Heterotopías

Contracultura / dossier / Marzo de 2021

José Luis Paredes Pacho

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The trip was more the journey than the destination Christopher B. Strain


This, like love and sex, is in the body Meridel Le Sueur


Siempre que haya un canon, habrá disenso. Discrepancias y defecciones que irrumpen de mil formas. En el siglo XIX varios proletarios itinerantes formaron una “contrasociedad” nómada, reivindicaban la libertad de la mujer y el amor libre mucho antes que los hippies y viajaban de gorra por la red ferroviaria recién construida en Estados Unidos, ayudados por mensajes escritos con una caligrafía secreta: les llamaron hobohemios1. En el siglo XVIII los Shakers (Sociedad Unida de Creyentes en la Segunda Aparición de Cristo) huyeron de la persecución que sufrían en Inglaterra para fundar una colonia en Estados Unidos, donde adoraron a Dios mediante danzas extáticas que les dieron su nombre. Mejor conocidas y más contemporáneas, las Guerrilla Girls surgieron en 1985 decididas a cuestionar el patriarcado en el sistema de arte occidental y, años después, aparecieron las Riot Grrrls buscando “bombardear el centro neurálgico de la falocracia del rock”, según dijo Kim Gordon de Sonic Youth. Son muchos los conceptos para referirnos a estas posturas, que van desde la simple contestación hasta la búsqueda de crear algún tipo de heterotopía: culturas subterráneas, comunidades intencionales o experimentales, estilos de vida alternativos, outsiders, bohemias, culturas de resistencia, cultura dropout, automarginación, zonas autónomas temporales, cultura DIY [Do it yourself], autogestión. Muchos prefieren usar un solo vocablo: contracultura, cuyo máximo referente fueron las agitaciones juveniles de los años sesenta. El historiador Theodore Roszak popularizó el concepto en 1969 con su libro The Making of a Counter Culture. Desde entonces la palabra parece estirarse y encogerse al gusto del interlocutor. En un trabajo académico de 1960, John Milton Yinger usó por primera vez contraculture (todavía no counterculture) para referirse a un fenómeno mucho más desarrollado que una simple subcultura, al menos por su capacidad de generar una serie de normas y valores propios opuestos a la sociedad dominante. Décadas después, Christopher B. Strain consideró que la contracultura no era una actitud uniforme, salvo por la sensación de tener un enemigo común y rechazar todo aquello que el mainstream de la sociedad estadounidense de los sesenta daba por sentado. El catalán Salvador Clotas encontró en el dandismo del siglo XIX una especie de heroísmo contracultural equivalente a los beats y los hippies, pero tampoco pudo explicar su sentido singular sin referirse al contexto al cual el dandy se oponía. El dandy es un personaje distinto en cada periodo histórico, concluyó. La contracultura es una experiencia heterogénea incluso durante una misma época. La de los sesenta tampoco fue un único movimiento, sino varios, por lo que Arthur Marwick prefiere usar el término como adjetivo (contracultural) y no como sustantivo (contracultura). En todo caso, las confrontaciones o desengaños mutuos nunca faltan. Pienso en la visita que los incontenibles Merry Pranksters hicieron a la mansión que Timothy Leary compartía con su grupo. Ambas comunidades psicodélicas eran igualmente célebres en 1964, pero Leary ni siquiera se dignó a bajar para recibirlos, según registraron Alex Gibney y Alison Ellwood en su película Magic Trip. Ken Kesey’s Search for a Kool Place. El concepto remite a realidades tan disímiles que resulta elusivo definirlo: incluye la experimentación con las drogas, pero también posturas identitarias, como los lowriders o el Movimiento Estudiantil Chicano de Aztlán. Alude a las fiestas con LSD de los Acid Tests, con sus luces negras y estrobos, al igual que a los extáticos raves clandestinos de los noventa. Refiere tanto a las caravanas nómadas de los New Travellers de Gran Bretaña, como a infinidad de grupos de rock, claro. Recordemos ahora a los Grateful Dead, que vivían comunitariamente, o a The Fugs, grupo fundado por el poeta Ed Sanders que editaba una revista mimeografiada y apenas engrapada llamada Fuck You: A Magazine of the Arts; pero también a bandas mexicanas más recientes como Virginidad Sacudida (punk femenino mexicano), y al colectivo artístico militante de las rusas Pussy Riot. La contracultura remite también a las modificaciones corporales de los llamados Modern Primitives, para quienes el dolor que provocan las perforaciones es una forma de alcanzar estados alterados de conciencia. Mencionemos igualmente a las disidencias sexuales, a la cultura fetish con sus fiestas body-ritual itinerantes organizadas por Torture Garden en los noventa. Pero también la radio pirata y las revistas mexicanas de los setenta como Piedra Rodante y Yerba, además de autopublicaciones (o fanzines) como Puro Pinche Ruido. Y hasta la longeva revista Generación. Muchos de estos experimentos son efímeros. A veces terminan generando una nueva ortodoxia que sucumbe ante alguna nueva oposición, otras perduran durante más tiempo. Entre los espacios que hoy persisten están el foro multimedia Melkweg, en Ámsterdam, abierto desde 1970 en una fábrica de leche abandonada, o la Dial House de Penny Rimbaud, del grupo Crass, una open-house autosustentable y anarcopacifista, fundada en 1967 en Inglaterra. Hoy el voguing festeja a los cuerpos disidentes organizados por todo el mundo en colectivos (“casas”), mientras la añeja comuna The Farm, fundada en 1971 en Summertown, Tennessee, sigue funcionando. Todavía encontramos espacios literarios como el Nuyorican Poets Cafe (para spoken word) o la librería City Lights (cuna de los poetas beat), fundados en 1973 y 1953, en Nueva York y San Francisco, respectivamente; al igual que el Foro Alicia, que hoy es centro de reunión de punks, skatos y surfers en la Ciudad de México. Indagar cómo las comunidades alternativas de largo aliento gestionan su autonomía muestra la imaginación que estos universos deben desplegar para lidiar con problemas materiales. El Tianguis del Chopo creó comisiones para evitar que sus representantes concertaran acuerdos con las autoridades a espaldas de su comunidad. La asamblea general del WUK, un centro multicultural de Viena creado en los setenta en una fábrica de ferrocarriles abandonada, tuvo que desarrollar contrapesos para equilibrar las decisiones de los miembros dedicados a las labores de gestión y administración del enorme recinto (una especialización necesaria, pero que tiende a alejarse de las necesidades del resto del colectivo, me explicó alguna vez un integrante). La comuna Christiania, establecida en una base militar abandonada de Copenhague, permitió el uso de drogas desde su inicio en 1971, pero más tarde debió discutir si restringía o no su venta, pues los comerciantes habían generado tantas ganancias que terminaron distanciados de los intereses comunes. El dilema que afrontaban era enorme, según me contó un christianita: prohibir la droga significaba ir en contra de los principios fundacionales de la comuna. Como se ve, a veces resulta más difícil autogestionarse que enfrentar al mundo externo.

