En 2016 participé en un proyecto artístico que involucraba a trabajadoras sexuales de La Merced. A partir de mi recuerdo de aquella experiencia, pongo sobre la mesa algunas preguntas acerca de la forma en que nos aproximamos como creadores a la vida de los otros.
I
Un día me encontraba sentada codo a codo con Alejandra en una pollería. Ella tiene entre 55 y 60 años y lleva décadas trabajando en la calle. En esos días habíamos desarrollado cierta confianza; yo iba a la Plaza de la Soledad dos veces por semana, nos pintábamos las uñas, platicábamos y a veces cocinábamos. Alejandra formaba parte de un pequeño grupo de trabajadoras sexuales que se había acercado a la carpa que montábamos en la calle de Limón, con sillas y una mesa llena de frascos de esmalte de todos los colores. La idea la tomamos de unas estudiantes de trabajo social que tenían un programa para separar a las mujeres de la prostitución. De alguna manera, nuestro proyecto funcionó como relevo, aunque no teníamos la intención de alejar a las mujeres del trabajo sexual, más bien queríamos establecer un vínculo con ellas, y el esmalte hizo su magia; tampoco nos interesaba acercarnos bajo el lema de las jóvenes trabajadoras sociales: “recuerden que no son sus amigas”.
Yo no tenía ningún objetivo, me involucré en el proyecto por azar. Sí me interesaba saber acerca de la vida de aquellas mujeres, y también padecía cierta curiosidad nostálgica por el hecho de que mi madre trabajó en la Unidad de Medicina Familiar 6 que se encuentra en la esquina de Circunvalación y Corregidora, a la vuelta de donde montábamos nuestra carpa. Cuando era niña, me gustaba mucho acompañarla al trabajo. Siempre escuché mencionar a “las chicas”, y siempre, a la salida, cuando intentábamos atravesar en coche las calles atestadas de puestos ambulantes y peatones, “las chicas” estaban ahí, en el fondo, recargadas en las paredes y en los postes.
Mientras esperábamos el pollo, Alejandra me contó de su vida, de su pareja, del hijo que se le murió. No me preguntó nada, sólo se soltó a platicarme lo que le había pasado. Unas semanas antes de que ella y yo nos conociéramos, el personal de La Carpa (Hogar Integral de la Juventud, I.A.P., ubicado sobre la calle Limón) nos advirtió con justo recelo: “Muchos vienen a hacer turismo social. Vienen, toman unas fotos de las trabajadoras y luego se van”. Yo me preguntaba entonces y me sigo preguntando en qué medida nuestro “hacer arte” fue parte de ese turismo. No lo sé. Quien dirigía el proyecto tenía una agenda propia (en algún momento se llevó a cabo una exposición en el museo Ex Teresa que “recopilaba” nuestra experiencia).
Desde cierta perspectiva, yo sentada en la pollería mientras Alejandra me comparte su vida bien podría ser el párrafo inicial de mi debut en Vice —“Doce semanas cocinando con prostitutas”—, pero no tengo ningún interés en exotizar o romantizar el trabajo sexual. Cada una de las mujeres que conocí en la plaza ha tenido una vida cargada de violencia y de muchas carencias. Ninguna de ellas practica la prostitución por gusto y es un secreto a voces que no existen las trabajadoras independientes, es decir, que todas son explotadas por alguien a quien rinden cuentas (algunas veces sus propias parejas). Muchas de ellas tienen hijos con los que no viven, a los que mantienen, pero casi nunca los pueden ver. Y eso no quiere decir que no se rían, que no puedan ser felices o jamás se hayan sentido excitadas realizando su labor.
Para mí, estar junto a Alejandra tuvo poco que ver con lo que me llevó en primer lugar allí: preparar una pieza de museo. Pero eso no importa. Lo relevante es que nuestro privilegio nos abría camino hacia la vida de otros menos privilegiados (ellas, “las chicas”, el otro). El arte es un puente, abre puertas, nos hace ver con ojos distintos, nos aproxima a lo que desconocemos. Pero también puede alejarnos si lo que nos muestra es sólo una simulación. Algo que me fue quedando claro mientras convivía con las trabajadoras sexuales de La Merced y que he ido comprendiendo con el tiempo es que, por un lado, todos somos turistas de la realidad, y por el otro, admitirlo tal vez nos haga reflexionar acerca del punto de vista que tenemos sobre una experiencia o sobre otra persona. Sólo así podríamos plantearnos un objetivo claro al ir y conocer la vida de Alejandra, sin fingir igualdad. Recuerdo que las palabras de las estudiantes de trabajo social me incomodaron: “no son sus amigas”. La frase ponía al descubierto la diferencia de la que partíamos: yo no era ellas.
