Mientras estábamos los tres ahí escurridos, apachurrados como plastilina, coloreados por las intermitencias de la televisión, pensé que sí podía decírselo. Pensé que podía llegar tranquilamente con ella, bien de mañana, cuando aún no hubiera nadie en el salón, y decírselo. Así, simplemente. “Oye, Lucía, perdón, buenos días, ¿puedo hablar contigo?” Y decírselo todo. Con mucho cuidado. “Perdón, no es que esté enojada contigo, de verdad, pero bueno, a mí me hizo sentir un poco mal y te lo quería decir”. No iba a pasar nada si me acercaba así. Con calma. Pero seguía dándole vueltas. Porque tal vez luego empeoraba la situación. Y entonces, ya de plano, no habría nadie que se quisiera juntar conmigo; si ella se enojaba y si decía algo y si todos le hacían caso, como siempre.
Mejor no le digo nada, ¿no? Me giré hacia el lado de mi abuela, que también tenía la cara embarrada en la televisión, y le dije en secreto: Oye, abue, como que estoy entristecida, y ella parpadeó un poquito, reflexionando intensamente, y me contestó con cierto tono de obviedad: Pues si estás estreñida vete al árbol a comerte unos tejocotes, esos caen muy bien, mija. El Mauricio todo pendejo se empezó a carcajear entre sus babas rellenas de mocos, mientras la película se esfumaba detrás de los comerciales: ¿A poco no te sale la caca, Marifer? Jijiji. Y a mí me entraron ganas de llorar, ahí aplastada entre los dos en el centro del sillón, abrumada de pronto por las imágenes perfectísimas de la tele, porque aunque sí estaba yendo muy bien al baño, ya no teníamos nuestro arbolito de tejocotes ahí en el patio de la casa.
¿No están por ahí mis tacones? Mi mamá se hizo gusano para asomarse entre nuestras patas y debajo del sillón. ¿No los han visto ustedes? Su voz hacía eco al chocar con las pelusas del inframundo. No, yo no. No, yo tampoco. El gato Mauricio, bautizado por mi hermano en honor a su propio nombre, salió despavorido de su escondite tras notar las manos buscadoras. Carajo. Mi mamá, con sus ojos de mosquita turulata, repasaba las cuatro esquinas de la corta pared. Yo te los dejé arriba del refri, mijita, para que se te enfriaran, dijo mi abuela. Mi mamá la miró con cara de verdadero desconcierto. Una mujer de ochenta y siete años arrastrando los tacones de animal print desde la oscuridad del armario, sacándolos de su caja de cartón, desempolvándolos dulcemente y depositándolos encima del refri como quien pone la estrella en el arbolito de navidad.
El gato Mauricio ahora se hacía un hueco en el lavabo de la cocina, cual plato sucio. Y a mí me empezaba a doler la cabeza, yo creo que de tanto pensar. En realidad no tendría que haberme complicado tanto con el discurso, pero ahí estaba, pensando en la jeta que me haría Lucía a cada palabra que balbuceara frente a ella. La tele cambiaba de color. Mi mamá comenzaba a alzar la voz hacia mi abue: Ay, mamá pero cómo crees que… y luego rápido se calló ella solita. Suspiró. Se inclinó con cuidado hacia el sillón, apoyándose en la maleta que aún teníamos botada a un lado de la entrada, y le dio un pequeño beso en la frente: Gracias, mamita chula.
Mi mamá se alejó en un segundo, arrastrando sus chanclas por las losas que esa mañana había trapeado con mi hermano. La vi agarrar presurosa sus tacones felpudos y meterse con ellos al baño, azotando la puerta. ¡Le abres si llega, Marifer!, aulló, aunque estaba a tres metros de distancia, y yo le contesté con el mismo volumen: ¡Ajá!
