Si le creyera a mi álbum familiar, la primera vez que fui al mar era muy pequeño, tendría dos años de edad. Por supuesto, no recuerdo absolutamente nada, aunque las fotos insistan neciamente en confirmarme que sí, que en 1975 papá y mamá nos llevaron a Puerto Vallarta a mi hermano mayor y a mí. Tengo el álbum aquí, a mi lado, mientras escribo en Barcelona, una ciudad con mar, la ciudad en la que vivo desde hace veinte años.
La gente vieja de aquí suele repetir que Barcelona antes le daba la espalda al mar, hasta las obras de los Juegos Olímpicos de 1992. Mi papá también le daba la espalda al mar: era de Lagos de Moreno, a cuatrocientos kilómetros del mar, y solo nos llevó de vacaciones dos veces al mar, la de Puerto Vallarta, que, para colmo, como ya dije, ni siquiera puedo recordar, y la de Manzanillo, doce años más tarde, en 1987. De esa vez me acuerdo muy bien: hubo norte y no paró de diluviar.
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Más vale decirlo pronto, no pretendo engañar a nadie. Esta no es la historia de alguien que creció lejos del mar, que atesoraba una añoranza secreta por la arena y la sal y terminó cumpliendo ese anhelo al mudarse a vivir a una ciudad con mar. Nada más lejos de la realidad. De hecho, vivo en un barrio lejos del mar. Podría vivir en un barrio no solo cerca del mar, sino marino. También podría vivir en un pueblito costero. Pero vivo más bien cerca de la montaña y mi relación cotidiana con el mar se limita a contemplarlo a la distancia, allá abajo, cuando paseo a mi perro.
Tampoco quiero dar la impresión de que el mar no significa nada para mí, de que yo también le he dado la espalda siguiendo el mandato paterno, como suele llamarlo mi psicoanalista. Cada día hay un momento en que me detengo, tironeado por mi perro Pirata (que es bastante nervioso), observo el Mediterráneo a la distancia y me digo para mis adentros, suspirando:
—Qué bonito, el mar.
Pirata ladra —además de nervioso, detesta la literatura sentimental—. Tenemos que continuar.
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Abro el álbum de fotos de mis primeros años de vida. Ahí estoy yo, con dos años, en el mar. Aparecen también mi madre, mi abuela y mi hermano mayor —supongo que mi padre tenía la cámara en las manos y por eso no sale retratado—. Me detengo a observar una de las imágenes: mi hermano mayor y yo disfrutando de la arena; no tenemos pelota, pala, cubeta, juguetes, nada, e incluso así parecemos divertidos, contentos. Mirando el resto de las fotos es fácil concluir que fueron unas vacaciones felices. ¿Por qué tardamos tantos años en volver al mar?
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Nunca aprendí a nadar bien. Mis hermanos sí, pero yo no. La verdad, no entiendo muy bien por qué. No tomé clases, mi papá me enseñó lo que sé en la alberca del rancho de mi tío Mario, mi padrino. Lo mismo mi hermano mayor, aunque supongo que él, más tarde, en la adolescencia o incluso ya adulto, se preocupó por aprender de verdad. Yo sé lo mínimo indispensable para no morir ahogado, y de estilo, ni hablar. Mis hermanos pequeños sí tomaron clases de natación, recuerdo haberlos acompañado, y no sé por qué yo estaba afuera, seco, vestido, mientras ellos chapoteaban. ¿Habrá sido por dinero? ¿Habrán dado por supuesto mis papás que yo ya sabía nadar? ¿Habrán pensado que eso era cosa de niños pequeños, como aprender a caminar?
Fuera lo que sea, nadar no era una habilidad apreciada ni en mi familia ni en mi pueblo. Nunca íbamos de vacaciones al mar, no teníamos alberca, nos metíamos a la alberca del rancho de mi tío tres o cuatro veces al año, solo empezamos a ir al club deportivo más tarde, cuando yo ya era adolescente. Nadar era como tocar el piano o como hablar francés.
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Dicen que si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña, así que como nosotros no íbamos al mar, el mar vino a Lagos de Moreno. Es decir, abrieron un restaurante de mariscos, se llamaba Costa Azul. Para nuestra suerte, los propietarios eran la familia de la esposa de uno de nuestros primos. Eso, en Lagos, donde el amigo del cuñado del vecino del primo de tu sobrino es tu amigo, es familia íntima. ¡Y resultó que a mi papá le encantaban los camarones a la diabla! Así que empezamos a ir al Costa Azul los domingos. Ese era nuestro mar: huachinango a la veracruzana, tostadas de ceviche, coctel de pulpo, de camarones, de ostiones.