II
La legislación del trabajo sexual es un tema pendiente en el país. En 2014, en la Ciudad de México, 200 mujeres dedicadas a la prostitución pudieron tramitar una licencia como trabajadoras no asalariadas, con el fin de ser reconocidas laboralmente, obtener atención médica y obstaculizar los abusos policiales durante redadas y revisiones. No es una novedad que las mujeres que ejercen la prostitución luchen por sus derechos humanos y laborales, tampoco que la corrupción y la misoginia con la que se aborda el tema sigan retrasando tanto la discusión como la modificación de la ley.
Más allá de lo que nos pueda significar una vida plagada de dificultades, o de lo que pueda conmovernos cualquier discurso artístico que parta de las vidas ajenas, me surgen algunas cuestiones: ¿podemos acercarnos a una realidad a través del arte y verla como el problema social y de salud que representa?; ¿el arte como ficción es lo que necesitamos para entender mejor el mundo en el que vivimos?, y si sí, ¿cómo?, ¿requerimos de una ética artística para aproximarnos a lo que consideramos ajeno?, ¿es un problema volver ajenas las prácticas sociales que no entendemos? ¿Existe una correlación entre la forma en que abordamos artísticamente un problema social y la forma en que éste se resuelve en términos jurídicos y/o de salud pública?
Recientemente me encontré con dos documentales sobre el tema. Uno es Plaza de la Soledad, de Maya Goded, y el otro love, de Raúl de la Fuente. En el primero vemos el testimonio de Carmen, Esther, Lety, Ángeles y Raquel, cinco trabajadoras sexuales de la Plaza de la Soledad que hablan por sí mismas, cuentan su historia y permiten que la cámara esté presente en algunos momentos íntimos de su vida. El relato de Goded parece compartido con las protagonistas de la historia, hay cierta búsqueda del amor en la forma en que la cámara las retrata, en los silencios que presta para que ellas estén. Es como si, más allá de la miseria en que viven, prevaleciera la posibilidad de sonreír, tal vez no con sus clientes, pero sí entre ellas, en la comunidad que han formado en la calle. Por encima de la violencia que padecen (que se obvia casi totalmente en el documental), está la voz de Raquel, una trabajadora sexual que canta “Esclavo y amo”, de Javier Solís.
En love, son las niñas de Sierra Leona que se prostituyen quienes dejan entrar al documentalista en sus casas. Pero hay una gran diferencia con el trabajo de Goded, pues aquí sí hay una denuncia y un personaje, el misionero salesiano Jorge Crisafulli, que activamente está buscando ayudar a las trabajadoras sexuales para que puedan tener una vida distinta. Por la forma en que están retratadas, es evidente que se trata de adolescentes menores de edad que se comportan como lo que son todavía: niñas. En love no cabe la romantización de la soledad, de la pobreza, del abandono, y es quizás eso, irónicamente, lo que nos permite realmente pasar el trago amargo, pues tanto De la Fuente como Crisafulli han querido mostrar la fortaleza de las protagonistas para resistir y para sobrevivir en un sistema que las nulifica como seres humanos y que hace uso de sus cuerpos como si fueran objetos desechables.
III
¿Qué no queremos decirnos cuando exotizamos los problemas sociales o cuando hablamos en términos románticos acerca de la miseria? ¿Qué sí queremos decir y por qué?
Yo no vine aquí a contar la historia de Alejandra. Vine a cuestionar qué tan responsables somos cuando producimos y cuando consumimos. No hay, hasta cierto punto, una ética de lo que se produce o de lo que se consume porque no queremos moralizar nada. La moral complejiza nuestro consumo y también nuestra producción artística. Me atrevo a decir que a algunas obras se les asoman los hilos del ego del artista o si no, ese grado de egoísmo que pone por encima de la realidad, por cruda que sea, el despliegue de nuestras capacidades narrativas. Rapiña artística. Se me ocurre que podemos replantear ahora nuestro uso de la moral en cuanto al arte se refiere. Nadie va a decirnos qué está mal hacer o no, pero sería interesante considerar qué producimos desde un punto de vista, desde ciertos privilegios.
IV
Nunca le pregunté a Alejandra por qué comenzó a prostituirse, pero pienso que yo escribo porque puedo. El sistema nos va dejando caer en donde cabemos, y en el margen de casillas que nuestros privilegios nos otorgan tomamos decisiones. Tengo muy claro que para la sociedad (y eso nos incluye a nosotras mismas) todas las mujeres somos objetos de consumo, por eso no podemos decidir sobre nuestros cuerpos (no tener hijos, tener mucho sexo o no tenerlo, cobrar por vendernos, salir a la calle en shorts), porque un objeto no se pertenece a sí mismo. Pero ¿quién consume a las mujeres? ¿Quién las vende y quién las compra? Tengo una foto en la que Alejandra y yo nos estamos riendo. Me gusta porque me recuerda lo distintas que somos y la fuerza que a ambas nos une. Ella allá, en La Merced y yo acá, tratando de ser honesta frente a las dudas.
Imagen de portada: María José Ramírez, Plaza de la Soledad IV