dossier La noche JUN.2021

Bestiario nocturno

Alberto Chimal

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Escúchelos… Los hijos de la noche. ¡Qué música la que hacen! Bram Stoker, Drácula (1897)


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Cuando el joven abogado Jonathan Harker va a visitar a Drácula —el misterioso conde que da título a la novela de Bram Stoker— nos damos cuenta de que no es muy listo. Trata de racionalizar o hacer a un lado las señales de alarma; se va dando cuenta del carácter sobrenatural, diabólico de su anfitrión, pero muy despacio, como a su pesar, hasta el momento en el que está atrapado en el castillo del vampiro: hasta que ya es, de muchas maneras, demasiado tarde. Y uno de los muchos signos que Harker no quiere o no puede interpretar —aparte del aliento fétido del conde, del malestar físico que produce su mera presencia, de que nunca aparece de día, de los pelos que crecen en su palma, marca antigua de lo infernal y lo perverso— es la sintonía, el lazo del enemigo con la vida salvaje. En un momento memorable, los lobos empiezan a aullar afuera del castillo y Drácula, extasiado, los llama “hijos de la noche”. Sus sonidos animales, inarticulados, le parecen música. De inmediato, el vampiro quiere suavizar lo que acaba de decir. Pasa a hablar de las diferencias entre oriente y occidente, entre los lánguidos señoritos citadinos y los habitantes de Transilvania, habituados al rigor y la emoción de la caza, y Harker se siente inseguro, atacado en uno de sus puntos débiles. Pero no es difícil percibir la distracción y el engaño en sus palabras. Aunque los seres humanos de la región lo respetan, también le temen y, a su modo, lo desprecian. Incluso si se lee la novela entera en busca del racismo encubierto, y muchas veces inconsciente, de la Inglaterra victoriana, se descubrirá en el libro una intuición más profunda, un temor menos obvio que los de Dickens o de Kipling. Aun si fuera realmente a pesar de su creador, Drácula sería algo distinto de un otro, un extranjero que asalta y amenaza la civilización que Inglaterra representa. Es una bestia: una criatura in–humana, con más de carroñero —o de vampiro, por supuesto— que de hombre.

Tarjeta publicitaria de Tod Browning, _Drácula_, 1931 Tarjeta publicitaria de Tod Browning, Drácula, 1931

Más aún, su empresa no puede ser vista como la de una “horda invasora” (aquella etiqueta odiosa que el supremacismo blanco contemporáneo nos aplica a miles de millones en el mundo). No: Drácula llega a Londres solo y no necesita ayuda de otros como él, traídos del este de Europa. Porque además de matar, Drácula puede, si lo desea, convertir a sus víctimas: pasarlas a su bando. Lo hace con la desvergonzada Lucy Westenra y el sensible Renfield. Y aunque las víctimas convertidas traicionan todas sus lealtades y afectos anteriores para abandonarse por completo a sus apetitos y a la servidumbre de su nuevo amo, Drácula no ha destruido su conciencia ni la ha hecho a un lado, como hacen los demonios y los espíritus en los mitos acerca de la posesión. Drácula, el monstruo, el otro hijo de la noche, no controla los cuerpos de sus fieles ni enmudece sus almas: sólo deja salir algo que ya estaba —negado, oculto, ignorado— dentro de unas y de otros. Sólo permite que se escuche con más fuerza la música de la noche.