Al Costa Azul íbamos a comer solo los domingos, ahí empezaba el descanso semanal de mi papá, que trabajaba de lunes a sábado y los domingos por la mañana. La tarde del domingo: el tiempo destinado al placer. Comíamos mariscos, papá y mamá dormían la siesta, veíamos una película en la videocasetera, visitábamos a mis abuelos y tomábamos un helado o un elote en el centro.
La familia de la esposa de mi primo era del sur, digamos de la costa de Campeche —es mentira, una licencia clásica de la autoficción—. Y ella, la esposa de mi primo, era exuberante: guapa, extrovertida, fumaba, se maquillaba de manera estridente, vestía minifalda y blusas de escote generoso. Mi abuela, mi mamá y mis tías la “adoraban”. Le he puesto comillas a las cursivas para que nunca se sepa si la frase es o no es irónica —como que una cosa anula a la otra, pero algo permanece resonando, una sospecha retórica.
Durante muchos años, el Costa Azul estuvo de moda no solo en Lagos, sino en toda la región: venía gente de Aguascalientes, venía gente de León, hasta de Salamanca; pasaban la mañana en los toboganes del parque acuático y luego iban a comer mariscos. De manera totalmente absurda e inesperada, Lagos se había convertido en el mar de la región.
Por cierto, ahora acabo de acordarme de lo que yo comía en el Costa Azul: ancas de rana. Me encantaban. Pero las ranas son de charco, de presa, de río o de ranicultura —escribí la palabra de broma y resulta que la encontré en el diccionario: otro chiste que fracasa por culpa del realismo—. El caso es que las ranas no son de mar. Va a resultar que sí le doy la espalda al mar, obedeciendo el mandato paterno. Necesito consultar a mi psicoanalista. El lunes me toca terapia (hoy es viernes); seguiré escribiendo el martes.
Martes
Mi psicoanalista me pidió que escribiera, con todo lujo de detalles, lo sucedido en 1987, en las vacaciones de Manzanillo. Tal y como ya creo haber dado a entender, incluso de manera exagerada, a mi papá no le gustaba ir de vacaciones; no solo al mar, a ningún lugar. A mi papá lo que le gustaba era la rutina: trabajar, trabajar, trabajar, trabajar. Lagos de Moreno es un lugar ultracatólico, reaccionario, pero mi papá estaba más cerca de la ética puritana del protestantismo anglosajón. Esfuerzo, dedicación, perseverancia, honestidad. Bajo esta óptica, las vacaciones eran un desperdicio de tiempo. Si se trataba de descansar, él ya descansaba en casa. Si se trataba de diversión, él ya se entretenía en las horas muertas del trabajo y por las noches, leyendo y viendo la televisión. Además, no tenía espíritu de aventura ni curiosidad. Eso ya lo escribí en otro lado, en una novela en la que le adjudiqué esa característica psicológica a un personaje, al papá del protagonista y narrador (jeje): “¿Para qué quieren ir? —nos repetía mi papá—, todo el mundo es igual, todas las ciudades son iguales, unas más grandes, otras más pequeñas, más feas o más bonitas, pero iguales”.
Podría decirse que mi papá tenía un carácter ascético, o al menos cierta tendencia al ascetismo puritano, ese que sospecha permanentemente de los placeres de la vida: “la ascesis es un control vigilante, voluntario y hostil a los instintos que implica una reglamentación sistemática de la vida, subordinada a la finalidad religiosa”, diría Max Weber. Mi papá era agnóstico y no asociaba los placeres al pecado, los asociaba a la corrupción: tener dinero para ir de vacaciones, en aquellos años ochenta de inflación y devaluación, era indecente, solo podía ser fruto de actividades deshonestas.
