Uno pensaría que este librito, aparecido ya hace cincuenta años, estaría a estas alturas más bien muerto. Las cosas eran distintas entonces, otras las batallas políticas y culturales. En el París en que fue escrito sobrevivían, por ejemplo, algunos estructuralistas y pululaban los maoístas, unos y otros combatidos tácitamente en estas poco menos de cien páginas. En París y más allá París se acostumbraba una narrativa sorda y demandante, o lúdica y desafiante, hoy ambas casi en desuso, y este libro parecía estar allí para defenderlas y aun para fomentarlas. Lo que es más: en aquellos años no habían detonado todavía —no del todo— los estudios culturales, que hoy (en retrospectiva) hacen lucir la crítica practicada en esta obra un poco demasiado formal, fatalmente eurocéntrica y apenas sensible a las demandas de las minorías. Todo esto es cierto y, sin embargo, también lo es que casi todo aquí sigue vivo. El placer del texto aún produce lo que su título anuncia —y aún golpea—.
Publicado en 1973, El placer del texto es uno de los libros capitales de Roland Barthes (1915-1980) —que es como decir uno de los libros capitales de la crítica literaria—. En su momento supuso un hito en la obra de su autor, la culminación —al fin— del largo y bello itinerario con el que un cierto Barthes se desprendió de otro cierto Barthes. Atrás quedaba un crítico más metódico y estructuralista (nunca del todo metódico y estructuralista) y acá despegaba, ya sin ataduras, el escritor sensible y caprichoso, memorioso y rutilante, que solo sería apagado seis años más tarde por una criminal camioneta de lavandería. El término clave aquí es placer, la categoría que Barthes reivindica en este libro y que conduciría a partir de entonces sus búsquedas y frases. Es esta palabra —la puesta en el centro de esta palabra— la que le permite librarse de una vez por todas de los mandatos del Partido y de la Academia y atravesar de un nuevo modo los textos, de manera todavía más potente, al margen de conceptos como orden, unidad o ideología y con el cuerpo, el cuerpo del crítico, siempre por delante.
El placer del texto se ocupa, sobre todo, de la lectura, pero lo primero que asombra es su escritura. Aquí está la emblemática prosa de Barthes: fragmentaria, aforística, de pronto impenetrable y a ratos transparente, a un tiempo tensa y exaltada, salpicada de chispazos y cursivas. Aquí, como en todo Barthes, la escritura, antes que referir el pensamiento, piensa frente a nosotros, siempre contra la inercia, tapizando las páginas de asociaciones, alumbramientos, descalabros. Aquí, esta es la novedad, esa prosa siente con más intensidad que antes. Escrita en el placer, divaga, recurre con frecuencia a la primera persona y, más que argumentar, se expone. Habría que decir: se expone pudibundamente. Lejos de los desvergonzados practicantes del “ensayo personal”, Barthes cree en la intermitencia: aparece y desaparece, despunta de pronto y apenas después vuelve a ocultarse, confiado en que “el lugar más erótico de un cuerpo está justo allí donde la vestimenta se abre”.
Glosar las ideas de este libro supone fijarlas —mientras que en el libro bailan—. A grandes trazos, la obra propone una dicotomía entre placer y goce que la misma obra desdibuja a cada momento. Habría textos de placer y habría textos de goce —y habría, claro, una multitud de textos, más redactados que escritos, que no producirían ni una ni otra cosa—. Los textos de placer serían aquellos que uno se lleva a la cama: obras legibles, disfrutables, cuya escritura nos desea y cuya lectura nos colma. Los textos de goce serían aquellos que uno recorre, y de pronto padece, frente al escritorio: escritos que parecen hechos justo para eso, para ser escritos más que leídos, y que, antes que satisfacernos, nos desafían y descolocan. Los primeros, dice Barthes, “provienen de la cultura” y en parte a ello se debe su encanto: nos son familiares y nos brindan la agradable sensación de hallarles (y hallarnos) sentido. Los segundos, por fuerza nuevos, perforan el sentido y, de paso, los “fundamentos históricos, culturales y psicológicos” de los lectores. En el placer nuestro yo se reafirma; en el goce nos perdemos. Allá buscamos, y encontramos, una cierta plenitud; acá perseguimos —como en la pulsión de muerte freudiana, como en la jouissance lacaniana— nuestra propia y gozosa destrucción.
