Martín Ramírez fue un campesino mexicano que, como tantos otros, cruzó la frontera en 1925 buscando una mejor vida en California. Ahí “enfermó”: lo encontraron vagando por las calles y fue recluido en un hospital psiquiátrico, de donde no volvió a salir los últimos 25 años de su vida. Durante el encierro, sin que nadie supiera bien cómo, empezó a dibujar sobre pedazos de papel y cartón que ensamblaba cuidadosamente con cualquier material que cayera en sus manos; pintó más de 300 cuadros de gran tamaño en menos de diez años. Su fama creció después de su muerte y su obra ganó reconocimiento mientras se extendía su leyenda, la del artista que creaba desde la reclusión a la que la locura lo había condenado. Hace unos años leí una obra biográfica de este artista excepcional, la cual esclarecía y documentaba las circunstancias de su internamiento: víctima de la crisis económica del 29, de una legislación californiana que impedía contratar a trabajadores de aspecto mexicano, y de la guerra cristera en la que perdió su casa y quedó separado de su familia, Ramírez vagaba desempleado sin conocer el idioma del lugar. Se convirtió en un indigente más, hasta que fue recogido por la policía y trasladado a Stockton, la institución psiquiátrica más antigua de California, donde se hacinaba un número creciente de personas “hospitalizadas” durante los años de depresión económica. Era tan grande que llegó a tener su propio cementerio. El doctor que examinó a Ramírez cuando lo ingresaron diagnosticó un cuadro de confusión y depresión crónica. Durante meses quedó encerrado en condiciones muy precarias, durmiendo en el suelo en espera de un diagnóstico más preciso. Tomó tiempo; la primera vez fue examinado por un comité de siete médicos con ayuda de un traductor de origen mexicano, pero el grupo no consiguió ponerse de acuerdo y se pospuso el dictamen. Cuatro de los médicos no encontraron indicios de enfermedad mental, sólo vieron a un paciente confundido y en un estado físico muy deteriorado. Un año después fue sometido a una segunda conferencia clínica —esta vez sin traductor— en la que fue diagnosticado unánimemente como esquizofrénico, etiqueta con la que vivió hasta el final de sus días. Quedó recluido en esta institución durante dieciséis años, viviendo en condiciones lamentables. Luego fue trasladado al hospital estatal de DeWitt, un psiquiátrico para pacientes mentales considerados incurables, muchos de ellos enfermos de tuberculosis. Allí murió, después de un total de 32 años de encierro, los últimos de ellos dedicados únicamente a fumar y a producir arte; se negaba a participar en las actividades de limpieza que asignaban a los internos, renunció a hablar y robaba horas al sueño para elaborar sus dibujos.
Ramírez recogía pedazos de papel que encontraba en la basura y fabricaba un pegamento a base de avena, pan o patata y su propia saliva para unir los pedazos. Formaba lienzos enormes en los que trazaba con fósforos y aplicaba colores que creaba con tinte de zapatos o jugo de frutas, crayones o lápices. El personal de la institución destruyó su trabajo durante años por miedo al contagio de la tuberculosis que padecía.
Sus dibujos empezaron a ser conocidos cuando Ramírez aún vivía gracias al interés que despertaron en Tarmo Pasto, pintor y profesor de arte y psicología que visitaba periódicamente el psiquiátrico, y que durante años le proporcionó materiales para que pudiera seguir trabajando. Él también promovió que su trabajo se incluyera en galerías y exposiciones asociadas a los circuitos de arte outsider, y posteriormente en prestigiosos museos e instituciones artísticas de todo el mundo. La mayoría de estas exhibiciones se llevaron a cabo después de la muerte de Ramírez, y durante mucho tiempo se le consideró uno de los exponentes más importantes de lo que se llamó “arte psicótico”, “arte del manicomio” o “arte de la locura”.
No fue hasta 2007, a raíz de una exposición realizada en el Museo de Arte Folclórico de Nueva York, y gracias al profundo trabajo de investigación de Víctor Espinosa sobre su biografía, que se sentaron las bases para revisar la obra a la luz de un contexto biográfico y cultural específico. Martín Ramírez fue un emigrante sin apoyo en un país hostil, diagnosticado por un grupo de médicos con quienes nunca pudo comunicarse. El diagnóstico de Martín Ramírez nunca ha sido oficialmente revisado, y al día de hoy sigue siendo un esquizofrénico que hacía arte, en vez del artista que dibujaba como una forma de resistencia.
La artista estadounidense Judith Scott pasó 36 años de su vida en una institución psiquiátrica. Nació en los años cuarenta, época en la que era frecuente que las personas con síndrome de Down vivieran internadas. Scott pasó con su familia los siete primeros años de vida, junto a una hermana gemela con la que estaba muy unida. Sus padres trataron de que las niñas recibieran educación, pero cuando llegó el momento de asistir a la escuela, las autoridades académicas decidieron que Judith no podía entrar ni siquiera al grupo de niños con dificultades de aprendizaje. Por consejo médico fue ingresada en un centro para personas con discapacidad mental donde determinaron que su coeficiente intelectual no superaba los 30 puntos, lo que significaba un retraso mental profundo que anulaba, según los estándares de la época, toda posibilidad de aprendizaje. En esta primera evaluación —y como en todas las otras que le hicieron en los centros psiquiátricos donde pasó tantos años— nadie se dio cuenta de que Judith era sorda, por lo que no podía comprender las instrucciones verbales de las pruebas de inteligencia. Los informes de su primer ingreso indicaban que no estaba en contacto con su entorno y que era agresiva; fue definida como una “influencia perturbadora”. Pasó de una institución a otra y vivió encerrada en un aislamiento absoluto durante 36 años, hasta que su hermana, después de un proceso legal complicado, consiguió su custodia para llevarla a vivir con ella y su familia a California.
