los seminarios y conferencias que tenía programados en la universidad, así como una beca que le había otorgado la Rockefeller Foundation. En las cartas en que notificaba su decisión se leía: “Creo que entenderán ustedes mi deseo de cubrir este proceso; me perdí los juicios de Nuremberg, nunca vi a esa gente en persona, y esta es, probablemente, mi única oportunidad”.1
Arendt asistiría al juicio porque tenía “una obligación contraída con su pasado”. Simplemente no podía dejar pasar la oportunidad de ver a Eichmann “en carne y hueso”. Nada más llegar, le irritó toda la puesta en escena del juicio y la clara afición del fiscal a la espectacularidad. Su crítica demoledora ante las diversas “irregularidades y anomalías” que encontró en el proceso de Jerusalén son conocidas. Para Arendt era claro que la sala del juzgado se había diseñado tomando como modelo un gran teatro y que no se llegaron a plantear las interrogantes de mayor trascendencia. La cuestión es que, al alzar el telón, dentro de la aparatosa cabina de cristal no se sentó a un villano al uso. Apareció un hombre de traje, algo calvo, un burócrata de vista corta que permaneció insoportablemente impávido a lo largo del juicio.
Un escalofrío invadió a Arendt al ver y escuchar a Eichmann: los actos cometidos eran totalmente monstruosos, pero aquel sujeto no era un ser demoniaco ni un sádico dominado por una perversa e insaciable necesidad de matar. Si había una característica que llamaba su atención era su incapacidad para pensar. A lo largo del juicio, Arendt comprendió que estaba frente a un hombre aterradoramente normal que jamás cuestionó una orden, repetía frases hechas y era absolutamente incapaz de distinguir el bien del mal. Supo entonces que en esa superficialidad y falta de discernimiento moral radicaba el principal dilema que ponía sobre la mesa aquel proceso.
Es significativo que, tras identificar esa anomía, Arendt se haya volcado a investigar y reconstruir la biografía del acusado. Describe a un estudiante mediocre, un tipo sin carisma ni grandes convicciones que va acumulando fracasos “ante su familia y ante sí mismo”. Al hilar su historia, relucía todavía más que su defecto principal era la “incapacidad casi total para considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor”. Ese hombre que coordinó las deportaciones masivas de judíos a los campos de exterminio admitía sus crímenes, pero no su responsabilidad. Eichmann repetía que él no odiaba a los judíos, sino que había recibido una orden, que en el Tercer Reich la orden era ley —aseguró que hubiera matado a su propio padre en caso de que se lo hubieran ordenado— y que esta debía cumplirse ordenada y eficazmente.
Al convertir sus informes en libro en 1963, Arendt opta por poner uno de los subtítulos más polémicos e influyentes de la historia del pensamiento contemporáneo: Sobre la bana**lidad del mal. La filósofa sabía que dicho concepto podía malinterpretarse, pero no sospechaba el grado de controversia y acusaciones que le provocaría. No solo fue calificada de insensible o desleal por parte de miembros y organizaciones importantes de la comunidad judía a la que pertenecía, sino que incluso perdió viejas amistades que le recriminaban lo que decía y la manera en que lo decía.
Con la expresión “la banalidad del mal” Arendt no pretendía edificar una teoría o una doctrina, se trataba más bien de un llamado a repensar el fenómeno del mal a contrapelo de la forma tradicional en que había sido abordado desde la filosofía, la teología y la literatura2. A la distancia, ese carismático concepto le funcionó estupendamente para enfatizar la gran lección de aquel juicio: Eichmann no era Yago, Macbeth, Ricardo III o Barba Azul. El daño y el asesinato no le producía, como a los libertinos de Sade o los asesinos seriales, ningún placer. Carecía de grandes motivos. Lo que movía a ese hombre gris no era el odio, la envidia o el resentimiento, sino la inercia que favorece la “pura y simple irreflexión”.
No es casual que tras asistir al juicio de Eichmann la propia Arendt renunciara a hablar de mal radical —la noción kantiana que años antes había empleado para abordar el terror de la experiencia totalitaria— y optara por acuñar ese mal banal que ya no gira en torno a una naturaleza perversa o demoniaca, sino a la apatía moral. Ni Platón, ni Aristóteles, ni San Agustín, ni Kant conocieron y teorizaron sobre esta flagrante incapacidad para juzgar e imaginar “ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.3
Entre otras cosas, lo revolucionario de este desplazamiento conceptual arendtiano es que ya no centra la atención en un nuevo ángel exterminador o psicópata, sino en la relación o dinámica social que favorece que incontables hombres y mujeres pierdan la capacidad de afectarse y pensar críticamente la violencia que les envuelve, al grado de caer en la deshumanización. La lección es clara: hay tiempos que exigen desobedecer y en los que la indiferencia también es perversa.
