Un acierto del grito me too, lanzado en 2007 por Tarana Burke, fue que expresó la vivencia de millones de mujeres. Diez años después, al contar con la visibilidad de las actrices, logró una poderosa atención mediática. Un año antes de ese escándalo, un grupo de feministas jóvenes, conscientes del poder del activismo en redes como Twitter y Facebook, lanzó Mi primer acoso, un espacio de denuncia que también se replicó en México. Hoy las voces que alrededor del mundo gritan “¡basta de acoso!” ¿hablan todas de lo mismo? ¿Qué nombran con el término acoso? “Cuando hablamos del ‘significado’ de una palabra y cuando hablamos del ‘significado de la vida’ no estamos hablando de cosas completamente diferentes”.1 Hoy la forma en que se habla de acoso remite al conflicto de las relaciones entre mujeres y hombres, atravesado no sólo por desigualdades económicas y políticas, sino también por abusos y violencias sexuales. En la actualidad acoso se usa indistintamente para nombrar conductas muy variadas, desde el hostigamiento realizado por alguien en una posición jerárquica derivada de relaciones laborales, docentes o domésticas, hasta una serie de actos en el espacio público que llevan a cabo hombres desconocidos. Mientras que tradicionalmente hablar de acoso implicaba cierta temporalidad, ya que su definición clásica es la de perseguir a una persona, sin darle tregua ni reposo, importunándola de forma insistente con molestias o trabajos, hoy se utiliza para calificar ciertas conductas ocasionales por parte de quien las lleva a cabo, pero que las mujeres padecen cotidianamente: “propuestas indecorosas”, groserías, silbidos o, incluso, miradas. Esta forma de llamar acoso no sólo a actos de abuso sexual sino también a comentarios admirativos, como los piropos, expresa el malestar y la indignación que provocan otras prácticas machistas. Así, este ¡basta ya de acoso! en realidad es ¡basta ya de desigualdad, basta ya de doble moral, basta ya de machismo! Cotidianamente en México las mujeres que transitan en el espacio público viven situaciones desagradables, como tocamientos, groserías o insinuaciones obscenas. Estas prácticas machistas son una forma de ordenamiento que “funciona para reforzar las normas sociales del patriarcado”.2 O sea, hay abuso sexual porque los mandatos culturales de género producen “usos y costumbres” que condensan las concepciones sociales en torno a “lo propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres. Las conductas masculinas se nutren de una larga tradición de cortejo entretejida en la doble moral sexual. Toca a los hombres “conquistar” a las mujeres, y a ellas, si son “decentes”, les toca no manifestar interés sexual, incluso ofenderse o molestarse cuando escuchan un requerimiento sexual. Ahora bien, no quiero que se me malentienda. Explicar no es justificar. Los hombres “abordan” a las mujeres, les hacen “proposiciones”, les silban o dicen piropos, porque en nuestra cultura la iniciativa sexual les corresponde a ellos. El mensaje cultural es que con las mujeres hay que insistir, aunque digan que no, pues las “decentes” siempre deben decir que no… al principio. Aunque esas formas de relación y seducción entre mujeres y hombres están cambiando en las generaciones más jóvenes, todavía en amplias capas de nuestra población persisten estos códigos. Y en ocasiones ocurre que hay hombres que emplean mal el lenguaje, o que hacen cosas que comunican exactamente lo opuesto de lo que intentan transmitir, como en el caso del varón genuinamente “insensato” que se mortifica cuando descubre que ha ofendido.3 Una parte sustantiva del comportamiento masculino aceptado socialmente es abusiva, y existe un profundo conflicto de interés entre mujeres y hombres respecto a la prevención del abuso sexual. “Un esfuerzo serio para reducir el abuso debe afrontar de un modo u otro el interés masculino en perpetuarlo.”4 Cierta porción del abuso sexual que no se castiga, como las expresiones machistas en la calle, son un “residuo tolerado de abuso”, que tiene costos negativos en la conducta cotidiana de las mujeres: lo que dejan de hacer, las precauciones que deben tomar, los miedos y los malos ratos. Frente al miedo de las mujeres por la posibilidad de ser abusadas, el único temor de los hombres es el de ser injustamente acusados de abusadores. Y aunque dicho temor varía de hombre en hombre, persiste un interés grupal en evitar tener que preocuparse por lo que sería un exceso de implementación de normas contra el abuso. El residuo tolerado les ahorra (abusivos o no) la carga que implicaría un incremento significativo del control social; además, si los hombres quisieran dar más protección a las mujeres entrarían en conflicto entre ellos. Sobra decir que en el contexto de brutal violencia sexista y gran impunidad patriarcal que existe en nuestro país se facilitan muchas conductas aberrantes por parte de amplios grupos de hombres. El residuo tolerado en México es de proporciones inmensas, y esto instala, a su vez, un nivel de susceptibilidad y enojo