En los barrios bravos que rodean el aeropuerto internacional de la capital del país y resistiéndose al paso del tiempo, existe un lugar que atesora desde épocas prehispánicas aguas termales de manantial. La primera vez que escuché hablar del fontanal fue en la voz de Feike de Jong, un holandés loco que, caminando por la periferia de Ciudad de México, los conoció. Las aguas termales llevan siglos empleándose con fines curativos. Se forman gracias a la lluvia que se filtra en el subsuelo y que, al circular por las capas profundas de la corteza terrestre, se mineraliza y eleva su temperatura. El magma de la tierra también aporta a la formación de los manantiales, pues al cristalizarse libera vapor de agua y gases como hidrógeno, anhídrido carbónico, nitrógeno, boro, flúor y azufre. El rumbo donde se localiza este recinto es una zona marginal. Es difícil pensar que, a un costado del Circuito Interior, cerca de una estación de metro y de dos terminales aéreas, se encuentran las aguas de manantial que los aztecas bautizaron como Acopilco, el lugar de las aguas de Copil. En la época precolombina, el cerro del Peñón de los Baños, conocido como Tepetzinco (Tépetl, ‘cerro’ y zinco, ‘pequeño’, es decir, “el cerrito”), era un islote rodeado por el lago de Texcoco. Cronistas indígenas y españoles relatan que los antiguos nobles de la sociedad mexicana y el mismo emperador Moctezuma, quien mandó construir jardines, zonas de caza y villas de descanso, frecuentaban el lugar. Con la desecación del lago, las amplias extensiones de tierra se fueron urbanizando. Vista desde Google Maps, la colonia El Peñón de los Baños es una mancha gris y anodina, sin embargo, es aquí donde las “aguas milagrosas” quedaron confinadas en la planta baja de un modesto condominio. Los aztecas creían que la medicina debía ser preventiva. Paradójicamente, frente a los baños hay un centro de salud del gobierno. Los parroquianos dicen que si no te curas con la medicina de enfrente, te cruces la calle y te sumerjas en la tibieza de las aguas curativas del Peñón. Quien administra los baños es el señor Jorge Hebert Espinosa. Antes de que despunte el día, don Jorge ya está abriendo las puertas del local. Él guía mi recorrido por los baños. Cruzamos un pequeño atrio y al fondo damos con una capilla remodelada en tiempos pandémicos y que desde hace un mes ya está abierta al público. En un libro publicado por el INAH, El Peñón de los Baños y la leyenda de Copil, Luis Aveleyra Arroyo de Anda relata que el oratorio está dedicado al culto de Santa María de Guadalupe y fue construido ex profeso dentro del espacio de los baños del Peñón. El antropólogo asegura que la capilla podría compararse a la del Pocito, en el Tepeyac, aunque el Pocito es treinta años posterior y de estilo barroco. La iglesia data del siglo XVII y sirvió como un lugar de oración para los enfermos. Relata el escritor:
La capilla permaneció abandonada durante las primeras décadas del siglo XX. Buena parte de su olvido se debió a su localización, casi oculta, dentro del predio.
El retablo ostenta la imagen de la Guadalupana flanqueada por los apóstoles. En la pared de la derecha está Cristo en la cruz. Según la leyenda, dentro del pecho del nazareno se esconde la figura tallada en piedra volcánica de la diosa Tonantzin, que fue resguardada ahí para que sus fieles la siguieran adorando sin el peso de la mirada de los jerarcas católicos durante la época evangelizadora. Miro la piel negra del Mesías y recuerdo una leyenda similar sobre un monolito con la figura de Tláloc que fue arrojado a las aguas del lago de Texcoco que rodeaban Pantitlán, un asentamiento aledaño al Peñón. Los aztecas colocaron ahí dos banderas como un aviso preventivo para señalar una alcantarilla donde los remolinos llegaban con tal fuerza que se llevaban las canoas. Se cuenta que, a unos metros del albañal, sumergieron la imagen del dios para que siguiera protegiendo con lluvias sus cultivos de maíz y que sus ramos de flores ofrecidas a la deidad fueran tragados por el caudal del lago y pasaran desapercibidos ante los sacerdotes católicos. Pantitlán es una voz náhuatl que significa “entre banderas” y ése es, hasta nuestros días, el ícono de la estación homónima del metro. A petición del administrador hago una reverencia y abandonamos la capilla. Los brotes del pasto que rodean la iglesia crecen con desenfado; entre ellos, una gata —antes de que pariera pensaron que era macho y fue bautizada como Silvestre, pero después del descubrimiento cambiaron su nombre a Flor Silvestre— descansa bajo la sombra de un árbol. En un costado y rodeada de una malla metálica se encuentra la bomba que extrae el líquido del subsuelo y, a través de tubos que circulan a lo largo del techo, lo llevan a las estrechas albercas. Levanto la cabeza y una urdimbre de apartamentos estorba mi visión. Las viviendas, aunque son independientes de los baños termales, están en el mismo conjunto arquitectónico. Metros adelante me detengo en otro hallazgo: un enorme espejo con un grueso marco que ostenta rosas de Castilla talladas en madera. Don Jorge asegura que fue un regalo de la emperatriz Carlota a los dueños del lugar en agradecimiento por el bienestar que las aguas le brindaban. También hay sillas de madera con patas de perico de la época del Segundo Imperio mexicano. Observo mi imagen en el cristal y fantaseo con el espíritu de la última emperatriz de México caminando por un palacio de dos pisos, rodeada de vitrales: fue el tiempo dorado de los Baños. En el siglo XIX el explorador alemán Alexander von Humboldt no fue indiferente a las aguas medicinales. Y escribió:
El valle de Tenochtitlán ofrece al examen de los físicos dos fuentes de aguas termales, la de nuestra Señora de Guadalupe y la del Peñón de los Baños. Estas fuentes contienen ácido carbónico, sulfato de cal y de sosa y muriato de sosa. En la del Peñón, cuya temperatura es bastante elevada, se han establecido baños muy saludables y cómodos.