Supuse que se iba a rasurar las piernas, o pintarse las uñas de los pies, o enchinarse el cabello con la plancha, o retocarse el maquillaje, o ponerse cucharas frías sobre las bolsas de los ojos, o cambiarse por tercera vez el peinado, o arrancarse con cera ardiente los vellos de la zona íntima. Alguna vez, durante los últimos meses que mi papá vivió en la casa, cuando faltaba poquito para que nos viniéramos acá, me pidió que le ayudara, sosteniéndole un espejito ahí abajo. Recuerdo pensar que se veía casi opaca, como deslavada, muy distinta a la mía.
Le quiero abrir yo, Marifer. Mauricio ya se levantaba del sillón, desequilibrando el arreglo de los cojines que ahora se desparramaban por el lado de mi abuela. ¡Se lo pedí a tu hermana, Mauricio!, contestó al instante mi mamá desde el baño porque, cuando convenía, dejábamos de fingir que vivíamos en una mansión en la que los sonidos se perdían fácilmente. ¡Ash! ¡Y no me rezongues, eh! Mauricio se encaminó hacia el mueble de la tele. Uno, dos pasos. Giró y, de reojo, me sacó la lengua; mi hermano de diez años, tan histriónico.
Sobre ese mueble teníamos una planta de esas que crecen y crecen arrastrando sus ramas hasta el suelo. En la tiendita que atendía una mujer china estaban etiquetadas como “poto”, aunque en México las llamábamos “teléfonos”, no sé realmente por qué. Fue la primera planta que compramos recién llegados acá, bajo la promesa o amenaza de mi mamá de que si la cuidábamos bien podríamos comprar más, pero pasados dos meses del éxito con nuestra resistente adquisición, seguía siendo la única planta que teníamos. Fue así como Mauricio agarró la costumbre —tras descubrir en un video de YouTube que el famoso teléfono podía sobrevivir prácticamente donde fuera— de cortarle ramitas que luego plantaba en botellas rellenas de agua y que depositaba en cualquier rincón posible.
¿Son para regalar las plantitas? Mi abuela aplastaba los ojitos detrás de sus lentes, examinándolas. No, son para que tengamos más. Mauricio dejaba el nuevo esqueje en el alféizar de la ventana, invadida por una gran malla de reja metálica que le daba un aspecto de gallinero al departamento, aunque no era más que una estrategia para que el gato Mauricio no se escapara. Mi hermano volvió a sentarse junto a mí, devolviendo estabilidad al sillón. A esas horas comenzaban a transmitir Pasapalabra en la tele. Empieza con B. Instrumento que mide la presión atmosférica. Barómetro. Sí. Quise decirle a mi hermano que no teníamos más plantas en la casa. Que teníamos la misma y única planta de siempre, despanzurrada a lo largo del minúsculo departamento. Comienza con C. Hora de la noche en que todo está en silencio. Conticinio. Sí.
Pero con cualquier cosa que yo dijera mi hermano chillaba con voz de pito. Qui ti pisi Mirifir, qui ti pisi. Si yo le decía que estaba bien pendejo, que se le iban a morir todas sus pinches plantas en sus pinches botellas de agua, me diría Yi quilliti, Mirifir, ni quiin ti pili, Mirifir. Porque mi mamá ya llevaba un rato repitiendo la misma sentencia: Es que estás bien pesada, Marifer; pero bien pinche pesadita te estás poniendo, eh. Y Mauricio la secundaba alegando que sí: Marifer ya está en la “burrescencia”, refiriéndose a que yo era una burra en vísperas de la adolescencia, o una burra adolescente, o una adolescente transformándose en burra. Burriscienta, Burriscienta, canturreaba el escuincle, mientras mi abuela nomás se quedaba aplastadita y callada, envuelta en su sarape, siempre con frío a pesar de que hiciera un calor infernal. Y el Mauricio chille y chille y chille. Así que mejor no dije nada.
