Nada de este juego tuvo un carajo de sentido. El descenso del elevador no tenía sentido. Que la pastelería estuviera cruzando la calle no tenía sentido. [suspiro] No conocí a ninguno de ellos. Nunca… hablé con ellos, Nunca tuvieron noticias mías, nunca supieron que yo era real. ¡Nunca supieron que yo exis…! No tenían forma de saber que yo era real, ¡no creo que ellos fueran reales! Nada tuvo sentido… ¡¿Aún estoy jugando?! […] ¿Cómo es que un juego con los gráficos de Lego Island…? ¡Aaaaaarrrghhh! Markiplier
El 11 de enero de 2015, Markiplier, un jugador y productor estadounidense de contenido que se especializa en juegos de horror, subió a su canal de YouTube un video que tituló: “This Game Will CHANGE YOUR LIFE | Presentable Liberty”. En la descripción añadió: “Esta es la historia más desgarradora que he experimentado… Honestamente puedo decir que nunca había jugado un juego que me afectara tanto como este”. Recuerdo que lloré mucho cuando lo vi por primera vez. Poco más de ocho años después, el video tiene 16 224 308 vistas, 389 mil “me gusta” y 62 100 comentarios.
Presentable Liberty es un juego independiente de horror psicológico para PC que forma parte de la serie “Menagerie”, desarrollada por Robert “Wertpol” Brock, quien se quitó la vida en 2018 debido a una severa depresión, según comentan varias personas en el video. En la historia, una epidemia ha aniquilado a la mayor parte de la población humana y el jugador es uno de los pocos sobrevivientes, por lo cual lo mantienen en cautiverio (y feliz a toda costa) en una celda diminuta. Solo puede recibir cartas de diferentes personajes, pero nunca puede responderles, lo que lleva la trama hacia un desenlace trágico. Sentí que me quebraba, no solo por el planteamiento del juego, sino por las reacciones del jugador y por los comentarios de la gente. Al principio, Mark hacía chistes ligeros, bobos, dramatizaba las voces detrás de las cartas y, conforme la historia avanzaba, empezó a involucrarse cada vez más con personajes que nunca pudimos ver ni escuchar. Nosotros no lo jugamos, no estábamos presentes cuando él lo jugó, pero en el momento en que lo vimos, o mejor dicho, en que lo atestiguamos —como si fuese una oscura versión de Bastian y Atreyu en La historia interminable—, estuvimos ahí acompañándolo y acompañándonos.
Verán, casi toda mi vida he jugado videojuegos, pero nunca me he considerado gamer. De acuerdo con el esquema general de lo que “debe ser un gamer”, no tengo suficiente coordinación mano-ojo, me asusto y me estreso con facilidad, cada vez siento que tengo menos tiempo y con los años he perdido la tenacidad para avanzar de nivel. También interviene el factor social: por un lado, crecí con juegos de un solo jugador y nada más los compartía con mi hermana menor, de manera que nunca pude acostumbrarme a la modalidad de competencia, por el otro, desde pequeña tuve claro que no podía externar ciertos gustos porque no me iban a creer y me iban a excluir. Así que, aunque me encanta jugar, no me considero parte de esa comunidad. Lo que siempre he disfrutado es que me cuenten buenas historias en diferentes medios. Por eso, yo y millones de personas de muchas edades que sienten lo mismo hemos acudido a los gamers que publican videos conocidos como Let’s play, en los que observamos a otras personas jugar distintos títulos, ya sean editados para verlos en diferido o en streaming en tiempo real. Ahí podemos compartir la experiencia a pesar de nuestras limitaciones, ya sean económicas, temporales, ocupacionales o motrices (por no mencionar temas de monetización, copyright y demás). Cuando solo eres espectadora es mucho menos probable que te ataquen o te pongan a prueba solo por ser chica o de género no binario; también se reduce el número de encuentros en los que sientes que debes competir con otras mujeres (porque algunas ya se acostumbraron a pensar que lo “femenino” es inferior y molesto y te miran con fastidio). Tampoco importa si eres de esos jugadores que, como yo, no pueden tratar mal a los NPC (non playable characters, personajes no jugables dentro del videojuego) o se disculpan con la pantalla porque no quieren herir sentimientos artificiales. Y es que el silencio, para muchísimas chicas y personas de otros géneros, ha sido la opción para poder disfrutar de los videojuegos y sus dinámicas en público: “No digas que te gusta tal juego”, “no abras tu micrófono para que no se escuche tu voz”, “no te identifiques con un nombre femenino”, “no escribas ni te expreses ‘como chica’”. En el mundo del cómic estaba dispuesta a luchar por el lugar al que tengo derecho; en el mundo de los videojuegos ni siquiera lo consideré.