Murales y carteles en Christiania. Fotografía de Smurrayinchester, 2016. CC.

En los sesenta la contracultura abarcó posturas apolíticas o antipolíticas, pero también momentos politizados. Podemos pensar en los provos de los Países Bajos, quienes robaban bicicletas, las pintaban de blanco y las dejaban en las esquinas para que cualquiera las utilizara (versión gratuita y libertaria de nuestras Ecobicis). Algunos estudiantes de la SDS (Students for a Democratic Society) se escindieron y crearon el colectivo radical Weather Underground (nombre tomado de una canción de Bob Dylan). Los cismas cundían por todas partes: los Diggers fueron una escisión del San Francisco Mime Troupe que quería cambiar al mundo haciendo teatro en los parques, de acuerdo con el manifiesto del “guerrilla theater”. Pero los Diggers fueron más allá, ya no buscaron educar al público, sino borrar toda distinción entre actor y audiencia, además intentaron abolir el dinero creando tiendas libres, donde podías llevarte lo que quisieras gratis, y regalaron comida en los parques, para lo cual debías atravesar un gran marco amarillo que llamaron Free Frame of Reference. Pronto vino un nuevo desacuerdo: Jerry Rubin y Abbie Hoffman dejaron al grupo para formar un nuevo colectivo, los Yippies, en busca de mejor provocar a los media mezclando la guasa con la protesta. En todo el globo las rebeliones estudiantiles de 1968 estuvieron cruzadas por la política y la contracultura. La Nueva Izquierda estadounidense, los movimientos por los derechos civiles, el Free Speech Movement, los feminismos, las protestas pacifistas contra la guerra de Vietnam, para muchos fueron parte definitoria de la contracultura de los sesenta en Estados Unidos. Escribe Marwick:

Al hablar de contracultura el énfasis se pone en la ropa, en los valores generales, el estilo de vida, las actividades de ocio, mientras que en el movimiento de la New Left la preocupación radicaba en aquellos que estaban políticamente activos de manera genuina y que tomaban parte en las manifestaciones de protesta.

Siempre se discrepa. Después de todo, una palabra que se refiere a la cultura del disentimiento no podía sino invocar desacuerdos hasta para definirla. Algunos consideran que la contracultura comenzó en los cincuenta con los poetas beat; otros, como Fernando Savater, opinan que todas las civilizaciones han procreado sus rebeldías (que él prefiere llamar heterodoxias). Para muchos desencantados, la contracultura murió con el consumismo de masas, para otros es una reacción crítica producto, precisamente, de la economía de la abundancia. Los españoles Luis Racionero y Luis Antonio de Villena desechan el término, pues ambos consideran que se trata de una desafortunada traducción de “counter-culture”. El primero prefiere hablar del “underground” y el segundo propone los conceptos de “cultura marginal”, “nueva cultura” o “cultura a la contra”, afirmando que, más allá de los sesenta, sí hay una constante histórica de lo que llama:

la voluntad de la marginación optimista, la búsqueda posible de la felicidad aquí y ahora —en la Tierra—, el deseo permanente de ser (también en lo íntimo) confraternales y libres.