E. Rey visigodo que gobernó entre los años 466 y 484, tras haber asesinado a su hermano Teodorico II. Pasapalabra. Tal vez podía aligerar el acercamiento a Lucía preguntándole si ella también veía Pasapalabra con su familia. Así como nosotros tres, ahí embobados en las sucesiones de la rueda. Mi abue, el Mau y yo, desparramados como gelatina en el sillón. Atendiendo el fulgor de la tele como hipnotizados. Como si hubiera algo de vida o muerte detrás del rostro seco del presentador. Como si intentáramos hallar el código que le subyace. Como si Pasapalabra fuera el sumario de toda España. Como si ese programa nocturno representara su esencia y adivinar tan solo una de las respuestas fuera comenzar a comprender su verdad. El gato Mauricio se tallaba la orejita con un tenedor del fregadero, pletórico.
Incluso entre el estruendo de la televisión, a un volumen de cuarenta y pico para que mi abue pudiera entender, se escuchaba la tonadita de mi mamá escabullirse por la ranura de la puerta del baño. TOOOdo sE dErrumBÓ dEntro de mÍ, dEEEntro de MÍ. En cada alargamiento de las sílabas traducía sus gestos frente al espejo, la mirada de hambre que se dedicaba a ella misma como anhelando una futura desesperación. HAstA mI aliento yA, me sAbe a hiEl, mE sAbe a hiEeel. Estaría embarrando sus dedos impregnados de aceite corporal sobre su reflejo, desprendida de la obligación de limpiarlo después. Haría una mueca con los labios como si le estuvieran contando una tragedia, la cara afligida de una cantante de ópera en pleno drama final.
A ver, Marifer, vete aprendiendo las respuestas, a ver si luego te mandamos a la tele. Ay, abue, no es tan fácil. Contiene la Ñ. Representar en la fantasía imágenes o sucesos mientras se duerme. Soñar. Sí. Mi abue envolviéndose en el sarape, Mauricio sorbiéndose los mocos, el gato Mauricio acomodado plácidamente en el fregadero y mi mamá cantando agónicamente mientras yo pensaba que sí podía decírselo. Que bastaba con acercarme el lunes, cuando todos estuvieran llegando al salón: “Oye, Lucía, ¿puedo hablar un momentito contigo?” Y decírselo todo. Así nomás. “Pues es que la verdad me molestó un poco lo que dijiste el otro día en el recreo”. Y ya. Decírselo. ¿No? No sé. Capaz y me mira con esa cara de conejo que tiene, preparando en su mente la venganza. Y yo ahí bien pinche ingenua. Miraría de reojo a su bolita de amigas carcajeándose en el fondo del salón y ellas sabrían. Y ahí sí ya de plano ni amiga de Lucía, ni de sus amigas, ni de ninguno de los veinte del salón, que también son de alguna forma amigos de Lucía.
Tal vez debería dejarme largo el cabello. Me tanteé el contorno de la nuca. No había forma de que eso alcanzara para una trenza ni para dos chonguitos o una coleta; ni siquiera con gel. Recordé todos los peinados que llevaban las niñas de la escuela, perfectamente amarrados en ligas resistentes a las clases de educación física, y luego me vi con los pelos de estropajo, llegando tarde a clase con el almohadazo impreso en el cachete; Lucía con dos trencitas que le estiran las sienes, dándose la vuelta para pasarle un papelito a su amiga. Ambas riéndose bajito. Tenía que dejarme largo el cabello.
Ya cuando mi abue decía con un tono quejumbroso: ¿Pues qué no sabe cómo llegar el condenado?, se escuchó la chicharra que teníamos por timbre en el portal: RIIIIIIIIIN. ¡MARIFER, VE A ABRIRLE! ¡YA ESCUCHÉ; YA VOY! RIIIIIIN. ¡MARIFER! ¡QUE SÍ CHINGADA MADRE! ¡YA VOY! Yo con mi piyama de estrellas y unas pantuflas de tiburón, alisándome el cabello frente a la puerta. El interfón: ¿Sí? Sí, adelante. Es al fondo por las escaleras. Sí, de nada. Colgué. Exhalé. Se escuchó el portal cerrarse, unos pasos arrastrados por el pasillo, las zancadas, tUn tUn tUn, como escalando de dos en dos los peldaños. Le tuve que hacer Tsss, sácate, sácate a mi hermano que ya estaba pegado frente a la puerta: Sácate neta, Mauricio.