De los canales que publican videos Let’s play, el que más me ha marcado es, como lo habrán intuido, el de Markiplier. Con 35 millones y medio de seguidores y más de una década de trayectoria, es uno de los nombres más conocidos de la industria. Gracias a su canal, he podido conocer muchísimas historias y mecánicas de juego —independientes y triple A, maravillosas, ingeniosas o retorcidas—, como Poly Bridge, Yandere Simulator, Red Dead Redemption, Cuphead, Dream Daddy, OneShot, There is no game y, dado que se especializa en horror (el género que menos me gusta desde niña), me he atrevido a conocer juegos como Nox Timore, ocho diferentes Five Nights at Freddy’s (de los mil que hay), Resident Evil 7, Among the Sleep, Fatal Frame 2. Por mi cuenta, nunca me habría atrevido a explorar historias ni juegos de esa naturaleza. Tampoco me habría enterado de que era posible generar vínculos con extraños por el solo hecho de ver jugar a otra persona. No puedo discutir lo que dice Mari Swingle en su libro i-Minds. How cell phones, computers, gaming, and social media are changing our brains, our behavior, and the evolution of our species (2016): que la tecnología está alterando nuestros procesos sociales y que la hiperconexión por medio de dispositivos nos ha vuelto una suerte de voyeristas cuya necesidad de pertenecer deviene en intimidad artificial, pero al mismo tiempo sé que no podemos ignorar la naturaleza dialéctica de toda actividad humana, incluyendo las que son consideradas “frívolas” por ciertos sectores sociales.
Ahora bien, vale la pena señalar que, a pesar de su apabullante popularidad, ver jugar a otros no es muy bien visto entre algunos círculos hardcore del mundo gamer y entre padres de familia (¡oh, ironía!) porque no es “jugar de verdad”. La mejor respuesta a semejante prejuicio se puede resumir en las palabras de un niño recogidas en un tuit viral de @NotMyAt_ que dice: “Mi sobrino tiene cinco años y lo único que hace es ver a otros chicos jugar videojuegos en YouTube. Le pregunté con amabilidad por qué no juegas videojuegos tú? Él dijo ‘Tú ves a otras personas jugar futbol, por qué no juegas tú?’ Cabroncito. Entonces apagué el jodido wifi” (sic).
¿Saben dónde he escuchado preguntas y reclamos semejantes? En el mundo de la mediación lectora, donde es difícil que escuchar una lectura equivalga a “leer de verdad”, incluso hoy día. Como si la voz que actualiza y media el texto para el oído fuera menos que los ojos que lo decodifican; como si el performance vivo para el otro no tuviera valor frente al silencio personal. Detesto esa perspectiva capacitista. Entonces pienso que, aun cuando son actividades diferentes, históricamente, ni la lectura ni el juego han sido territorios exclusivos del individuo. En Entre la voz y el silencio. La lectura en tiempos de Cervantes (2005), Margit Frenk cuenta hermosas historias de personas que dominaban la técnica de leer en voz alta y provocaban “grand plazer e gran solaz” a otros, porque, si bien era importante la figura del compositor, en el contexto de las culturas orales y oralizadoras, las figuras del intérprete y del público (que no solo recibe, sino que también participa) también son valiosas porque forman parte del aquí y ahora de un acto colectivo. En aquel entonces no había mayor diferencia entre un “lector” y un “oydor”, pues disfrutaban por igual celestinas, novelas de caballería, libros de pastores, novelas cortas, cuentos o poesía lírica. Si escucho con atención una historia, si me afecta, si me hace interactuar con otros, si me la apropio y transforma mi vida diaria, ¿por qué no puede ser lectura mía, aun si no la leí con mis propios ojos y en silencio? Pues, como dice Michèle Petit en El arte de la lectura en tiempos de crisis (2009):
[…] ponen en escena las pasiones humanas, los deseos o los miedos, permiten comprender a los niños, a los adolescentes y también a los adultos, no por medio del razonamiento sino mediante un desciframiento inconsciente, que lo que les obsesiona pertenece a todos (sic). Son puentes tendidos entre uno mismo y los demás, pasarelas lanzadas entre la parte inefable de uno mismo y la que se presenta a los demás.