Tras la condena a Adolf Eichmann, Stanley Milgram llevó a cabo un experimento en el elegante Interaction Laboratory de la Universidad de Yale. Su objetivo era analizar el acto de obediencia a la autoridad. La mecánica era sencilla: dos sujetos entran al laboratorio de la mano de un científico para tomar parte en una “investigación de memoria y aprendizaje”. El centro del experimento lo constituye “el educador”, un hombre común —cartero, oficinista, obrero, profesor de escuela, comerciante— que había sido reclutado a través de un anuncio en el periódico. El científico le explica, junto al segundo sujeto, “el aprendiz”, que busca medir los efectos del castigo en el aprendizaje. Acto seguido, se sienta al aprendiz en una silla con los brazos atados con correas y un electrodo pegado a su muñeca. Ahí se le indica que debe memorizar una lista de parejas de palabras y que cada vez que cometa un error será castigado por el educador con una descarga eléctrica de intensidad creciente. Finamente se conduce al educador a una habitación contigua para sentarlo delante de un impresionante generador de descargas que contiene una línea horizontal de treinta conmutadores acompañados por pequeños letreros que van desde DESCARGA LIGERA hasta PELIGRO DESCARGA VIOLENTA.
La cuestión es que, a diferencia del administrador del dolor, el sujeto que recibirá las descargas —la víctima— es en realidad un actor bien adiestrado por Milgram y su equipo. El experimento comienza y lo que ahí sucede impresiona a la fecha. En la gran mayoría de los casos, el enseñante de turno, amparado por la orden que recibió de una autoridad legítima, continúa proporcionando descargas aun cuando observa que la víctima va pasando de claros signos de dolor al grito desesperado de quien pide parar un tormento. Cuando el conflicto moral del educador-verdugo resultaba patente, el científico le ordenaba proseguir. Muchos de ellos lo hacían hasta proporcionar la última carga del generador, algo que en circunstancias reales hubiera sido letal.
Desconsuela comprobar hasta dónde llegan individuos comunes y corrientes cuando se sienten amparados por la orden de una autoridad. Lo complicado y extraordinario que es desobedecer —y con ello anteponer la propia conciencia y el juicio— cuando se saben tan solo eslabones de una cadena. Entre otras cosas, Milgram concluye que el problema de la obediencia no es algo exclusivamente psicológico, sino que también es inherente a la naturaleza misma de la sociedad:
Todo individuo posee una conciencia que en mayor o menor grado le ayuda a frenar el flujo de impulsos destructores de otra persona. Pero cuando funde su personalidad en una estructura organizativa, una nueva criatura reemplaza al hombre autónomo.4
Justo una década después de que Milgram desvelara sus resultados, Philip Zimbardo llevó a cabo el también polémico experimento de la prisión de Standford. Se trata de un estudio muy detallado sobre la transformación que sufrieron una serie de estudiantes universitarios, quienes desempeñaron el papel de guardias y reclusos en una cárcel ficticia, cuya dinámica acabó siendo peligrosamente real. La violencia y el sadismo de los vigilantes, así como la depresión, sumisión y ataques de ansiedad de los estudiantes presos, obligaron a interrumpir el experimento antes de tiempo. Zimbardo denominó el efecto Lucifer a ese cambio radical de conducta que acontece cuando “una multitud de variables situacionales puede imponerse a la voluntad de resistirse a esta influencia”.5
A finales de 1973, Marina Abramovic fue a Roma para participar en una exposición en la que conocería a Joan Jonas, Simone Forti y otros importantes artistas del performance. Ahí supo que quería hacer su arte “más visceral” y que eso “implicaba usar el cuerpo”. Decidió entonces presentar Rhythm 10; una especie de juego en el que extendía la mano para empezar a dar golpes rítmicos con veinte cuchillos que iba pasando entre sus dedos. Al regresar a Belgrado hace Rhythm 5, una pieza en la que perdió la conciencia tras permanecer dentro de una estrella de madera de cinco picos a la que le había prendido fuego. Y Rhythm 2, en la que Abramovic ingiere dos pastillas que había conseguido en un hospital: una hacía moverse a los catatónicos y la otra calmaba a los esquizofrénicos. Tras un par de minutos, vio cómo su cuerpo se agitaba sin que ella pudiera impedirlo.