Yo ya tenía la mano sobre la manija cuando tocó. BZZZ BZZZ. Al abrirle irrumpió en la casa un olor como a pino licuado, verdaderamente abrasador. Un olor que se impregnaría en la tela de nuestros cojines, en el pelaje del gato Mauricio y en los pelitos de mis fosas nasales durante varios días. El olor de hombre. Era un señor muy muy alto. Llevaba unos mocasines lustradísimos, unos pantalones acampanados al estilo setentero (Dios santo), un cinturón de hebilla prominente y la camisa abierta hasta la mitad, mostrando unos míseros vellitos enrulados. Muy buenas. Y el apretón de su mano.
Lo poco que yo conocía de España antes de que nos viniéramos (obviando la tortilla española) se reducía a Picasso, Picasso el pintor y los cuadros del pintor Picasso; unos rostros desfigurados por el escurrimiento de sus facciones, narices con la rigidez de la piedra y ojos de limón exprimido, desinteresados. Rostros que yo reconocí en las primeras personas que vi en el aeropuerto, en el control de migración, en el taxi, en la calle. Todos me resultaban extracciones de un mismo pincel, de un mismo dios repartidor de su obra maestra. Personas picassianas en la tierra de Picasso. Pero este señor… era en verdad el culmen. Un señor cubista de verdad. Un hombre horrible.
Por más que yo fuera una niña de poco llanto, en ese momento sentí unas gigantescas ganas de berrear. Creo que nunca, en ninguna de todas las veces que le abrí la puerta a un pretendiente materno, había pensado en mi papá. Y me desconcertó que lo primero que me hiciera recordarlo con tal fervor no fuera su condición de padre, su participación en mi crianza, sus momentos de afecto, sino pensar que era mucho más guapo que este asqueroso señor.
Desde el día en que el primer fulano vino a la casa (la casa nueva, la de acá), mi mamá me dijo que ofreciera ¿Quiere un vasito de agua? cuando lo invitara a pasar. Pero en ese momento lo único que deseaba decirle era “Váyase de aquí, señor apestoso, aléjese de mi mamá. Qué se cree usted, pinche lagarto escurrido. Ni se le ocurra volver a enseñar su horrible jeta en esta casa, eh. ¿Me escucha?”. Pensé en las consecuencias de un comentario así y lo espanté de mi cabeza mientras servía el vasito de la llave del fregadero.
Pensé también en los ojos de mi papá. Unos ojos igual de oscuros que el chapopote ardiendo. Pensé que si saliera del grifo un genio fantasmagórico como el de Aladdín, no dudaría en rogarle que me transportara a la pocilga en la que mi padre estaría viviendo ahora. Que me llevara y me abandonara ahí para siempre, lavando todo el día los platos en el fregadero, tallando su ropa percudida, aguantándole los escándalos nocturnos que soportaba mi mamá. Todo con tal de no estar aquí y, en cambio, estar frente a una cara afable, ajustada a la medida de mis recuerdos. Ya le iba a alcanzar el vasito de agua a ese señor que también tenía espantada a mi abuela, de pronto un tamal enmudecido entre múltiples frazadas, cuando mi mamá salió taconeando del baño como si nada: Hola, Juan, gracias por esperar.
Juan. El nombre del demonio. Le dio un beso en cada cachete, como se saludan todos aquí, de forma cínica, hipócrita, y tomó la bolsa de cuero falso que había dejado preparada en una silla del comedorcito. Bueno, niños, se cuidan, cuidan a su abuela, cenan bien, se duermen temprano, eh. Un intento de amenaza que carecía del peso de antaño. ¡Ay, las llaves! Las llaves, las llaves. Agarró las llaves que estaban junto al fregadero, prendidas de un recuerdito de Veracruz. Se acercó a la frente de mi abuela. Adiós, mamita chula. Y se agarró del brazo de “Juan” antes de cerrarme la puerta en el hocico.