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La percepción de Bram Stoker de la animalidad humana —de lo instintivo sumergido por la razón y la civilización— y de lo monstruoso que encierra es una de las más influyentes de la literatura…, pero no es la única. El asunto parece habernos preocupado desde el principio del lenguaje (que es como decir desde el principio de la humanidad): las mitologías y tradiciones orales de todas partes contienen numerosas historias de criaturas bestiales agresivas, es decir, representantes de un miedo a los animales —y en especial a los depredadores— que tal vez se remonte, incluso, a tiempos todavía más antiguos, antes de la aparición misma del Homo sapiens. Evidentemente, no se puede saber si alguna de las muchas historias de antes de la invención de la escritura es tan antigua, precisamente porque la memoria es falible, caprichosa. Los que hubieran podido ser hechos documentados se han perdido para siempre: se han quedado (la frase hecha es perfecta) “en la noche de los tiempos”. Sin embargo, el mito, que reúne los restos de esos recuerdos irrecuperables, puede ayudarnos. Podemos inventar una historia de esa noche remota, sin nombres, sin referencias verificadas, pero a pesar de todo cierta en lo esencial. De hecho, ya la hemos inventado, y en muchas ocasiones. Un ejemplo que me gusta por sutil es el de la película 2001: Odisea del espacio de Stanley Kubrick. En sus primeros minutos, que no son los más famosos, una tribu antiquísima de homínidos pasa sus noches en vela, escondida, escuchando los rugidos de un enorme leopardo, que los ha estado devorando uno por uno. Vemos los ojos redondos, encendidos de la bestia, que descansa sobre los huesos roídos de una presa. Y luego, un millón de años después, los ojos siguen presentes en el mundo, aunque ahora son los de otros enemigos de la humanidad. Nadie recuerda el origen del horror, pero el horror sigue ahí, como otro aviso de desgracia del que nadie hace caso. Probablemente el origen de todas nuestras pesadillas es así. Cada una es un terror de la vigilia, de la experiencia “objetiva”, que entró en nosotros desde antes de que naciéramos, en algún momento —alguna noche— de oscuridad e indefensión. Cada una es un terror que nos atraviesa durante la vida y pervive después de nuestra muerte, para continuar existiendo más allá de nosotros.

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La mayoría de las criaturas monstruosas se encuentra, como Drácula, afuera de los límites de una comunidad, más allá del terreno considerado seguro y rutinario. Traspasar esos límites —ir de lo conocido a lo desconocido— está prohibido porque invita al peligro, pero tarde o temprano, en la mayoría de las historias, los límites son traspasados: nunca falta un curioso imprudente, una mujer que ha sido maldecida, un príncipe con una encomienda, una niña atraída por un sueño, que vaya más allá de donde alumbra la hoguera, se aleje de las murallas de la ciudad, se interne por el bosque, el desierto, el mar, las montañas, las llanuras heladas. Y entonces aparecen los licántropos, habitantes de los bosques negros y sin senderos de Europa, seducidos por la luna; los ráksasa, demonios caníbales de ojos enormes y bocas sonrientes llenas de colmillos, que acechan en los páramos de la India; los tupilaq, que habitan cerca de las aldeas inuit en Groenlandia, son mitad niño muerto y mitad cuervo, y traen el mal siempre que un brujo se atreve a tener trato con ellos; el ave Piasa, que tiene rostro humano, barba de tigre y cuerpo escamoso, y que se alimenta una vez al año, para lo cual sale a cazar en las riberas del río Mississippi; la nuckelavee, con cabeza semejante a la de un caballo, que sale del mar en las islas Orcadas, al norte de Escocia, y camina por la tierra, llevando enfermedades y horror; la Cosa de Otro Mundo, de origen extraterrestre, que espera en el hielo de la Antártida a que algún incauto se le acerque, entonces lo ataca y, una por una, copia y va devorando las células de su víctima, con lo que al final tiene dos cuerpos en lugar de uno; los aluxes de la selva maya, que son pequeñitos y parecen traviesos, más que amenazantes, pero también son eternos, en cualquier momento nos pueden jugar una mala pasada, y exigen una propiciación si lo que se intenta es llegar a Xibalbá, el inframundo desde el que los espíritus pueden escucharnos (sin que debamos siquiera salir de casa) y molestarse con nosotros. Por cierto, los detalles inusitados de las dos últimas criaturas mencionadas son importantes. Si la cultura que sueña con monstruos es antigua, o tiene un amplio dominio de lo material, es posible que sus monstruos deban traspasar los límites de afuera hacia dentro, como Drácula, o bien que se muden a terrenos más remotos o más abstractos que el simple globo terráqueo, como el Espacio Exterior, el Más Allá, el Inconsciente o —esta invención es más moderna— la Red Oscura, la parte visible de la mente maquinal a la que hemos otorgado el dominio del mundo. (En esta última viven, actualmente, seres como el Hombre Delgado, que mide al menos tres metros, aparece en el fondo de las fotos y exige sacrificios; él y otros semejantes son los protagonistas de nuevas historias acerca del mismo peligro invencible, seductor.)

