Reflexiones sobre la conciencia

Conciencia / dossier / Febrero de 2021

David Beytelmann

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Como problema central de la filosofía, la conciencia parece haberse transformado en una reliquia que sólo debaten especialistas de diferentes disciplinas en áridos coloquios. Por otro lado, la aplicación de los resultados espectaculares de las neurociencias impacta nuestras vidas y redefine profundamente el sentido de lo que entendemos por conciencia. La cuestión es que los hallazgos en la materia permean el ámbito de lo político y presentan un panorama bastante siniestro. Con esto en mente, ¿cómo abordar hoy el problema de los debates sobre la conciencia? ¿Hay que aceptar con humor resignado y nostalgia ciertas refutaciones de su existencia, articuladas por varios neurocientíficos (la conciencia sería en realidad un epifenómeno de la actividad cerebral normal)? Ahora sabemos que no hay actividad mental que no sea cerebral, con lo cual salimos del antiguo dualismo mente-cuerpo, pero ¿habría que aferrarse a él como a una especie de ficción reguladora fundada en la filosofía del sujeto (en general racionalista) para salvar nuestro orden legal y político? ¿Debemos abandonar toda idea concreta de libre albedrío ahora que las neurociencias, la medicina y la biología del cerebro casi han destruido los postulados del debate sobre la radical libertad de nuestra conciencia en las decisiones que tomamos?
Conciencia es un término derivado del latín, formado por la expresión cum-scientia, que podríamos entender literalmente como hacer o pensar “con un saber cierto”; es decir, hacer las cosas (o pensarlas) sabiendo que uno las está haciendo (de ahí que una de las acepciones del término la acerque a la vigilia). Aquí evidentemente el término puede equivaler a lucidez. El vocablo conciencia aparece en la literatura filosófica europea a partir del siglo XVII con el surgimiento del racionalismo (es decir, el comentario a las tesis de Descartes); con la emergencia del empirismo se transforma en el eje del debate que da nacimiento a la psicología y pasa a ser, con el término razón, una de las ideas centrales de la filosofía europea, en particular a la llamada “filosofía del sujeto”. La teoría del conocimiento en la filosofía, la psicología, la medicina, el derecho, la política y una parte de la biología se desarrolló entre los siglos XVIII y XIX bajo la sombra del debate sobre la conciencia. Para decirlo de la manera más simple: el término empezó a ser usado para darle sentido a nuestra manera de elaborar el conocimiento en general, con Descartes, y permitió crear disciplinas científicas (como la psicología) que alcanzaron un punto nunca imaginado en el saber sobre el proceso cognitivo y sobre el cerebro (las “neurociencias”). Históricamente se ha interpretado el término conciencia con dos grandes equivalentes: por un lado la inteligencia y el conocimiento, y por otro el sentido de la percepción de nosotros mismos, de nuestra existencia. Ahora, nuestra concepción misma de la inteligencia y del funcionamiento psicosensorial del ser humano está siendo reelaborada radicalmente.
Concepciones sobre la conciencia. La pregunta por la naturaleza del funcionamiento de nuestra mente despertó en la historia tres grandes concepciones: el dualismo mente-cuerpo (defendido tradicionalmente por las religiones), el monismo mente-cuerpo (punta de lanza de la medicina moderna y otras disciplinas científicas) y el computacionalismo (que argumentan algunos científicos inspirándose en la informática). El dualismo es la concepción más vieja y más conocida sobre la mente. Su idea central es que nuestro cuerpo es una cosa material y convive con otra “substancia”, diría Descartes, que es inmaterial. A Hipócrates de Cos, fundador de la medicina científica, le debemos haber formulado la tesis contraria al dualismo: la identidad entre la mente (o “el alma”) y el cuerpo. Consecuencia inmediata: si la mente y el cerebro no son dos cosas de diferente naturaleza, no hay, por supuesto, “alma inmaterial”. La idea central de esta tesis es que lo que llamamos mente, vida psíquica o alma es en realidad lo que hace el órgano que las genera: el cerebro (Hipócrates fue el primero en formular que el cerebro es el órgano que cumple con las funciones cognitivas). Por su parte, el computacionalismo es en realidad una especie de símil teórico: compara el funcionamiento del cerebro con el de un ordenador (o computadora) e integra la definición de nuestra mente y vida psíquica como epifenómenos mecánicos de un programa cerebral, fruto de la evolución. Una parte importante del debate actual sobre la conciencia se deduce de algunos presupuestos de esa concepción, sobre todo la idea de que nuestra inteligencia se caracteriza porque calcula o descifra en función de decisiones binarias (0/1 o “sí/no”); de ahí la importancia de los algoritmos.
Los cuatro caballeros. Es importante entender el rol que desempeñaron cuatro filósofos en el estudio sobre la conciencia: René Descartes, John Locke, David Hume e Immanuel Kant. Lo que se jugó entre los siglos XVII y XVIII fue un conflicto intelectual por la definición no sólo de lo que llamamos mente (término que de hecho termina siendo descartado por Hume), sino la batalla central para entender a qué nos referimos con conocimiento y cuáles son sus funciones a partir de la inteligencia. A inicios del siglo XIX Kant parecía haber ganado esta lucha salvando a Descartes, pero las últimas evoluciones científicas le han dado la razón a Hume (y de paso a Spinoza). Otro problema central es que la idea kantiana de “sujeto del conocimiento” sirvió para elaborar los postulados de la teoría política democrática, los derechos fundamentales y las libertades públicas.