Juan…
Contiene la Q. Técnica, actividad o deporte de montar a caballo. ¡Equitación! Grité la respuesta sin siquiera darme cuenta. El maldito Juan, hijo de la chingada. Aún escuchaba las risas y los tacones de mi mamá descender precipitadamente las escaleras. No quería pensar en los desastres que haría cuando empezara a beber. Bailaría como desquiciada, se subiría el vestido en medio de la calle, rodaría por alguna avenida y vomitaría en los zapatos de Juan (Bueno…). Se quedaría dormida sobre las sábanas con los tacones puestos. Los tacones de animal print. Me dejé caer entre los dos bultos del sillón, fatigada de repente.
Tal vez si le decía a Lucía lo que pensaba nos haríamos amigas. Tal vez eso bastaba para que me pidiera perdón. Para que admitiera, bajo el impulso de la confianza, que ella también sentía una tremendísima presión por agradar. Y a partir de entonces podríamos comer juntas todos los recreos, ir al cine los miércoles, invitarnos a nuestras casas los fines de semana, como hacía yo con Ana Pau antes de que nos fuéramos de Puebla. Sacudiría sus dos trencitas y me abrazaría. Tal vez.
¡Está pero recontrafeo el condenado ese! En la tele habían pasado a unos cortes comerciales. Ay, abue, ya ni me digas. Los tres cumplíamos con el acuerdo tácito de quedarnos aplastados hasta que comenzaran a rugirnos las tripas. Mi abue, el Mau y yo: tres pellejos derrotados. Todavía entonces me pasaba que cuando salía un anuncio de productos de higiene femenina me ponía roja como jitomate. Aunque ya no estuviera presente mi papá y solo el pinche Mau se hiciera wey cuando se alumbraban resplandecientes las gotas falsas de menstruación, sentía como si una fuerza celestial me desnudara, me abriera de piernas, me husmeara con sus manos invisibles y dijera en voz alta: “Sí. Esta niña está escurriendo sangre por la concha”, para que todos lo supieran.
En el anuncio salía una mujer alta, con el cabello recogido y ropa deportiva, preparándose para correr un maratón. Se sugería que en los vestidores se colocaba un tampón, de esos que hasta la fecha no me atrevía a meterme porque una prima me había dicho que te quitaban la virginidad. Sabía que todas las niñas de mi escuela los usaban porque un día le susurré a una compañera de mi salón que si traía algo porque estaba “en mis días”. Al principio no me entendió, pero supongo que algo vio en mi cara compungida que le hizo comprender mi angustia y acto seguido me pasó con sigilo un tampón por debajo de la mesa. Como no supe decirle que no sabía usarlo, me fui al baño y construí una toalla primitiva con papel higiénico, enrollándolo en mis calzones hasta fabricar una especie de pañal. Luego tiré el tampón a la basura, intentando enterrarlo bajo todos los papeles usados, por el miedo de que mi compañera descubriera ahí el tampón que me había regalado.
Al final del anuncio la mujer ganaba la carrera. Se veía feliz, deslumbrante, plena, mientras corría la pista colosal, en apariencia sin esfuerzo, como empujada por la fuerza de llevar un tampón bien colocado y metido hasta el fondo del alma. Alzaba los brazos frente al público. Abrazaba a su mamá. Sonaba una cancioncita de cierre. Quizá si me dejara largo el cabello y aprendiera a ponerme un tampón, también yo podría correr como ella. Incesantemente, hasta el infinito.
Afuera sonaron las campanas de la iglesia. Los gritos de la parejita portuguesa que vivía arriba de nosotros. Las patas de las sillas arrastradas. La metralleta en la televisión. Y nosotros soporíferos. Los tres ahí escurridos. Mi abue hecha bolita, Mauricio mordiéndose las uñas, yo con un dolor de cabeza terrible, pensando de nuevo en los ojos de mi papá. Y el gato Mauricio.
