dossier Abya Yala ABR.2019

Sencillamente nasas

Wiliam Ascue Fernández

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Pueblos de México y del mundo, gentes de todas las edades y colores: Ésta que les vamos a contar es la breve historia de una lucha. La hacemos desde un rincón llamado Norte del Cauca, en Colombia. Decimos que hacemos esta lucha no sólo por nosotras y nosotros, también por ustedes. Ustedes dirán. Y decimos que tiene raíces en lo más hondo de los tiempos. Veremos. Se las vamos a contar al modo y al tono nuestro. Si no, dejaríamos de ser nosotras, nosotros. Porque también se lucha desde la forma de hablar, desde la forma de escribir. No sólo se lucha, se es. Verán, la lucha viene luego. Y sin más, nuestra breve historia, la breve historia de nuestro ser y de nuestra lucha. Una de tantas de nuestra amada Abya Yala, en una de tantas formas de narrar una lucha. La cosa empieza así:

Uma Kiwe

Cuentan que al principio dos corrientes de viento andaban dándose un vueltón por las veredas del espacio. Una andaba lo más de linda y llevaba un manojo de lana. El otro andaba de buen vestir y con una vara de oro en la mano paseaba sin rumbo, igual que ella. Se vieron de lejos y algo les atrajo. Empezaron a danzar y se fueron acercando hasta formar un gran remolino. Cruzaron palabras: “Yo soy Uma, la mujer que teje la vida”, le dijo ella. “Yo soy Tay, el hombre que construye la vida”, le dijo él. Y cuentan los que cuentan que se enamoraron y formaron pareja. Cuentan que Uma y Tay nos dieron la vida. Uma y Tay, la madre creadora, el padre creador, dieron cuerpo físico a todo lo que antes era energía, espíritu, movimiento. Así crearon a todos los nasas, es decir, todos los seres que existen. Los seres empezaron una algarabía que ni se imaginan. El desorden fue tal que se pisaban unos a otros, se invadían sus casas. Uno de los creadores habló:

Ustedes me dan vergüenza, miren cómo se comportan, miren cómo se pisan los corazones. Ahora, si quieren tener una casa deben abrazarse, deben quererse… Inmediatamente todos los seres se abrazaron hasta formar una sola masa, como un solo puño y así se formó Kiwe, la “Tierra”, la casa de todos.

Kiwe fue tomando forma. Por aquí aparecían las montañas, por allá los peñascos, por allá las lagunas. Kiwe lucía cada vez más bella. Los creadores eligieron a Sek, el Sol, como compañero de Kiwe. Así nacieron todas las hijas, todos los hijos de la Tierra, todas las especies. Kiwe habló: “Cada uno de ustedes es hijo mío, y ahora tienen su sitio para que lo vivan. No olviden ustedes que son criados con el mismo seno, ustedes están prendidos de mí, prendidos del mismo ombligo”. Y así cada ser ocupó su casa y el desorden se tornó en armonía. Claro, con problemas de cuando en cuando, ser planeta no es cosa fácil. Lo cual no quita lo obvio: cada ser es porque otros seres son: somos, luego soy. Pasan miles de millones de años desde la primera danza y la palabra resistencia no se asoma en el canto del pájaro, en el vuelo de la garza, en la raíz del árbol, en el zumbar de la abeja.