Así explicado, parecería que el libro desestimara la idea del placer frente a la del goce, como si al final del día el placer no fuera sino un goce menor, burgués, domesticado. Lo cierto es que Barthes celebra ambas cosas al mismo tiempo y, a decir verdad, se explaya más sobre los placeres que sobre los goces, porque estos últimos, si son ciertos, son indecibles. Del placer proviene, además, la crítica que él y los mejores críticos practican: el texto que leen los desea y despierta en ellos el deseo de escribir otro texto (también de placer) sobre ese texto. Lo que Barthes desdeña son las infinitas obras que no provocan ni una cosa ni otra, ni placer ni goce, y la crítica frígida que, en vez de desear y vibrar, comenta. Barthes apuesta por ambos textos, ambas experiencias, el placer y el goce, y quisiera que uno, lector, se moviera del mismo modo entre ambas escrituras: las que mecen y las que sacuden, las que reafirman y las que demuelen, las que brindan consistencia al mundo y las que extienden otro poco el abismo.
El placer del texto es un libro de placer pero también de combate. Son dos, sobre todo, sus adversarios: la “cultura de masas” —Guy Debord diría la sociedad del espectáculo— y esa izquierda partidista, militante, que demanda, en todos los órdenes, compromiso y disciplina. Allá, la “moral de la mediocridad”: obras enlatadas, producidas para todos y para nadie, que adormecen o entretienen pero rara vez producen placer y nunca goce. Acá, la “moral del rigor” (político y académico), enemistada con la risa y con la dicha, desconfiada de los cuerpos y atornillada a la idea de que los textos, los escritores y los lectores deben operar dentro de marcos ajustados. Allá, subraya Barthes, no hay goce porque este implica lo nuevo y la cultura de masas es una “máquina repetidora” que produce mucho y siempre lo mismo. Acá tampoco lo hay porque el goce implica, justamente, la puesta en suspenso de nuestras militancias.
No es difícil traer al presente estas batallas de Barthes. También hoy imperan esas dos morales, a veces fundidas una con otra, y acaso imperan con más éxito que entonces. La primera, la cultura de masas, se ha extendido y diversificado y se ha hecho de un cierto blindaje: criticarla es actualmente una tarea penosa porque de algún modo, en algún punto del camino, perdimos el vocabulario crítico para hacerlo y, cuando se intenta su merecida crítica, uno suena o nostálgico, antipopulista o, de plano, francamente amargado. La otra se ha esparcido más allá del Partido y de la Academia y es hoy una moral que, antes que rigor, exige corrección, una regulación política de los discursos para que no digan, y menos sientan, aquello que no debe ser dicho ni sentido. En ambos casos, repetición y límites: clausura del goce.
La estrategia de combate de Barthes bien podría seguir siendo la nuestra. Para defender la literatura contra sus adversarios —los textos de placer y goce contra sus enemigos—, Barthes empieza (y termina) por afirmar, convencida, belicosamente, la especificidad de la literatura. El texto literario, repite Barthes más de una vez, existe en un sensorio aparte: “no es un habla, no es una ficción, y en él el sistema está desbordado”. Aunque se levanta a la mitad del campo de batalla y está hecho de palabras, es “fuera del lenguaje” y al margen de la “guerra de los sociolectos”. Aunque se pone en marcha por sujetos marcados por géneros y clases y razas, lleva consigo los contextos y las ideologías solo como sombra. Para decirlo de otro modo: el texto literario —si de veras es— es otro y es irresponsable, desatiende las normas que regulan a los demás discursos y persigue la producción de placeres propios y aun del indecible gozo. También de aquí deberíamos partir nosotros. Nada menos —y nada más— deberíamos exigir hoy a la literatura.
Renunciar a todas las supersticiones salvo a aquella que cree en la soberanía del hecho estético
Siglo XXI, CDMX, 2014 [1973]
Imagen de portada: Nils Kreuger, Calle en Montparnasse, París, 1884