El gato Mauricio. Mauricio, ¿dónde está tu gato? El pinche gato Mauricio.
Le dije a mi hermano que se callara el hocico, que no había sido culpa mía, que se calmara. Había sido el Juan ese, repugnante con su jeta cubista, porque había dejado la puerta abierta. Y el Mauricio chille y chille: qué iba a ser del pobre gato Mauricio, cómo iba a sobrevivir en el peligro de la noche. No mames, Mauricio, tu gato es callejero. Y el Mauricio chille y chille. Le quería cortar los huevos al imbécil de Juan, por eso no había que dejar entrar a nadie que no fuera de la familia y que no supiera cómo vivíamos. Y mi abuela iba despertando del cuarto sueño diciendo que si hacían falta huevos ella saldría a la tiendita a comprar unos. Ay, abue… Y Mauricio chille y chille, diciendo que no, que no, que él no se iba a quedar en la casa, que él quería ir a buscar a su gato, que me acompañaba, que me quedara yo. Te quedas tú aquí con la abuela, Mauricio. ¡Piri Mirifir! Y no me rezongues. Agarré las llaves, azoté la puerta y bajé al bochorno de la calle. ¿Cómo iba a encontrar al pinche gato Mauricio? Pasaban gentes y gentes por enfrente del portal que se cerraba tras de mí. ¿Cómo lo iba a encontrar en esa pinche avenidota? Seguro ya se había ido bien lejos. El pinche gato podía trepar hasta la casa de quién sabe quién. Y yo solo sabía ir a la escuela y de regreso. Y había pasado tanto tiempo. Si nomás estaba yo ahí. Bien pinche sola. Entonces tuve la ocurrencia de ir a la policía del barrio. Pedir ayuda en la jefatura de policía por un gato desaparecido. En la ventanita de la recepción abría los ojos como sapo una mujer muy gorda. Le dije que Mauricio y que mi abue, y que hacía media hora, y que el señor cubista pretendiente de mi mamá, y que mi hermano, y que Mauricio, y que México, y que no, y que sí y que aún no me sabía el nombre de mi calle, y que el tiempo pasaba, y que Pasapalabra, y que pasaba muy rápido, y que sí, y que muchas gracias, y que esperaría en la sala que me indicó y que muchas gracias nuevamente.
No esperé mucho porque luego luego vino un hombre uniformado que preguntó en la sala: ¿Para reportar una desaparición? Me levanté y lo seguí por un pasillo muy estrechito. Me abrió la puerta de una oficina y dijo: Tome asiento, por favor. Tenía un bigote tupido y espeso. Nunca, tampoco en México, había estado en una comisaría, intentando fingir la solemnidad que fingía frente a este señor. Mi inexperiencia se agravaba por la turbia sensación de vigilancia que emanaba de los dos cuadros colgados, uno en la pared izquierda y el otro en la derecha, ambos como espejos: unos retratos del rey español con los brazos cruzados, de traje gris, sonriendo majestuoso ante la cámara. En ese minúsculo despacho marcaban una proporción de dos reyes por un empleado de la policía.
Yo contaba mi trágica historia desde una pequeña sillita. Me miraba el rey número uno. Me miraba el poli. Me miraba el rey número dos. Mi destierro fue rápido, por supuesto. Cuando quedó claro que Mauricio era un gato y no un niño con tendencias suicidas, la cara del señor bigotón cambió al visible disgusto. Yo procuraba aguantarme una lagrimita de humillación. Y no, y no, me repetía. No podían mandar agentes a buscar al gato. Eso no era así. En un pueblucho quizás, pero no en Madrid. Aquí estaban siempre desbordados. Siempre. Eso no se podía. Llegar a una comisaría a reportar la desaparición de un gato. No. Pero me haría el favor de registrar la incidencia. Por si alguien daba noticia de algún gato perdido. Aunque no correspondía a sus funciones. Estaba siendo generoso.