La Gaitana

Con el tiempo, a Kiwe la nombramos también Uma, la Madre Tierra. Anda ella de lo más campante, llena de dicha, dándose la gran vida con todos sus hijos e hijas, hasta cuando el canto del pájaro augura malas noticias. “Viene gente extraña y mala”, dijo en sus silbos. Una mañana de 1535 llegan a Popayán los enviados de Francisco Pizarro —conquistador del imperio inca—, un ejército compuesto por soldados españoles e “indios”. Empieza la campaña conquistadora en el Cauca. Nace la resistencia. Colombia aún no existe, le quedan casi trescientos años de gestación. Al día siguiente ya somos indios, pecadores, sin alma, desnudos, pobres, mitayos, encomendados, mano de obra. Por la región de Timaná, al otro lado de la cordillera, un joven desobedece la orden del conquistador y éste lo tortura hasta matarlo. No sabe con quién se mete. La mamá del joven jura vengarse. Recorre pueblo por pueblo hablando con los caciques yalcones, guayaberos, nasas, andaquíes, pijaos, hasta reunir un ejército de veinte mil guerreros. Era mamá Gaitana, que de ese modo levanta en 1538 una resistencia armada que sostenemos durante 120 años. Unos 27 años antes del levantamiento, en 1511, Antonio de Montesinos, señalando a los nativos de una isla del Caribe, le escupe en la cara al imperio: “Éstos ¿no son hombres?”. Mamá Gaitana no entiende de humanismo. Por 120 años más, la resistencia que ella empieza nos permite seguir siendo nasas, yalcones, guayaberos, pijaos, calocotos, tunubíos. El imperio no logra separarnos del ombligo de Uma Kiwe. Hacia el año 1700 nuestros caciques, ante la superioridad militar del imperio español, deciden aprovechar las Leyes de Indias y crear los “resguardos indígenas”: un encierro donde se puede ser libre. Y, sobre todo, recuperarse de más de un siglo de guerra y epidemias. Por fuera, empieza la dominación, el imperio se instala allí. En territorio nasa, ahora llamado Norte del Cauca, instala las grandes haciendas, planta ingenios azucareros en el valle del río Cauca, instala fincas con trabajo forzado y pago de impuesto, hace surgir indios cargueros de señores españoles, construye ciudades al modelo de las ciudades españolas, con calles lineales, parque e iglesia. El imperio cambia el rostro de Uma Kiwe.

Abel Rodríguez, Ganagucha, 2018 Cortesía del artista y de Instituto de Visión

Colombia

Por allá en 1819 nace Colombia. Unos meses después, el 20 de mayo de 1820, el recién nacido congreso de Colombia, con la firma de Simón Bolívar, decreta el fin de los resguardos. Ya se ve por dónde va la cosa. Después los restituyen, después los extinguen, después… Los ricos criollos invaden nuestros territorios e instalan en ellos lo que no ha logrado el imperio español: su modelo de civilización y desarrollo. Explotando el árbol de quina para el mercado farmacéutico, acaban el bosque de la montaña, insertan la ganadería y el cultivo de café. A la tierra plana le amplían las plantaciones de caña. Por fin, una ley nos reconoce. Ocurre en 1890 con la ley 89, que nos restituye los resguardos, nos declara “menores de edad” y nos somete en adelante a “reducirse a la vida civilizada”. La tienen clara: su civilización nos reduce. Aunque lo que quieren decir en realidad es que nuestro destino es “blanquearnos”. Y en mucho lo logran, el cordón umbilical empieza a romperse. Para eso ha nacido la república. Casi cien años después de que nace Colombia, en pleno siglo XX, la vida en los resguardos es de entera dominación. La ley los declara baldíos, sin propietario, disponibles. Los terratenientes instalan sus haciendas y dominan a sus anchas. Cobran terraje o impuesto en trabajo, maltratan. Imponen un feudo. Un joven nasa que ha servido en el ejército de Colombia vuelve a su tierra en el Cauca, y ya sabiendo leer y algo de leyes, conoce la ley 89. Va de pueblo en pueblo, de vereda en vereda, de chichería en chichería hablando a la gente: “esta tierra es nuestra y no debemos pagar terraje”. Es Manuel Quintín Lame. A partir de esa lucha, la “Quintinada”, y más tarde con nuestra organización indígena del Cauca, logramos recuperar las tierras y ampliar los resguardos, vuelven a brotar de los vientres hombres y mujeres libres en nuestros territorios. En ésas andamos cuando en 1991 Colombia abre sus fronteras. Es cuando llega el neoliberalismo y se hace la nueva constitución política. Allí quedamos también como pueblo nasa, dentro de ese acuerdo político. Diez años después ya es evidente que hemos caído en la trampa, que ahora luchamos contra el gobierno, pero somos parte del Estado. Se nos olvida recuperar tierras. Para entonces, ya en todo el mundo el neoliberalismo va dejando su huella de exclusión y exterminio. De nasas a indios, de indios a encomendados, a resguardados, a colombianos, a menores de edad, a civilizados, a ciudadanos, a explotados, a excluidos, a exterminados… Es el destino manifiesto que nos otorga Occidente.