Un ráksasa de nombre Kabandha. Tiruchirapalli, India, _ca_. 1830 © The Trustees of the British Museum Un ráksasa de nombre Kabandha. Tiruchirapalli, India, ca. 1830 © The Trustees of the British Museum

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¿Y qué sucede cuando encontramos al monstruo? Dejar atrás las fronteras de lo habitualmente humano siempre es viajar hacia el pasado que ya hemos olvidado: hacia el fondo de nosotros mismos, hasta nuestra mente reptil, que sólo quiere sobrevivir y sin embargo se sabe frágil, transitoria. El monstruo se nos presenta, nos avasalla, y pueden pasar muchas cosas, desde nuestra destrucción absoluta, instantánea, hasta nuestra fusión (en la Antártida) con el ser espantoso. Desde el no ser hasta el ser otro: ser aniquilado o ser absorbido, que es algo similar y completamente distinto. Y entre ambos extremos hay un territorio enorme, cruzado por todas las gamas y escalas de la experiencia humana, y oscurecido por el miedo. Aun si hay luz, en cierto modo siempre es de noche cuando nos encontramos nuevamente con nuestro ser animal y con la conciencia de nuestra propia pequeñez: cuando volvemos a ser las criaturas ínfimas que sobrevivían escondiéndose, o haciéndose las muertas, y sin embargo ya tenemos al monstruo delante, y ya no sirve de nada que el terror nos paralice o nos impulse a correr: a que nos borre de un modo o del otro. Pero algo más ocurre entonces, en el encuentro con los monstruos de nuestra noche interior, y se ve especialmente en las historias que nos inventamos acerca de esos episodios terribles. Usamos en ellas el lenguaje: si sobrevivimos, las palabras siempre estarán allí para que podamos referirlo, para tratar de dar sentido a eso, a lo más allá del sentido. Y, por lo tanto, si podemos regresar de estar con el monstruo, si no nos ha capturado, podrá amanecer de nuevo: podremos ponernos otra vez de pie en la aldea, la plaza abierta, el salón de clases, la casa materna, y hablar: decir lo que nos pasó, ofrecer a otras personas, a quienes no salieron con nosotros, la relación de los hechos. Entonces volverá lo humano, lo razonable, lo pertinente, lo ínfimo y banal. Y se quedará puesto ante nuestra experiencia, para que la olvidemos, o para que ambos lados de nuestro ser se reúnan de otra forma. Termino con dos ejemplos de esto: dos novelas contemporáneas, cada una con un título (a su modo) perfecto, y cada una en su propio extremo de la imaginación fantástica. En el polo de la destrucción, Aniquilación de Jeff VanderMeer describe un mundo natural subvertido por una invasión que escapa a cualquier interpretación humana, y en donde incluso la biología enloquece: existe, entre otros, el Reptante, un monstruo que es un amasijo de carne luminosa del que sale una mano, una sola mano, que escribe una frase interminable, y aunque la frase se puede leer está claro que los sucesos nos rebasarán, como a los personajes: que otra vez seremos criaturas pequeñitas, inconscientes, aterradas por siempre. En el otro polo, el de la absorción, Nuestra parte de noche de Mariana Enriquez crea una mitología del mal. Oligarcas argentinos del siglo pasado, aliados con los militares de la dictadura, se amigan también con los demonios del Infierno, a quienes convocan a la Tierra mediante rituales y sacrificios humanos. Lógico, con leyes perfectamente comprensibles, elaborado mediante clarísimas relaciones con hechos reales y personalidades verosímiles, el mundo mágico de Enriquez nos recuerda lo indecible —y lo común— de lo monstruoso real. Afuera, en algún sitio del planeta, ya es noche cerrada. Adentro, porque nunca para, se sigue escuchando la música.

Imagen de portada: Ave piasa en los acantilados de Alton, Illinois. Fotografía de Burfalcy, 2008