Agradecí. “Muchas gracias” por concederme su tiempo, muchas gracias por dejarme pasar a su oficina, a su país, muchas gracias por permitirme tales lujos del primer mundo, a mí, pobre indita necesitada de misericordia. El rey de España me miró complacido desde sus cuatro ojos mientras yo cerraba la puerta con timidez y repetía un tercer “Muchas gracias” y un último “Perdón”, a pesar de que afuera de la oficinita hubiera al menos cinco polis tomando café, charlando y riendo y no ayudándome a buscar al pinche gato.
Saliendo de la comisaría me puse a buscarlo. Qué le iba a hacer. Aunque estuviera segura de que el gato Mauricio, tras su breve estancia de un mes, no volvería nunca a nuestro departamento. Me aguanté el coraje y la vergüenza solo para evitarme una llorada en público. Por orgullosa, sí, me puse a caminar bien firme, como si nada. Comencé el recorrido que hacía todas las mañanas para ir a la escuela, por probar algo. Un camino bastante aburrido que consistía en ir todo recto, todo recto, todo recto, y girar hasta el final en una callecita cerrada donde estaba la primaria-secundaria-bachillerato en la que estudiaba.
Se notaba que era sábado. La gente pasaba a mi lado en grupos, rebasándome, hablando en un tono alto innecesario. Las mesas de la acera estaban llenas. Con cervezas en jarras descomunales y vinos en copitas de plástico tambaleándose con el pasar de los coches. La avenida. Unos pasos a la derecha y te llamabas. Por aquí estaría mi mamá, pensé. En alguno de estos bares subterráneos recargados de luces led, restregándole el trasero al pinche Juan, que a estas alturas ya traería la cara más que desfigurada. El chuntachunta, el chuntachú. ¿Cómo habría sido el antro en el que conoció a mi papá? Ese antro del estado de Hidalgo. ¿Habré nacido en un antro?
Las calles de México nunca serían así. Una sucesión de edificios parejitos. Floreados en los bordes. Color cremita y miel. Sin tendederos enrejados. Perros como lobos escurriéndote sus babas mientras pasas inconsciente por debajo. Y las banquetas de México, excelentes para tropezar y matarte. Impensable en España. Así como me había explicado el poli, aquí las cosas funcionaban de otra manera. Definitivamente.
Me hacía normalmente veinticinco minutos para llegar a la escuela; si me sobraba tiempo, media hora. Los edificios más próximos eran los más lindos. A esa altura de la calle mejoraba la zona; se notaba en el tipo de locales, en el parquecito verde y hasta en la limpieza de las aceras. En mi salón había un grupo de niñas —Paula, Violeta y Lucía— que vivían luego luego ahí, doblando la esquina. Yo me hacía la mensa, claro, cuando llegaba la hora de la salida e intentaba ir más despacio que ellas para no molestarlas en su chisme posclase, pero por más mensa que me hiciera, todos los días las veía despedirse frente a sus portales, darse abrazos, decirse hasta mañana, sonreír.
Ahí mero encontré al pinche gato Mauricio. Hijo de su madre. Relamiéndose las patas junto a un contenedor de basura. El gato negro más común. Pero era él. Nuestro gato. ¡MAURICIO!, le grité sin que se inmutara. El pinche animal ajeno a todo el drama. Y lo agarré rapidísimo del pellejo. ¡Miauuu!
Cabe decir que en mi familia éramos todos muy espirituales. Mi abuela había predicado siempre la importancia de una fe incondicional, a modo de resguardo frente a cualquier tipo de circunstancia. La interpretación de mi madre de esta herencia fue una fiel dedicación a todas las religiones habidas y por haber, de las cuales se mudaba como quien se cambia de calzón. Yo por eso salí creyente de lo que cayera, que esa noche fue el gato Mauricio como una estrella gigante, la estrella de los Reyes Magos guiándome hasta su portal.