Un videojuego no es igual que un libro, lo tengo claro. Si no he puesto a prueba la jugabilidad con mis propias habilidades, no tengo razones para decir que lo jugué. No obstante, ver o atestiguar un Let’s play en YouTube o en Twitch nos coloca en un rol de público híbrido porque, por un lado, se combinan procesos tanto de lectura como de juego (porque sí reconocemos las especificidades del medio); por el otro, porque así como una persona que se especializa en leer en voz alta ya no solo decodifica para sí misma, sino que entrena su enunciación y su performance para hacer accesible la experiencia, una persona que se especializa en jugar en público debe hacer lo mismo. Así, quizás reunirnos alrededor de un jugador en voz alta no sea muy diferente a reunirnos alrededor de un lector en voz alta. A fin de cuentas, en tanto acto colectivo (sincrónico o asincrónico), se trata de “[…] agrupar a la gente de otro modo, liberar una palabra reprimida durante mucho tiempo y producir experiencias estéticas transformadoras […]”, continúa Petit. Un videojuego también es, en esencia, texto, si lo pensamos como Yuri Lotman cuando habla de “La semiótica de la cultura y el concepto del texto”. Es un dispositivo complejo cuya multiplicidad de códigos transforma y genera nuevos mensajes y que, al ser actualizado desde la lectura, nos habla como una persona-espejo que nos revela diferentes aspectos de nosotros mismos. Como en cualquier ejercicio de ficción bien ejecutado, el jugador explora, descubre, aprende, practica y define su identidad y capacidad de agencia mientras la historia le repite, una y otra vez, que su existencia no solo importa, sino que es valiosa. Jugar para otros es tratar de demostrar parte de ese valor identitario al mundo.
En 2016, con razones que se hacen cada vez más evidentes, Ryan Rogers vaticinaba en su libro How video games impact players. The pitfalls and benefits of a gaming society la expansión y normalización de los videojuegos en diferentes campos. Afirmaba que se convertirían en una presencia cada vez más ineludible y, por tanto, el estigma a su alrededor comenzaría a disiparse, lo cual no solo habría de transformar la imagen del gamer ante la sociedad, sino que también permitiría la exploración de diferentes maneras de jugar, ya sea en modo especializado o casual, sin que ello implicase necesariamente categorizaciones de orden jerárquico.
La expansión, la diversificación y el reconocimiento de múltiples formas de relacionarse con el juego han llevado a revalorar dinámicas que, a la luz de las palabras de Frenk, siempre han estado ahí y siguen siendo productivas a pesar de la hiperconexión alienante. Hay un estudio bellísimo de Jasmien Vervaeke, Frederik De Grove y Jan Van Looy llamado “Envisioning the Other. A grounded exploration of social roles in digital game play”, compilado en el libro New perspectives on the social aspects of digital gaming, coordinado por Rachel Kowert y Thorsten Quandt (2017), en el que discuten funciones (“actor”, “observador”, “competidor”, “cooperador”, “coactor”) y arquetipos (“testigo”, “cojugador”, “acompañante”, “herramienta”) en diferentes contextos sociales de juego. Me interesa resaltar las que se relacionan con jugar frente a o para otras personas porque ese elemento en particular, concluyen, afecta el desempeño del jugador. Al explorar el arquetipo del testigo, por ejemplo, dejan claro que implica un papel pasivo y no afecta el juego como tal; sin embargo, hay coincidencias entre los significados y las experiencias; “[si] el jugador cree que sus acciones son vistas por otros, entonces se comparten”, declaran los autores. El arquetipo del acompañante, en cambio, puede asumir un rol tanto pasivo como activo en relación con el participante, pues lo que en realidad importa es el vínculo, la situación social de estar juntos; el juego solo es un pretexto. Cuando yo atestiguo y acompaño, me siento bienvenida por fin; siento que se me permite no saber, puedo preguntar y puedo contestar si me piden ayuda. Ya no tengo que demostrar nada y puedo ser yo con las personas que me invitan.