En el historial médico de Scott, recuperado por su familia, existen lapsos de varios años sin ninguna anotación, y aunque no había constancia de que hubiera recibido medicación psiquiátrica, presentaba discinesias, movimientos involuntarios y continuos que son un efecto secundario del uso continuado de este tipo de fármacos. Una vez instalada en California, Scott empezó a asistir a Creative Growth, un centro de arte para personas con discapacidad, donde se integró rápidamente y donde pasó los dos primeros años haciendo dibujos muy básicos y repetitivos. Un día visitó el estudio de una artista que trabajaba con fibras y elementos textiles, y entre las dos se estableció una relación de empatía. Scott la acompañó mientras trabajaba, observando el uso que ella hacía de fibras, cuerdas o lanas. La artista le compartió unos palos y unas madejas que Scott trabajó durante horas, entrelazando, anudando y pintando una estructura compleja que en un momento dado ella misma dio por terminada; sería la primera de una serie de unas 200 esculturas que realizó sin pausa durante 18 años. Anudaba y entretejía durante horas, ocultando dentro de sus nidos textiles objetos de todo tipo que le servían para crear el armazón de sus piezas: zapatos, sillas, bobinas de cable, un ventilador roto, luces de navidad, una bicicleta, incluso un carrito de supermercado. Se apropiaba de todo lo que le fuera útil para crear sus obras, estructuras con formas complejas que se hacían cada vez más grandes y sugerentes. Se volvió conocida en los círculos artísticos como “la mujer araña”, y su obra se ha mostrado en museos y galerías de todo el mundo y forma parte de prestigiosas colecciones de arte como los museos de arte moderno de San Francisco, Nueva York y el Irlandés, entre muchos otros. Existe un cerco de silencio sobre lo que ocurre en las instituciones psiquiátricas. Artistas como Judy Scott y Martín Ramírez pasaron la vida hospitalizados a pesar de que no hay evidencias de que padecieran las enfermedades que justificaron sus encierros. Algunos han tratado de romper este cerco desde dentro; el psicólogo David Rosenhan llevó a cabo entre 1968 y 1972 un experimento que lleva su nombre y que fue publicado en 1973 en Science bajo el título “On Being Sane in Insane Places” (“Sobre estar cuerdo en lugares locos”). Rosenhan, profesor de psicología de la Universidad de Stanford, trabajó con un grupo de 12 colaboradores durante meses. El plan era sencillo: presentarse en hospitales psiquiátricos dando nombres falsos, quejarse de sentir ansiedad y de tener alucinaciones acústicas y solicitar ser admitidos en los hospitales para ser atendidos. Para reforzar su relato, algunos participantes no se habían lavado los dientes ni el cuerpo y llevaban ropa sucia. Todos fueron ingresados. Una vez admitidos, debían comportarse con total normalidad y dejar de aparentar tener síntomas. Su objetivo era ser liberados sin ayuda del exterior, y medir cuánto tardaban en ser dados de alta al hacerse patente que no estaban enfermos. Debían cooperar con el personal de cada clínica y aparentar tomarse todos los medicamentos que les suministraran, en total más de 2000 pastillas muy variadas, a pesar de que los síntomas que todos expresaban eran los mismos. Los investigadores se llamaban a sí mismos “pseudopacientes”, y uno de sus temores compartidos durante el experimento era que iban a ser desenmascarados de inmediato, pero lo que en realidad sucedió fue que algunos de ellos permanecieron hasta varios meses ingresados. Todos fueron finalmente dados de alta, pero no como pacientes curados, sino con un diagnóstico de esquizofrenia en remisión, y fueron obligados a reconocer que padecían una enfermedad mental y a seguir un tratamiento para poder abandonar el hospital. Esto ponía de manifiesto la manera en que funcionaba el diagnóstico psiquiátrico; una vez que un pseudopaciente hubiera sido clasificado como esquizofrénico durante el proceso de admisión, nada de lo que hiciera a partir de ese momento conseguiría quitarle ese estigma. La segunda parte del estudio se llevó a cabo cuando una institución psiquiátrica que no participó en el experimento desafió a Rosenhan a enviar pseudopacientes a su hospital con la seguridad de que su personal podría detectarlos sin problema. Rosenhan aceptó y en las siguientes semanas, de los 193 pacientes que el hospital atendió, 41 fueron identificados como posibles pseudopacientes. Sin embargo, Rosenhan no había enviado a ninguno de sus investigadores al hospital. Este trabajo tuvo un gran impacto en la comunidad médica, así como un efecto importante en la reforma de los hospitales psiquiátricos y en la desinstitucionalización del tratamiento de los enfermos mentales. El de Rosenhan fue el primero de muchos estudios, escritos y debates que trataron de desmontar el mito de los diagnósticos psiquiátricos y de romper el silencio sobre los errores y abusos de la psiquiatría. Reivindicar las historias de los llamados artistas outsiders contribuye también a este esfuerzo. La leyenda de la locura de Martín Ramírez, el absurdo expediente psiquiátrico de Judy Scott, y las historias de muchos otros nos obligan a preguntarnos de qué hablamos en realidad cuando hablamos del arte de la locura o del arte outsider —y también de qué hablamos cuando hablamos de enfermedad o de ingreso psiquiátrico—. Estas historias tratan en realidad de otra locura, la de instituciones que no sólo son incapaces de darse cuenta del potencial de las personas que viven en ellas, sino que anulan además este potencial, condenándolas arbitrariamente al más deshumanizado de los encierros.
Imagen de portada: Martín Ramírez, sin título, ca. 1953