Contra todo pronóstico, en 1987 mi mamá convenció a mi papá de llevarnos al mar. Habían comprado un paquete, todo incluido, para pasar cinco días en un hotel nuevo en Manzanillo, pero cuando llegamos, luego de pasar siete horas apretujados en el coche —para aquel entonces ya habían nacido mis tres hermanos menores—, resultó que las habitaciones y la alberca eran minúsculas. Ante la indignación de mis papás, el gerente del hotel se defendió de las acusaciones de fraude mostrándonos el folleto con el que la agencia de viajes nos había vendido las vacaciones: no había engaño, ahí estaban las fotos. Ese día aprendimos mucho de perspectiva.
Mi papá decidió cancelar la reservación y nos fuimos a buscar otro hospedaje, con tan buena suerte que encontramos una oferta baratísima en un hotel grande con todos los servicios. Pequeño detalle: no lo habían terminado de construir todavía.
Una vez que mi papá realizó el pago y mientras trasladábamos las maletas del coche a la habitación, se hizo de noche. Rarísimo: eran las tres de la tarde. Pasamos por la recepción con una cara tan aterrorizada que la recepcionista trató de tranquilizarnos:
—No se preocupen, es que hay norte.
—Ah, dijo mi papá, ¿y cuánto va a durar?
—Cinco días.
A pesar de lo que me pidió mi psicoanalista, no quiero recrearme en el fracaso de esas vacaciones, en esos días eternos jugando a las cartas, viendo la televisión, en esas comidas en el restaurante vacío, en nuestros paseos por los pasillos del hotel entre albañiles, electricistas, pintores y cerrajeros, mientras afuera retumbaba, tronaba, y el viento y la lluvia golpeaban con furia los cristales de las ventanas recién instaladas. A veces nos asomábamos para contemplar el mar y estaba lloviendo tan fuerte que ni siquiera se veía. Pero el mar nos imponía su presencia de otra manera, rugiendo, furioso, las olas enormes reventando en la playa como un padre malhumorado. Para mí, estaba clarísimo: el mar no nos quería.
Mi recuerdo más nítido de aquellos días fue que en una cena nos pusieron copas con agua y una rodajita de limón y yo, después de pelar camarones, sumergí los dedos ahí para limpiármelos y hacer desaparecer el olor; me pareció el colmo de la elegancia, pero en seguida vino el mesero enojadísimo y me regañó, porque el agua era para beber.
Supongo que de este ejercicio de escritura mi psicoanalista piensa que sacaré algún provecho más allá de la humillación. Restarle poder al mandato de mi padre, alguien incapaz de proveer a su familia de unos días de placer, llegando incluso a sabotear las vacaciones, porque ¿acaso es verosímil que mi papá no supiera de la tormenta que se pronosticaba para esos días?
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Hubo una tercera vez en que fuimos de vacaciones familares a la playa, a Melaque, cuando yo ya me había ido de Lagos a estudiar a Guadalajara. En aquella ocasión no hubo norte, tormenta: hubo tanto sol, tantísimo, que mi papá por darle la espalda al mar acabó con quemaduras de tercer grado.
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Y a pesar de todo —es un a pesar de todo enorme, gigantesco—, la decisión más importante de mi vida la tomé mientras contemplaba y escuchaba al mar. Fue en Rosarito, en 1998, en lo alto de un acantilado. El mar estaba lejos, allá abajo, y unos minutos antes había visto pasar una manada de delfines. Ahí acabé de convencerme de abandonar mi vida de aquel entonces —mi trabajo, mi profesión, mi departamento, mis amigos, Guadalajara— e irme a Xalapa a estudiar literatura. El mar me empujó. Fue su inmensidad, para ser exactos, la consciencia de lo infinito y de lo eterno. Por eso la decisión fue tajante, blanco y negro, borrar mi pasado, volver a empezar. Es lo que nos pasa a los que crecimos lejos del mar: no tenemos experiencia con lo ilimitado.
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Si supiera nadar bien, nadar de verdad, me imagino que tendría una relación distinta con el mar, más cercana, quizá incluso viviría en un barrio marino o en un pueblito costero. Por eso también, aunque vivo en una ciudad con mar, vivo más bien cerca de la montaña, desde donde puedo contemplar el mar, allá abajo, a la distancia, mientras paseo a mi perro, y exclamar, protegido por la ironía, seguro de que así no me voy a ahogar:
—Qué bonito, el mar.
Me pregunto qué sentirá la gente que sí lo sabe apreciar. ¡Qué melancolía!
Imagen de portada: Eleonore Koch, Sin título, 1984-1985. Cortesía de Travesía Cuatro y Almeida & Dale