Las críticas a esta serie de obras fueron negativas. Los periódicos de su ciudad la acusaron de masoquista y exhibicionista. Fue entonces que Abramovic decidió hacer su pieza más arriesgada y polémica hasta la fecha. La idea era simple: “¿Y si en vez de hacerme algo a mí misma, permitía que el público decidiera qué hacerme?”.6 La oportunidad llegó pronto con una invitación de Studio Morra, en Nápoles. Su plan consistió en quedarse de pie, vestida de negro, tras una mesa que tenía 72 objetos. Entre ellos había un martillo, una sierra, una campana, tijeras, un sombrero de bombín, miel, agujas, un espejo, un cuchillo, una cámara Polaroid, un hueso de cordero, un chal y una pistola junto a una bala.
Al entrar a la sala, el público encontró las siguientes instrucciones:
Yacen en la mesa 72 objetos que uno puede utilizar sobre mí como lo desee. […] Yo soy el objeto. Durante todo este tiempo asumo la responsabilidad absoluta. Duración 6 horas (8pm-2 am).
En las primeras horas el público se mostró tímido; le dieron una rosa, le colgaron el chal, recibió un beso. Pero al entrar la noche todo se fue volviendo más intenso. Un tipo le cortó la blusa y se la quitó. Las personas le movían la cabeza de arriba abajo y Abramovic, como un títere, se dejaba manipular. Estaba ahí de pie, inmóvil, con el torso ya desnudo. Alguien le escribió con un lápiz labial la palabra “fin” en la frente. Alguien le derramó un vaso de agua sobre la cabeza. Alguien le hizo un corte en el cuello y le chupó la sangre. Alguien le clavó unos alfileres.
Ya de madrugada un hombre pequeño se pegó a ella y comenzó a respirarle profundamente. Después de un rato, ese mismo tipo metió la bala en la pistola y la colocó en la mano derecha de Abramovic. Después movió el arma hacia su cuello y tocó el gatillo. Hubo un gran murmullo. Una persona del público lo agarró y se armó una pelea. Lo echaron de la sala y la pieza continuó con los espectadores cada vez más animados. A la artista le parecía que “habían entrado en un trance”. Finalmente, el galerista se le acercó para decirle que ya eran las dos de la mañana. Abramovic dejó de mirar al vacío y puso sus ojos directamente sobre el público. Medio desnuda, sangrando, con el cabello empapado, empezó a caminar hacia ellos. En ese momento, sucedió algo extraño: la gente le tuvo miedo y salió huyendo de ahí.
Al regresar al hotel, Abramovic empezó a sentir los dolores provocados por los cortes y pinchazos de los alfileres. También se sintió muy sola. No podía sacudirse el miedo al imbécil de la pistola. A la mañana siguiente se vio en el espejo. Le había salido todo un mechón de cabello gris. Fue entonces cuando se dio cuenta de “que el público es capaz de matarte”. Durante días posteriores la galería de Nápoles recibió docenas de llamadas de teléfono de gente que había participado en el performance. Todos decían que lo “lamentaban muchísimo”; que “no entendían lo que les había ocurrido cuando estaban ahí”; que simplemente “no sabían qué se había apoderado de ellos”.
Los genocidios y masacres contemporáneas exigen tomar distancia de las viejas especulaciones en torno al problema del mal. Dejar parte de la reflexión sobre la conducta y la predisposición humana a la violencia a los estudios y hallazgos de neurocientíficos, psicólogos y artistas temerarios. Desmarcarse de Hobbes —y otros ilustres pesimistas antropológicos— para reconocer el peso que tiene el contexto, las emociones y toda una serie de factores sociales, económicos y culturales a la hora de ejercer y normalizar la violencia. Entre ellos el ansia de poder y dominación o ese impulso de pertenencia que llevan al indivudio a disolverse en un grupo. Sin pasar por alto la pobreza lacerante y las formas estructurales de discriminación y racismo que convierten de facto a un amplio número de personas en seres dañables o prescindibles.