por parte de las mujeres que lo padecen diariamente. “Quiero andar en el espacio público sin que se metan conmigo” es un reclamo legítimo; sin embargo, ¿qué tipo de consecuencias sociales produce calificar toda expresión sexualizada como acoso? La manera en que hoy se condenan ciertas conductas como “acoso” es demasiado amplia, y va más lejos de lo que es una agresión o un abuso sexual. Incluye con frecuencia expresiones que simplemente son inoportunas o molestas, aun cuando la persona acusada no tenía forma de saber que su comentario o mirada no eran bien recibidos. Indudablemente a muchas personas les genera escozor el innuendo sexual, que es algo así como la atracción/tensión que se suele dar entre los seres humanos. Expresar interés sexual sin que se solicite es parte de la condición humana, y para lograr una atención sexual que sí se desea hay que recibir y dar una buena cantidad de atención sexual no deseada.5 Las reacciones que califican todo de acoso —una mirada insistente, un comentario admirativo, incluso un albur— se han arraigado en espacios donde se esperaría mayor reflexión y conocimiento, como las universidades. El problema es que este tipo de hipersusceptibilidad, que en ocasiones se mezcla con resentimientos y conflictos personales, ha producido toda clase de injusticias. Por eso es necesario que las definiciones de los actos considerados como “acoso” sean más precisas y que las denuncias se inscriban dentro del debido proceso. De la misma manera que la presunción de inocencia del acusado es un logro civilizatorio, hoy en día, la presunción de verdad de quien denuncia acoso también es un avance. Así como es indispensable que toda persona acusada de acoso tenga un proceso justo, igual lo es que se escuche con respeto a quien hace la denuncia. El enardecimiento de jóvenes que recurren a la presión política para que se despida a un maestro o se expulse a un compañero, se debe, en muchos casos, a las dificultades que enfrentan para ser tomadas en serio en sus denuncias. Pero juzgar toca a una autoridad competente, y para esa difícil resolución, que implica confrontar la palabra de la mujer con la del hombre, se requiere el encuadre del debido proceso. El discurso que califica todo de acoso funciona como un dispositivo que, al estar centrado obsesivamente en la “depravada” sexualidad masculina, no sólo olvida todo lo que se sabe ya acerca de las complejidades y ambigüedades presentes en las relaciones humanas, sino que además eclipsa los demás elementos que juegan en los encuentros sexuales: clase social, condición étnica, edad, orientación sexual, etcétera. Al olvidar esas importantes distinciones se desplazan problemas del campo social al ámbito de la sexualidad. Esta grave equivocación, no sólo analítica sino también política, impide en muchas ocasiones que se reconozca que la sexual es menos determinante que otras conductas sociales. ¿Hasta dónde las denuncias y reclamos que se formulan como “acoso” están soslayando formas de discriminación racista o desigualdad clasista? ¿Y hasta dónde se califican de acoso formas de intercambio que implican un cierto consentimiento, como el quid pro quo (una cosa por otra)?
Esto me regresa al #MeToo. La sexualidad instrumental (tengo sexo contigo porque quiero conseguir algo) se contrapone a la sexualidad expresiva (tengo sexo contigo porque te deseo). Y aunque la reciente explosión de denuncias desatada por el movimiento #MeToo augura una transformación de proporciones insospechadas respecto de los intercambios laborales quid pro quo en el mundo del espectáculo, ¿hay que condenar la práctica de usar el capital erótico para obtener algo a cambio? Obviamente no es igual el caso de la actriz que tiene sexo con el director para conseguir un papel, al de una mujer migrante a quien la policía le exige “favores sexuales” para darle “protección”, o incluso, comida. Pero, ¿todos los quid pro quo (el intercambio de una cosa por otra) son acoso? Hay mucho que hacer para erradicar el abuso sexual y las formas de acoso laboral, estudiantil y doméstico que en México son enormes. Pero la vía no es lo punitivo, sino lo pedagógico. Algunas feministas exigen al gobierno imponer penalidades más duras a la “mala conducta” de los hombres. Ahora bien, reconocer ciertas acciones reprobables como faltas no implica necesariamente aplicar castigos; lo crucial es prevenir, y eso implica educar. Es necesario reflexionar acerca de la utilidad y eficacia del derecho penal para abordar ciertos actos, pues
supone casi siempre una traición a las demandas, muy a menudo complejas, de sujetos colectivos, que hacen referencia generalmente a problemas sociales y culturales con múltiples implicaciones, las cuales, inevitablemente, en esta traducción al lenguaje penal se pierden.6
