Aunque están centradas en la época del terror estalinista, las memorias de Nadiezhda (nombre que en ruso significa esperanza) Mandelstam abarcan también los años posteriores a la represión y muerte de su esposo, Ósip, y de muchos de sus amigos, cuando la sobreviviente tuvo que cargar con el estigma de haber amado a un “enemigo del régimen”. Las vicisitudes que esta condición le supuso —como no poder vivir en la capital ni a tantos kilómetros a la redonda de ella, como la de no poder conseguir trabajo durante muchos años y como la de saberse espiada por todos y hasta en los lugares más íntimos— reflejan la disolución, mas no la desaparición, del terror y las estructuras represoras instauradas durante la Unión Soviética. [N. de la E.]
En la década de los cuarenta, la encargada del gabinete marxista-leninista de la Universidad de Tashkent era una viejecita de pelo corto que andaba con muletas. Decían que la había atropellado un ciclista despiadado, y que los médicos tuvieron que amputarle una pierna por haber comenzado la gangrena, pero Usova juraba y perjuraba que lo hicieron adrede porque todos estaban hartos de ella. La viejecita me hizo un gran favor y no creo en las maliciosas insinuaciones de Usova.
La anciana, miembro del partido desde el año 1905, había ocupado antes un cargo muy importante, pero al quedar coja no tuvo más remedio que refugiarse entre los muros de la universidad. Nadie la tomaba en serio y, como es natural, no contaban para nada con ella; sin embargo, le tenían algo de miedo. Se orientaba como un cachorro ciego en la nueva realidad estatal, pero se atenía celosamente a los legados del pasado y estaba dispuesta a armar jaleos por cualquier cosa. Resulta difícil comprender cómo pudo salir indemne de la época de Yezhov; lo más probable es que se hubieran olvidado de ella porque estuvo más de un año en el hospital, pero si, por casualidad, se hubieran acordado de ella, no tendrían ningún reparo en presentarse allí con la orden de arresto. Se han dado casos semejantes. Un día que hacía cola en la cárcel de Butirki en la fila de la letra “M”, una homónima me contó que a su marido, un viejo de setenta años —¿no sería el abogado?— se lo habían llevado desde la clínica donde lo trataban de una grave dolencia cardiaca. Lo más verosímil es que la anciana coja, con tantos años de militancia en el partido, fuera un anacronismo de tal especie que nadie se acordó de ella durante los años fatales. Sentada en el gabinete marxista-leninista ante una mesa atestada de libros preparaba mi tesis para el título de licenciada en filosofía. Eran las obras que se exigían en el programa y yo las revisaba rápidamente. La viejecita entró en el despacho y no creía lo que veían sus ojos: alguien leía en original las obras que tan gran papel habían desempeñado en su vida. Recordaría, seguramente, su juventud, la clandestinidad y la emoción que sintió al abrir El capital por vez primera.
“¡Ah —me dijo—, si todos los estudiantes leyesen como usted! No me piden más que el Diccionario filosófico”. Me sentí turbada por su inmerecido elogio. También yo conocía el modo de preparar el examen de filosofía a base de ese diccionario. “¡No, no! —repitió la anciana— Usted no los conoce: utilizan sólo los resúmenes, el diccionario y pare usted de contar.” Me permitió llevarme todos los libros a casa y habló con mis examinadores para disponerlos en mi favor. “No conoce usted a los jóvenes; ellos quieren aprenderlo todo de memoria, palabra por palabra, pero nosotros somos gente de edad y no estamos acostumbrados a ello. Si tropiezan, se acabó, un suspenso. Pero yo les conté todo, les dije cómo se preparaba, lo que leía y también les hablé de cómo lo hacen los estudiantes…” Lo segundo, es decir, lo que dijo de los estudiantes, fue lo más esencial. Por temor a la maligna vieja, mis examinadores no se atrevieron a suspenderme, aunque hacerlo era de lo más fácil: yo no estaba ducha en el arte del intercambio de réplicas, como si fuesen pelotas de tenis, y era muy capaz de confundir todos los congresos… Por los pasillos, además, ya se hablaba de que no se debía confiar en mí y que era preciso comprobar muy concienzudamente mis conocimientos. No era, ciertamente, una orden dada desde arriba que no se podía quebrantar, sino una iniciativa a los profesores jóvenes. No querían, simplemente, permitir que yo, una extraña, entrase en la privilegiada categoría de los profesores, que recibían excelentes emolumentos; dicho de otro modo, que pasase a ser un “cuadro”.