Desde que Hannah Arendt devino en reportera sabemos que si queremos comprender y encarar la violencia extrema hay que prestar más atención a los testimonios de hombres y mujeres concretos. Y que una nueva crítica de la violencia pasa por escuchar también a los perpetradores, por más que nos duela e indigne. Aquel impulso que llevó a Arendt a viajar a Jerusalén para ver en persona a Eichmann se ha replicado en muchos otros periodistas, escritores, artistas e investigadores que se han aproximado a genocidas, sicarios y excombatientes en los últimos años. No con la idea de justificar, sino de dar cuenta de la crueldad, la tortura, la desaparición, la muerte horrísona.
Pienso en cómo documentó Jean Hatzfeld el genocidio de Ruanda. Al acabar de entrevistar a los supervivientes tutsis, el periodista francés se dirigió a la prisión de Rilima, donde estaban detenidos los asesinos que habían nombrado las mujeres y hombres tutsis con los que había conversado antes. El testimonio que obtuvo de una banda de amigos hutus le llevó a escribir Una temporada de machetes. Resultan conmovedoras por la violencia y la idiotez moral ahí expuestas; el tono monocorde y seguro con el que esos presos describen actos abyectos, lo poco que les quita el sueño aquella larga cacería en los pantanos.
Pienso en cómo Rithy Panh regresó a Camboya para entrevistar a Duch, el temible responsable del centro de tortura y ejecución S21 durante el régimen de los jemeres rojos. El cineasta superviviente —de niño fue arrancado de su familia— necesitaba encarar a ese hombre. Más que la verdad, Panh buscaba la palabra. Literalmente quería hacer hablar a un tipo que cometió el mal. Y lo consiguió a costa de que ese criminal metódico y doctrinario jugara también con su propia debilidad, con su propio dolor. En un momento dado, Duch le dice riéndose que cualquiera puede ser verdugo. Que bajo los jemeres rojos él mismo podría haber estado en su lugar y haber sido un buen director del S21. Al escucharlo, Panh alcanza a decir “No”. Duch vuelve a reírse.7
Pienso, sobre todo, en Rita Segato, Karina García, Rossana Reguillo, Óscar Martínez, Everardo González, Daniela Rea, Juan Miguel Álvarez y otros autores que últimamente se han visto orillados a dar voz a los victimarios en México y Latinoamérica. Uno percibe ese compromiso por partir de experiencias singulares y concretas para desvelar la vulnerabilidad y comprender lo inconcebible. Es como si supieran que la forma de recomponer un tejido social deshecho por guerras irregulares pasara por alojar, acompañar y visibilizar el sufrimiento y las demandas de justicia de las víctimas de la violencia. Pero también por arriesgarse a penetrar —lejos de cualquier excusa biológica o esencialismo binario— en la cabeza e historia de vida de sujetos cruentos que se asumen como desechables. Sujetos que, aunque suele obviarse, forman parte de este entramado. Si nos negamos a escuchar sus testimonios estaremos más lejos de identificar y esclarecer ciertos patrones que nos permitan explicar algunas causas de las violencias. Hablo de pensar las condiciones de posibilidad del horror más allá de recibir una orden criminal. Y hacernos cargo.
Imagen de portada: ©Carlos Francisco Jackson, Arrival (Braceros undergoing inspection before being sprayed with DDT, 1958), 2010. Smithsonian American Art Museum
Elisabeth Youg-Bruehl, Hannah Arendt. Una biografía, Manuel Lloris Valdés (trad.), Barcelona, Paidós, 2006, p. 414. ↩
Hannah Arendt, La vida del espíritu, Josefina Birulés Bertrán y Carmen Corral Santos (trads.), Buenos Aires, Paidós, 2002, pp. 29-31. ↩
Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, Carlos Ribalta (trad.), Debolsillo, Barcelona, 2014, p. 368. ↩
Stanley Milgram, Obediencia a la autoridad. El experimento Milgram, Javier Goitia (trad.), Capitán Swing, Madrid, 2016, p. 250. ↩
Philip Zimbardo, El efecto Lucifer. El porqué de la maldad, Genis Sánchez Barberan (trad.), Paidós, Barcelona, 2018. ↩
Marina Abramovic, Derribando muros, Santiago González (trad.), Malpaso, Barcelona, 2020, p. 70. ↩
Rithy Panh y Christophe Bataille, La eliminación, Riambau Möller (trad.), Anagrama, Barcelona, 2013, p. 192. ↩