Los baños termales cuentan con restos arqueológicos que se exhiben al público. En una de sus paredes cuelga un mapa que muestra cómo lucía Tepetzinco rodeado por las aguas del lago de Texcoco y hay piezas de basamento donde todavía se distinguen rastros de color.
En 2014 el Museo Nacional de Antropología e Historia mostró por primera vez al público parte de los restos del esqueleto de una mujer que vivió hace 12 mil 700 años. Bautizada como La mujer del Peñón III, brindó un acercamiento a los rasgos físicos de los primeros pobladores de la Cuenca de México. También se exhibieron huesos de un mamut precolombino, que es considerado uno de los más grandes de su especie. El esqueleto de la mujer es la evidencia más antigua que se tiene de los pobladores de la Cuenca de México y su preservación se debe, en buena medida, a que permaneció enterrado cerca del manantial. La encargada de la limpieza avisa que mi “habitación está lista”, es decir, la poza está llena. Hay dos tipos de habitaciones: individuales y dobles. En ambas las piscinas son de mármol para reducir la temperatura del agua, tienen un camastro y un pequeño baño. La puerta se cierra tras de mí y una cortina de vapor empaña el lente de mi cámara. Me gusta el silencio que reina en el reducido espacio. Me despojo de la ropa y voy sumergiendo los pies en los escalones. Lo mío no es el agua caliente, así que los primeros segundos son un tanto desagradables; sin embargo, el cuerpo se aclimata y me abandono a la sensación de estar siendo sanada por aguas ancestrales. Cierro los ojos y me traslado a otro tiempo. Soy, quizá, la hechicera que se preparara para la interpretación del Códice Tonalámatl. Fray Bernardino de Sahagún relata que el códex era un calendario ritual de carácter adivinatorio. No puedo evitar recordar que en 1982 el Códice de Tonalámatl fue sustraído de la Biblioteca Nacional de París por el abogado José Luis Castañeda. Para México fue casi un acto heroico, pero Francia lo consideró un delito. Actualmente el códice se encuentra bajo el resguardo de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia. El tiempo recomendado para estar dentro de la poza es no más de veinte minutos, de lo contrario se pueden sufrir desmayos. Incluso la habitación cuenta con un timbre en caso de sentir algún vahído. Preparo la alarma de mi celular, reposo la cabeza y me entrego al sosiego de la placentaria oquedad. Sobre el camastro hay unas sábanas blancas con las que te recomiendan cubrirte —no con toallas— para que la piel absorba las propiedades minerales. La duración en la estancia no debe exceder los cincuenta minutos. Afuera me reciben con un vaso de agua mineralizada. Bebo con el temor de sentir un puñado de sal en los labios, pero el sabor es agradable. Horas después no me burbujeó el estómago. En el atrio de la iglesia veo a una mujer asistida por dos personas. Me cuentan que sufrió una apoplejía y visita los baños con regularidad como parte de su rehabilitación. A vuelo de pájaro descubro, al fondo del pasillo, consultorios para masajes terapéuticos. Es mediodía y el sitio continúa siendo apacible, no así los rugidos del Boulevard Puerto Aéreo que nunca cesan. Mi cuerpo percibe cierto cansancio. Pese a ello, subo a mi bicicleta y decido vagabundear por las calles antes de dirigirme a casa. Los ruidos de los aviones, los camiones, las motocicletas y los vehículos me regresan por completo al siglo XXI. No hay palacios ni árboles dónde reposar la cabeza, mucho menos mamuts; sólo veo fachadas grises que se erigen a desparpajo con vigas sobresaliendo como símbolo de la esperanza de levantar “otro cuartito”. En internet encontré una página que calcula, según el Calendario Azteca, en qué fecha estaríamos en la actualidad. Hoy sería el año Chiconahui Calli, del día Yei Miquiztli del mes Tecuilhuitontli. En el cielo no hay lluvias y en el subsuelo el agua escasea. A 500 años de la caída de la gran Tenochtitlán sus descendientes nos estamos devorando todo. Quizá este santuario urbanizado sea de los últimos rituales que nos conectan con el esplendor mexica.
Imagen de portada: Vista de los departamentos que se encuentran a un lado de las aguas termales del Peñón de los Baños. Cortesía de la autora ©