Ellos tenían buen olfato: a un kilómetro de distancia reconocían al elemento ajeno, por mucho que éste escondiera los ojos. En una palabra, la viejecita me salvó y ella sabía lo que hacía: no era fácil para una persona desvalida hacer frente a una generación joven, intrigante, ambiciosa y llena de pasiones. Además, la viejecita se había dado cuenta, tal vez, de que entre ella y yo existía algo en común. En aquellos años nadie leía ni su literatura ni la mía. Tanto la una como la otra habían caído en desuso y ambas confiábamos en que resucitaría algún día, pese a todo. Tanto ella como yo creíamos en la inamovilidad de nuestros valores, aunque los míos estaban y están en la clandestinidad y su literatura, clandestina de la época de su juventud, se hizo, por el contrario, patrimonio del Estado. No obstante, tanto la una como la otra han perdido sus lectores.
Desde entonces, han transcurrido cerca de veinte años. La anciana habrá muerto seguramente hace ya mucho tiempo, pero existen aún personas de la década de los veinte que piensan igual que ella, que confían obstinadamente en que la juventud vuelva en sí y busque respuestas a todas las preguntas en el alfabeto dialéctico de sus años juveniles. Confían en que ese alfabeto fue abandonado porque lo sustituyó el “Cuarto Capítulo”.1 Pero hay también otros que son más jóvenes, no han cumplido aún los sesenta años, que sueñan con el retorno de ese “Cuarto Capítulo” y de todo cuanto lo acompañaba. Están bastante solos, pero se consuelan con la teoría de la tesis, la antítesis y la síntesis. Confían en llegar con vida a la síntesis y extenderse de nueva con toda potencia. Y, finalmente, está la juventud que recuerda los gloriosos hechos de sus padres, hoy día destituidos. “El fin no justifica los medios”, dijo uno de los estudiantes del grupo que yo enseñaba.
“Pues yo creo que los justifica” —le respondió severamente una bella muchacha que vivía en una espléndida casa y gozaba de todas las ventajas que podía ofrecer una ciudad provinciana a un habitante respetable: clínicas, sanatorios, almacenes exclusivos y secretos. El padre de esa joven, jubilado después del XX Congreso, había elegido para vivir la ciudad donde yo estaba de profesora. Era la única del grupo que sabía lo que quería, la única que había leído a Solzhenitzin; se manifestó absolutamente contraria a la publicación de semejantes libros. Si la anciana bibliotecaria se afligía de que los estudiantes no leyesen El Capital, esa joven se interesaba únicamente por el “Cuarto Capítulo” y el mantenimiento del orden. Ambas esperaban el retorno del pasado. En cuanto a mí, observo con emoción y esperanza cómo aumenta el número de personas que leen los poemas y La cuarta prosa de Mandelstam. Habitualmente el conjunto de ideas básicas se forma en la juventud y raras veces se revisa. Mis antagonistas y yo nos mantenemos en nuestras posiciones. Somos la tesis y la antítesis. No espero la síntesis, pero quisiera saber a quién pertenece el futuro.
Tomado de Nadiezhda Mandelstam, Contra toda esperanza. Memorias, Lydia Kúper (tr.), Acantilado, Barcelona, 2012, pp. 388-391. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Fotograma de Roma Liberov, Keep my Words Forever, 2015
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La autora se refiere al cuarto capítulo de la Historia del Partido Comunista (bolchevique) de la URSS, que trata del materialismo dialéctico. ↩