Esto genera que se interpreten las violencias como “una confrontación concreta entre la malvada intencionalidad del ofensor y la víctima inocente y pasiva”,7 lo cual invisibiliza las causas sociales de la criminalidad. Es complicado y riesgoso hacer “uso de un instrumento típico de la represión institucional por parte de un movimiento cuyo objetivo es la libertad femenina”.8 La emancipación no se consigue con castigos y penalizaciones sino con un tipo de subjetividad que hay que desarrollar, y es una pena que el movimiento feminista se convierta en un portador de normatividad y penalización, sobre todo en una cuestión que tiene que ver con la sexualidad. El anhelo feminista de construir un orden social justo, donde las mujeres puedan gozar sexualmente sin culpa y sin miedo, se ha encauzado prioritariamente a erradicar la violencia sexual. Es obvio que hay que luchar contra ese horror, pero sin perder de vista la liberación sexual. Es necesario distinguir con claridad qué ofensas deben ser criminalizadas y qué sentencias son razonables para quien ha cometido una falta. Reprobar no es lo mismo que castigar. Y lo importante es que la falta no se cometa otra vez. “Las sociedades con bajos niveles delictivos son aquellas que propician la siguiente secuencia: sentir vergüenza, pedir perdón y arrepentirse; son sociedades que otorgan una importancia relativamente mayor al control social moralizante que al control social punitivo.”9 Necesitamos responder de mejor manera a las acciones lesivas, lo cual requiere de una justicia penal que no incite a pensar solamente en términos de delito y castigo. Y no obstante la violencia sexual es una dolorosa realidad en nuestro país y su amenaza irradia la vida cotidiana de muchas personas, para avanzar en una transformación cultural que erradique el abuso sexual en todas sus formas es imperativo abordar este problema desde una perspectiva más amplia. En ese sentido hay que entender la manera en que el rechazo de expresiones de connotación sexual es también parte de una reacción más de la ola puritana que anhela domesticar la sexualidad. Las feministas que han luchado por transformar la representación dominante acerca de la sexualidad femenina han insistido en la necesidad de que el movimiento feminista “hable igual de poderosamente a favor del placer sexual que como lo hace en contra del peligro sexual”.10 Visualizar el fenómeno de la violencia sexual como una de las causas estructurales que producen los desgarres del lazo social, que menoscaba la calidad de vida y erosiona la convivencia ciudadana, no debe conducir a concebir la sexualidad como algo peligroso y dañino. En ese sentido, ¿qué significa considerar todas las expresiones sexualizadas como acoso? Por último, en el combate a la desigualdad social y política entre mujeres, hombres y personas con identidades disidentes es imprescindible la defensa de una verdadera libertad sexual para todes. Freud habló con agudeza de la conflictividad inherente a la sexualidad humana, y calificó de “malestar en la cultura” ese “irremediable antagonismo entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas por la cultura”.11 En esta modernidad tardía, parecería que el dilema que enfrentamos es el de elegir si reducimos esas restricciones culturales o si, al contrario, establecemos más restricciones. Esto nos sitúa a las feministas que intuimos la posibilidad de una dimensión de relación sexual más libre entre los seres humanos en un umbral incómodo: rechazamos los usos y costumbres machistas, pero no hemos logrado transformar el discurso represivo de la doble moral. ¿Cómo impulsar un cambio libertario, personal y social, en nuestro contexto neoliberal de violencia sexual extrema y de exigencias punitivas? Es fundamental empezar a debatir si ciertas expresiones sexualizadas —como las miradas y las palabras (albures, chistes, piropos)— realmente son acoso sexual, para luego precisar con cuidado qué conductas hay que calificar de acoso, y cuáles no. De ahí que una impostergable tarea intelectual sea analizar las consecuencias políticas que se suscitan con el uso indiscriminado del término acoso, puesto que, finalmente, lo que está en juego es una conquista civilizatoria: la libertad de expresión.
Imagen de portada: Imagen de archivo
David Graeber, Hacia una teoría antropológica del valor. La moneda falsa de nuestros sueños, FCE, Buenos Aires, 2018, p. 38. ↩
Duncan Kennedy, Abuso sexual y vestimenta sexy, Siglo XXI, Buenos Aires, 2016, p. 13. ↩
Ibidem, p. 22. ↩
Ibidem, p. 12. ↩
Katie Roiphe, The Morning After. Sex, Fear and Feminism, BackBay Book, Boston, 1993, p. 87. ↩
Tamar Pitch, “Justicia penal y libertad femenina” en Gemma Nicolás y Encarna Bodelón (comps.), Género y dominación. Críticas feministas del derecho y el poder, Anthropos, Barcelona, 2009, p. 120. ↩
Ibidem, p. 121. ↩
Ibidem, p. 119. ↩
Roberto Gargarella y Paola Bergallo “Prólogo” en John Braithwaite y Philip Pettit, No sólo su merecido. Por una justicia penal que vaya más allá del castigo, Siglo XXI, Buenos Aires, 2015, p. 16. ↩
Carol S. Vance (comp.), Pleasure and Danger: Exploring Female Sexuality, Routledge & Paul Kegan, Boston, 1984, p. 3. ↩
Sigmund Freud, “El malestar en la cultura”, Obras completas, vol. XII, Amorrortu, Buenos Aires, 1983 [1930]. ↩