Immanuel Kant, grabado de John Chapman, 1812. Wellcome Collection CC

Vayamos muy rápidamente al desarrollo de esta problemática: nuestra concepción de la conciencia se jugó en el conflicto intelectual que abrió Descartes, quien, en su Discurso del método (1637) y más aún en sus Meditaciones metafísicas (1641), quiso encontrar un argumento que cerrara el paso al progreso del escepticismo radical, al mismo tiempo que luchaba de manera indirecta contra el fanático dogmatismo religioso de su época. Descartes había quedado horrorizado con el juicio y la condena de Galileo, perpetrados por la Inquisición en 1633, pero también vivía preocupadísimo por las consecuencias sociales del relativismo y del escepticismo radical (engendrados por más de un siglo de “guerra de religión”). La duda metódica avanzada por el filósofo francés se apoya en el hecho de que todos nuestros pensamientos tienen una fuente única: nuestra razón, nuestra mente, que existen gracias a nuestra conciencia. La conciencia es inmaterial y el cuerpo material. El fundamento último del conocimiento es que poseemos una conciencia y dentro de ella disponemos de un motor potentísimo para guiarnos en el mundo: la razón. En efecto, estas ideas son la base de su célebre afirmación “pienso, luego existo” (cogito, ergo sum).

Frans Hals, Retrato de René Descartes, ca. 1649. Imagen de dominio público

Examinando el problema, Locke (el fundador del empirismo) se da cuenta de que el cogito (“yo pienso”), es decir nuestra conciencia, no es concebible sólo como capacidad de ver y entender el mundo; la conciencia es la máquina interna que nos permite orientarnos en el mundo y donde la memoria ejerce su operación central. La memoria es el fundamento de todo lo que vivimos y de lo que llamamos personalidad. Sin ésta, ninguna de las experiencias que nos constituyen sería posible; ni el lenguaje, ni el movimiento, ni la percepción.

John Locke, grabado de George Vertue, 1713. Wellcome Collection CC

El debate se radicaliza con Hume y Kant porque son quienes esgrimieron los argumentos que le dieron forma al mundo en que vivimos hoy. Particularmente Kant, defensor de varios aspectos de la herencia cartesiana y del racionalismo. De alguna manera, el mundo que murió en los años treinta y cuarenta del siglo XX fue el kantiano. Su debate puede resumirse en el conflicto razón-intuición. Hume, por su parte, defendía la tesis conocida como “intuicionista”: somos en realidad seres altamente irracionales y nuestra mente funciona casi exclusivamente por medio de la intuición y la imaginación. No es que no tengamos una razón, sino que ésta puede pensarse como una región de nuestra mente que convive con varias otras, con las que hace fácilmente cortocircuito.