Eso también lo tiene muy claro Alexander Kriss, psicoterapeuta y jugador de toda la vida, que escribe su propia experiencia en torno a los juegos y los prejuicios en The gaming mind. A new psychology of videogames and the power of play (2020). Mientras sus colegas hablaban con desdén y lástima sobre las implicaciones de que un niño fuera gamer, él recordaba que su familia había deseado que él fuera un niño “normal” y no otro jugador empedernido; cómo incentivaron una amistad con un chico alegre y brillante que, cuando tenía alrededor de 14 años, se quitó la vida; cómo jugó Silent Hill 2 y, tras analizar su propio modo de juego, se dio cuenta de lo que representaba en su proceso de duelo por la muerte de su amigo. Kriss entendió que el qué jugamos y cómo lo jugamos revela mucho de quiénes somos (y yo aquí me atrevo a añadir también el qué vemos jugar). Mientras sus colegas pensaban que la mejor solución para lidiar con un gamer es asignárselo a un “especialista” sin experiencia de juego (mucho menos gusto por el mismo) que le quitara la afición para que se ajustara a las normas sociales, él solo podía pensar en lo mucho que un niño necesita que los adultos escuchen desde ese lugar lúdico que nos protege a todos de lo terrible.
Escribe Frenk, con notable amargura, que conforme los años transcurrían en tiempos de Cervantes, la letra dejaba de ser territorio de la voz y pasaba a ser territorio del silencio y la sordera. No obstante, debido al profundo conocimiento que tiene de las relaciones entre las personas y los textos, ella misma anuncia con esperanza: “Pero ya lo sabemos, el proceso tardará aún largo tiempo en consumarse. Y nunca, por fortuna, se consumará tan totalmente que no deje, en medio del silencio, un resquicio a los esplendores de la voz”. Y tiene toda la razón.
Mucho de lo que se creía perdido, sigue ahí. Después de todo, el rollo de pergamino desapareció por unos cuantos siglos y regresó en la pantalla, en forma de feed, timelines y webtoons a partir del deslizar infinito (infinite scrolling). Entonces, quizás ahora los rapsodas, juglares y otros intérpretes de textos fuera del escenario ya no son únicamente los cuentacuentos y los grandes narradores orales que, por supuesto, nunca han dejado de existir; quizás hay otros intérpretes que no transmiten historias de memoria, pero cuyas voces no están menos vivas y cuyo performance se actualiza mientras descubren e intervienen el texto junto con quienes los observan y escuchan. Los públicos deseosos de escuchar, presenciar y atestiguar narraciones también siguen vivos, a pesar de que por siglos los hayan querido encerrar en lecturas silenciosas para separar a los “legos” de los “cultos”. Las personas seguimos teniendo la imperiosa necesidad de siempre de encontrarnos en el territorio de las historias.
Por eso sigo recordando esa vez que Mark jugó Presentable Liberty; por eso, aunque él ya sea otra persona y aunque Wertpol ya no esté, sigo queriendo gritarles que sí estoy aquí, que los escucho, que me importa y que tal vez podemos imaginar más juegos donde nadie se sienta solo.
Imagen de portada: Fotograma de Baldur´s Gate III, Larian Studios