Toqué todos los timbres posibles, comenzando por los del primer nivel. Hola, ¿aquí vive Lucía? Con un brazo cargaba al gato Mauricio, que mostraba su incomodidad con maullidos desesperados. Hola, ¿esta es la casa de Lucía? MIAAAU Hola, buenas noches, ¿Lucía vive aquí? Hasta llegar al cuarto botón, en el que me contestó una voz muy cauta y femenina: Sí, ¿quién es? Y yo dije: Marifer, su compañera de clase.
Por más que lo hubiera meditado, no tenía ni idea de qué decirle cuando ya la tenía ahí, enfrentito, haciéndome una jeta de turbación, sosteniendo la puerta del portal, mirándome sin decir nada. Olía a shampoo de coco y tenía el cabello hecho baba, como recién cepillado después de bañarse. ¿Qué haces aquí?, me dijo. Y me desahogué.
Pues mira, Lucía, me iba a esperar al lunes para decírtelo pero como andaba por acá pues decidí decírtelo ahorita. La neta creo que fuiste muy mal pedo con lo que dijiste sobre mí en el recreo. Lo que te inventaste sobre mis sentimientos hacia ese morro que la neta me la pela. La pinche mentirota que te inventaste. Y mira, al chile me hubiera valido madre, pero ahora se la traen reduro conmigo y yo la neta no lo merezco. Sé que no lo hiciste con la intención de chingarme, que nomás fue porque te daba miedo que él supiera que estás enamorada de él. Está bien, no hay pedo con eso. Pero creo que al menos tendrías que pedirme disculpas, porque a mí me están chingue y chingue todo el pinche día y de ti ni quien diga nada. La neta creo que fuiste bien gacha, pero te puedo perdonar y no hay bronca. Podemos ser panas si quieres.
Se lo dije todo así. De una. Como me salió directo del alma. Me reacomodé al gato Mauricio. Levanté la mirada que sin darme cuenta se me había ido escurriendo hasta el suelo. Cuando la vi, noté que me miraba con una cara tres veces más fruncida. Una jeta ya no solo de confusión, sino de asco. Me dijo: Si no me hablas en español, no te entiendo.
Me quedé calladísima. Ni respiré. Nos miramos directamente a los ojos por unos segundos. Calladísimas. Lucía frunciéndome el ceño. Frunciéndome la boca. Frunciéndose ella misma hasta parecer una extracción de Lucía. Una dislocación de Lucía. Una pintura de Picasso de la cara de Lucía. Una cara amorfa y cubista.
No pensé nada. Ya había pensado demasiado. De pronto mi mano ya estaba ardiendo, temblorosa. Y ella se sostenía la cara como si se le fuera a caer. Gritaba en mi dirección una serie de palabras que mis lágrimas nublaban, groserías de la tierra de Picasso. Verdaderamente la cacheteé como si no hubiera mañana.
Salí corriendo al instante. En el fondo de mi consciencia ya solo escuchaba la voz de Lucía chillando y chillando, desde el portal de su casa preciosa, y la de su mamá gritándome que no huyera, salvaje, que no huyera. Ahora que lo rememoro de esta forma me doy cuenta de que hasta entonces no había considerado la posibilidad de que regresáramos a México. Y ese ardor en mi mano se convirtió en el primer indicio de que aquello que consideraba un simple desvarío de mi mamá era mi vida.
En mi recuerdo me veo correr como nunca con el gato Mauricio azotándose en mis brazos. Me veo correr como si esta ciudad fuera un enorme calcetín al que un gigante comenzara a darle la vuelta, y yo fuera a quedarme apachurrada, junto con todas las pelusas, en su interior.
Este relato fue ganador del II Premio de Relato UNAM-España sobre la experiencia de la migración latinoamericana en España.
Imagen de portada: Fotografía de Madalyn Cox. Unsplash