David Hume, grabado de William Home Lizars y Daniel Lizars. Scottish National Portrait Gallery. Imagen de dominio público


La filosofía del sujeto. Para entender mejor “el problema del conocimiento” (Ernst Cassirer), Kant funda lo que llamamos hoy epistemología, sobre la base de una hipótesis que él mismo llamó “el sujeto del conocimiento” (opuesto a “los objetos de la sensibilidad”). Esta idea (aparentemente “neutra”) le permitía argumentar que nuestra mente actúa de la misma manera en cada uno de los escenarios de la vida social. Para decirlo en breve, se trataba de la existencia de un “sujeto” universal razonable y racional que fundaba el conocimiento, la política, la moral, la medicina, el derecho, las artes, la técnica, la economía, etcétera. Aceptando esto diríamos que, en buena medida, el racionalismo, el idealismo y sus consecuencias fundaron un orden social. La mayoría de los presupuestos de la filosofía del sujeto entraron en crisis durante el siglo XX, pero sobre todo con el desarrollo de las neurociencias, que junto con la psicología cognitiva, la teoría de la decisión, entre otras disciplinas, socavaron la idea del sujeto unificado, coherente y consciente de sus actos, ya anunciado en algunas de las ideas de Sigmund Freud.
La crisis del libre albedrío. Una de las más famosas controversias centrales del humanismo conectadas con la problemática de la conciencia fue el debate entre Erasmo y Lutero sobre el libre albedrío (los protestantes lo negaban). Punto central de la teología moral del cristianismo y de la antigua idea de conciencia moral, el libre albedrío es la idea de que nosotros tomamos nuestras propias decisiones y que éstas son el reflejo profundo de nuestra alma, nuestra inteligencia y nuestra capacidad de razonar. Descartes plantea precisamente que la consecuencia moral del dualismo es que nuestra mente puede ser independiente y reafirmarse como principio trascendente. Sin embargo, a partir del siglo XVII, la ciencia moderna dio a luz a una nueva concepción de los mecanismos físicos del universo que se apoyaba en la noción radical de causalidad; así nació el determinismo físico. La tesis central del determinismo es que nada escapa a la causalidad (ni siquiera las ideas producidas por nuestra mente). El filósofo pionero y que llegó más lejos formulando las consecuencias de esta concepción para la acción moral fue Baruch Spinoza, quien rechazó el dualismo defendiendo la idea de que la mente y el cuerpo están ligados por un vínculo de causalidad: la mente es aquello que el cuerpo fabrica para poder orientarse en el mundo. La noción de que podemos decidir por nosotros mismos es antes que nada una ilusión, una especie de error de percepción sobre el funcionamiento de nuestra propia mente: una falta de conocimiento de la causalidad. Hoy en día, esta concepción spinozista se ha discutido a la luz de la explotación de los datos de las redes (que indexan y compilan cientos de miles de minidecisiones cotidianas a partir del uso que hacemos de nuestros dispositivos). Lo que revelan estas dinámicas es que las máquinas “conocen”, y en todo caso anticipan, mejor que nosotros mismos nuestras propias tendencias decisionales. El historiador pop Yuval Noah Harari resumió perfectamente la situación en una reciente entrevista:

Creo que el problema principal de la creencia en el libre albedrío es que hace que seamos complacientes y no tengamos curiosidad sobre por qué tomamos las decisiones que tomamos. Cuando crees en el libre albedrío, asumes que cualquier cosa que decides es tu libre albedrío. Que no hay nada que investigar ahí. Pero en realidad, a medida que la ciencia y la tecnología se han vuelto más sofisticadas, entendemos cada vez mejor los mecanismos biológicos, sociales y culturales que hay detrás de nuestras decisiones. Y también se está volviendo más fácil que nunca manipular las decisiones de los humanos. La gente más fácil de manipular es la que cree en el libre albedrío porque ni siquiera sospecha que puede ser manipulada.1