Por su parte, nuestro más emblemático personaje de la contracultura, José Agustín, aventura en su libro La contracultura en México una definición de tipos ideales, como una entelequia maniquea, que los protagonistas parecen encarnar purista y sucesivamente incluso de manera inconsciente. Ken Goffman, militante de la contracultura ciberpunk de los noventa y director de la extinta revista Mondo 2000, cree que definir genéricamente la contracultura como “contraposición a la cultura oficial” resulta tan laxo que permite incluir expresiones de todo tipo, hasta las autoritarias que se oponen a valores ya ganados, como el derecho al aborto, la libertad de expresión, el pluralismo o las libertades sexuales (algo evidente después de que los trumpistas tomaran el Capitolio). Y es que la contracultura puede ser entonces tanto de izquierda como de derecha. Rita Segato lo lleva aún más lejos: para ella el nazismo actual puede ser inclusive una forma de contracultura fundamentalista.

Mondo 2000, núm. 6, 1992. Internet Archive. CC

Por su parte, Eric Zolov encontró en México una contracultura universitaria intelectual que despreció a la generación de La Onda (1966-1972), a la que el académico llama contracultura callejera. Representativas de la contracultura mexicana culta o más exquisita fueron revistas como El Corno Emplumado, de la hippie comunista Margaret Randall y el poeta Sergio Mondragón, y quizá S.Nob, de Salvador Elizondo; así como personajes del calibre de Jodorowsky y Gurrola, donde la contracultura se cruzó con el arte, o pintores como Zalathiel Vargas. Lo cierto es que la contracultura permeó casi todos los ámbitos de aquel México autocrático. Pensemos en los experimentos de educación alternativa (las escuelas activas, o La No Escuela del doctor Jorge Derbez); así como en el psicoanálisis de Salvador Roquet o, para la religión católica, en el sacerdote Enrique Marroquín, que escribió La contracultura como protesta y le puso el nombre jipitecas a los hippies mexicanos. Los contrastes no se quedan ahí: es indicativo el caso de los hippies locales y extranjeros que proclamaban la vida comunitaria recurriendo a imaginarios indígenas, aunque no necesariamente comulgaron con las verdaderas comunidades nativas. El escritor mazateco Álvaro Estrada, biógrafo de María Sabina, cuenta que los hippies y los jipitecas se pasaban el día fumando mota, viajando en hongo y meditando en flor de loto en el río, pero pocos se interesaron por participar en las costumbres locales y las faenas colectivas, como el tequio (a pesar de que los habitantes de Huautla intentaron convocarlos entusiastamente). Muchos de estos experimentos buscan conciliar la libertad individual con el bien común, reapropiarse de los cuerpos, hacer de la vida una fiesta y una estética, recuperar los recursos y la toma de decisiones en beneficio de una colectividad concreta menos jerarquizada. A veces pretenden incluso configurar y gestionar comunidades a una escala más humana, al menos comparadas con las sociedades de masas regidas por corporativos. No es un riesgo pequeño, pocos lo logran. En una reciente conferencia para el Museo del Chopo, Rita Segato comentó que la contracultura fue importante para su generación, pues le colocó un nombre a la insurgencia simbólica y a la insurgencia artística, pero consideró que el término era demasiado derivativo:

Por eso es importante buscar otro vocabulario, para poder inventar nuevos caminos al ir andando entre las brechas y las fisuras del discurso dominante. [Y propuso, en cambio, la palabra re-existencia.] Re-existir es hilar un camino propio, a partir de una ruptura con lo que existe.

Las disidencias marginales que aquí hemos glosado nos dan una idea del transcurrir histórico como una yuxtaposición de efímeras constelaciones aleatorias, diversas narrativas inmersas en tensiones y rupturas históricas. Ya no como parte de un relato único o de una sucesión lineal de sistemas genéricos universales, sino la historia que “se sale” de la Historia. Siempre que haya preceptos habrá disidencias. Es fácil decretar la muerte de la contracultura, más difícil resulta identificar sus probables resonancias libertarias. Sería todavía más complejo hacer, con urgencia crítica, el intento por darle un nuevo significado a una imaginación que no sea conformista.

Imagen de portada: Fotograma de Alison Ellwood y Alex Gibney, Magic Trip: Ken Kesey’s Search for a Kool Place, 2011

  1. En este mismo número incluimos una selección de la biografía de una de las hobos más célebres: Boxcar Bertha [N. de la E.].