La liberación de Uma Kiwe

Un día decidimos volver a recuperar las tierras. Ya a esas alturas vemos de frente los frutos del capitalismo: calentamiento global, extinción, hambre, dolor. Con decirles que en este país 0.4% de los propietarios es dueño de 41% de la tierra; 25 millones de hectáreas son solicitadas para minería; los glaciares han perdido 85% de su hielo; el bosque seco tropical, el bosque andino y el bosque alto andino están en extinción. La caña ocupa 330 mil hectáreas de suelo en el valle del río Cauca y gasta 25 millones de litros de agua por segundo. Por eso decimos:

Nuestra Madre no es libre para la vida. Lo será cuando vuelva a ser suelo y hogar colectivo de los pueblos que la cuidan, la respetan y viven con ella… Todos los pueblos somos esclavos, junto con los animales y los seres de la vida, mientras no consigamos que nuestra Madre recupere su libertad.

Entonces nos lanzamos a liberar a la Madre Tierra desde el Norte del Cauca entrando en la finca La Emperatriz. Es el 2 de septiembre de 2005. Al primer intento, fallamos. Once días después, firmamos con el Estado colombiano un acuerdo para la entrega de esa finca, y aprendemos que el Estado firma lo que le pidan para ilusionar y no cumplir. Aprendemos y volvemos. Aprendemos, por ejemplo, que los poderosos vienen a raspar la olla. Y lo que hay en el culo de la gran paila no es nada despreciable: oro, petróleo, muchos minerales, gas, agua, oxígeno, biodiversidad. Es mucho, pero es lo último. Es tanto que se les abre de la codicia, es tanto que reventará sus cuentas bancarias. Pero es lo último. Es su cuenta bancaria o la vida. Es cumplir el placer de su codicia o la vida como la conocemos. El 14 de diciembre de 2014, con la experiencia acumulada de cinco siglos, le cogemos la cola al diablo: entramos en las fincas —o a su servicio— del hombre más rico de Colombia, Carlos Ardila Lülle, que las tiene esclavizadas con caña para producir agrocombustible y azúcar. Pasamos a la ofensiva. Al amanecer del 15 de diciembre la historia da un giro: de explotados y excluidos a liberadoras y liberadores de la Madre Tierra. Ahora muchas familias nasas vivimos en estas fincas, nueve en total, vivimos en estas fincas y vienen más. Aquí estamos echando raíces, ombligándonos con Uma Kiwe. Construimos cambuches con cocina, letrina, baño, techo para reuniones; cortamos la caña, sembramos maíz, plátano, yuca, frijol; dejamos enmontar la tierra, vemos que regresan los animales silvestres; pastoreamos vacas, patos, gallinas; enfrentamos al Ejército y al Esmad [Escuadrón Móvil Antidisturbios] en cerca de trescientos infructuosos intentos de desalojo; afrontamos doscientas órdenes de judicialización; nos cuidamos de casi dieciséis sentencias de muerte por parte de los grupos paramilitares contra nuestro proceso; lloramos el asesinato y guardamos la memoria de nueve liberadores de la Madre Tierra desde 2005; compartimos la cosecha lograda —cuando no la destruye el Estado, contratado por Ardila Lülle, que paga los intentos de desalojo— con procesos de base en las ciudades. Así cruzamos 481 años confrontando imperios. Caminando a nuestro modo, danzando a nuestro modo, hablando a nuestro modo, escribiendo a nuestro modo. Así vamos haciendo un nido por fuera del Estado, por fuera del capitalismo. Mucho es lo que hemos caminado en estos cinco siglos. Muchas escuelas y muchos pensamientos han surcado nuestra historia. Esa experiencia nos da la certeza del camino por el que ahora andamos: que es nuestro propio saber, la raíz nasa, la que nos permite seguir recorriendo el Cosmos comiendo, bebiendo, sembrando, tejiendo, ofrendando, pescando, danzando con todos los seres de la vida, al ritmo del seno y del ombligo de Uma Kiwe. Sencillamente, siendo nasas. Hasta aquí, pueblos de México y del mundo, gentes de todas las edades y colores, una breve historia del tiempo, la breve historia de nuestro ser y nuestra lucha. ¿Qué hora es? Estamos a 13,800 millones de años desde la primera danza. Nos quedan, según las cuentas, otros cinco mil millones hasta que se apague el Sol. Tal vez cien años, si el ritmo de destrucción del modelo de desarrollo capitalista sigue como ahora. Entonces, veremos si las resistencias desde Abya Yala y las gentes de todas las edades y colores y rincones nos encontraremos dentro de un siglo. Es hora de un café. Vamos al cambuche de la cocina.

Imagen de portada: Abel Rodríguez, Terraza alta, 2018. Cortesía del artista y de Instituto de Visión