La herencia maldita del siglo XX. Quizás manipulación y condicionamiento sean las dos palabras clave del proceso que, durante la primera mitad del siglo XX, condujo a la caída del mundo kantiano (el de “la filosofía del sujeto”, o sea la que enaltecía la definición de la humanidad a partir de la racionalidad) en manos del totalitarismo. La propaganda de masas fundó no sólo un nuevo tipo de política sino un nuevo tipo de sociedad y hasta un nuevo fundamento antropológico. Dándole razón a Freud, los propagandistas se apoyaron en la idea de que los seres humanos somos altamente irracionales, que estamos sujetos a nuestras emociones primarias (odio, miedo, asco y demás) y, sobre todo, que bajo las condiciones correctas de adoctrinamiento ideológico somos capaces de participar voluntariamente en crímenes masivos. Las técnicas de la propaganda fueron planteadas como una parte constitutiva de los medios de comunicación a gran escala, sobre todo en los países democráticos. Walter Lippman fue el primero, en 1925, en sacar las conclusiones centrales para el futuro de las democracias representativas: el rol central de los medios cambiaba la calidad y el estatuto de la información, haciendo del “público” una masa irracional e ignorante, presa de las pulsiones fundamentales que desataban los cálculos políticos de los intereses a los que servían los medios. Lippman planteaba la necesidad de una tecnocracia (reformulando así una tesis de Platón) que preservara elementos básicos de la representación. La herencia maldita del siglo XX es entonces la que hoy estamos viviendo con la pulverización de la experiencia del mundo común; los ataques repetidos a la factualidad, la polarización política y el ascenso vertiginoso al poder de charlatanes, payasos, manipuladores y demagogos. No es que nuestras capacidades cognitivas no sean buenas, pero sólo pueden ejercerse a conciencia y con seguridad en ciertos marcos comunes y con protocolos de control de lo que pensamos que es la realidad. El insulto, la bronca y el consumo de ideas paralelas a nuestro sentir es muchísimo más rápido.
Las extrañas consecuencias de la automatización. El progreso de la automatización en los últimos quince años ha sido espectacular. Los problemas que plantean el uso de la inteligencia artificial, la economía de los Big Data y el desarrollo de las aplicaciones abren la posibilidad de una nueva era del control de las conciencias, aún más insidioso que el de antes porque requiere nuestra participación activa, cotidiana, y la suspensión de todas nuestras facultades. El modelo se alimenta de técnicas perfeccionadas por las neurociencias y la psicología cognitiva. Nuestro consumo de WhatsApp, Pinterest, Twitter, Facebook… funciona enteramente calcado a partir de los circuitos de satisfacción que revelaron los miles de estudios que describieron el funcionamiento de los circuitos neuronales de las adicciones. ¿Cómo resistir esta tendencia? La postura de John Dewey, respondiendo a Lippman, hacía énfasis en la necesidad de un marco legal para controlar o limitar la influencia de los medios, reafirmando nuestra confianza en los individuos capaces de razonar pragmáticamente a través de nuevas formas de deliberación democrática. ¿Es posible esto hoy con Twitter? ¿Sería acaso mejor desconectarse radicalmente o usar los dispositivos con reglas estrictas? La paradoja enunciada por Spinoza y comentada por Harari se quedará con nosotros: hasta que no sepamos cómo funciona concretamente “nuestra mente tramposa” (Steven Novella) seremos víctimas de nuestro propio funcionamiento. Quizás así podamos rescatar nuestra capacidad de entender e inteligir el mundo mediante métodos para acercarnos a la verdad y, así, tomar decisiones fundadas.

Imagen de portada: René Descartes, Tratado del hombre, 1664. Wellcome Collection CC

  1. Ramón González Férriz, “Yuval Noah Harari: El covid puede originar el peor sistema totalitario que haya existido”, El Confidencial, 27/10/2020. Disponible aquí