No los han visto arrastrando los pies, con los ojos rojos y los labios resecos por el sol, los colores estridentes de las ropas, las gorras de alguna marca de insumos industriales, los bolsos raídos, los recipientes de cinco litros de agua mezclada con polvos amarillos, la comida rara y desordenada con mucho plátano y mucha pasta en platos de unicel, los idiomas raros, los idiomas conocidos pero con acentos raros, las voces que hablan de países de ultratumba, de cruces largos, de aprender a decir usted es el último en la fila con los papeles arrugados de los trámites en la mano, el número que les tocó, los que no se dejan entender por los funcionarios, los que perfuman las aceras con ese tufo ácido que tienen los que no son de aquí. Para ver a esos especímenes de seres muy vivos y muy muertos hay que acercarse a las fronteras, a los refugios, a los centros de detención, a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados o a las oficinas del Instituto Nacional de Migración. Zoológicos de indeseables.
11 a.m., calle Versalles 49: tambores, gritos, pancartas fluorescentes. No nos dan los papeles porque somos negros. Es una protesta de haitianos que llevan semanas esperando que algún funcionario salga a decirles qué onda con su trámite de refugio. La primera vez que llevé a mi mamá a solicitar asilo éramos todos venezolanos y la escena era típica de cualquier cola en Caracas: un hombre vendiendo guarapo y empanadas de queso, un papel manuscrito con el orden de la fila, la risa de un paisano contando un chiste en voz alta. La segunda vez éramos menos comparados con los haitianos, que ocupaban ya los dos bancos de la acera, y el ambiente era ligeramente más lúgubre. La tercera vez ya no había venezolanos y sonaban los tambores, las calles estaban cerradas y un escuadrón de policías federales tenía acordonado el edificio. Entre la primera y la tercera vez pasaron dos años, los dos años que mi mamá tiene esperando su trámite. Entre la primera y la tercera vez cambiaron los colores de las pieles y los acentos de los solicitantes y al COVID-19 se adjudicó todas las culpas de los retrasos. Entre la primera y la tercera vez las pancartas comenzaron a gritar otra cosa.
Yo soy uno más entre los haitianos, cubanos, salvadoreños. Con más o menos privilegios, vengo a hacer mis filas para regularizar mi estancia migratoria, para cambiar de domicilio, para notificar que me casé, para pedir que me hagan residente permanente porque tuve una hija, para tramitar por enésima vez la renovación de la tarjeta de visitante humanitario de mi mamá, vengo a aguantar cuatro horas de fila bajo el sol para que me digan qué cree, que su trámite no ha salido, qué cree, que estamos rebasados por tantos solicitantes, qué cree, que esta oficina no se da abasto entre tanta gente queriendo cruzar a la vida. Esto último no lo dice el funcionario: eso lo digo yo para que la declaración quede asentada, bajo protesta de decir verdad, en las subtramas administrativas que también tiene este texto. Ellos vienen de la muerte. Todos los migrantes, de alguna forma u otra, venimos de la muerte: algunos con sus marcas más visibles, otros con los muertos guardados en los bolsos, en las carpetas o en las barrigas. No poder regresar no es un enunciado dramático ni una mentira que se dice en la entrevista ante los oficiales de la ONU. La muerte, oficial, no hace falta que yo la diga. Salga y mírela. O será que esa desesperación en los ojos es un teatro y esos bolsos pesados no cargan huesos invisibles y esos pies resecos no tienen rastros de tierra perdida y cenizas anónimas en las uñas.
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La cosa puede ser menos trágica, como de hecho lo es. En los institutos migratorios reina la contención. Los gritos, las muertes, la violencia desmedida de los militares y funcionarios en Tapachula tienen su correlato silencioso y burocrático en las representaciones federales. Parece broma pero la genética kafkiana de las oficinas procrea, a la par que funcionarios impávidos en la capital, sujetos despiadados que, mil 152 kilómetros más allá, contienen a los migrantes a patadas. Nos contienen, me atrevo a decir, aunque no haya cruzado el Suchiate. Llegué en avión cuando a los de mi país no los encerraban en cuartos oscuros en los aeropuertos, ni les hacían tres o cuatro entrevistas más antes de obligarlos de la manera más atenta a los retornos voluntarios, ni había que llevar cartas, pasajes de ida y vuelta, comprobantes de domicilio y estados de cuenta bancarios a una notaría para recibir una visita familiar. Yo llegué en el último momento, antes de ingresar a la fila de los indeseables. Pasé todas las trabas de la burocracia: los trámites negados por causas cada vez más inquietantes. Su lugar de nacimiento no coincide con su lugar de nacimiento, su segundo apellido tiene un acento que en el pasaporte no tiene, notifíquese al promovente que su hija de seis meses de vida no tiene identificación oficial, notifíquese, chingada madre al promovente, que su trámite fue otra vez negado porque esta oficina —por no llamarle esta patria— preferiría que usted no se quedara aquí, las apelaciones, los meses de espera, los gestores, la voluntad bipolar de los funcionarios.
En la embajada mexicana en Los Ángeles le dijeron a mi esposa cuando todavía no era mi esposa que su trámite estaba cancelado porque un funcionario en la Ciudad de México había metido un dedazo en el número de folio y señorita, qué cree, no me permite corregirlo desde aquí. Tiene que volver a entrar a México como turista, pagar otra vez los cinco mil pesos que pagó, pedir otra cita en esta honorable representación diplomática, comprarse un pasaje aéreo —Aeroméxico tiene excelentes cupones y millas para viajeros frecuentes, consulte términos y condiciones— y volver a ingresar su trámite. Si está muy apurada para cruzar a la vida, intente por otra vía: pídale a un compatriota que le monte un altar con pan de muerto y cempasúchil y acérquese a estas oficinas el primero de noviembre, si es que además tiene dolientes que le permitan pasar sin notarías. Eso no lo dice la funcionaria, por supuesto: eso lo digo yo y la boutade es copia fiel del argumento de Coco, todos los derechos reservados. Deberían saber que queremos vivir. Deberían darse cuenta de que estamos muertos, como el pan. Dulces, muertos, un poco muertos, con más o menos privilegios, arrastrando los pies o con el talón en alto, con trámites negados o visas vencidas o millas aniquiladas por Estados fallidos o números de folio que jamás servirán a nadie. Deberían saberlo. ¿Deberían saberlo?
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Uno de los seis millones. Uno más de esos que huyen de la muerte. ¿Eres de Siria, de Venezuela, de Haití, de El Salvador? ¿Eres pandillero o refugiado? ¿Cuál es tu guerra? ¿Es verdad que todas las mujeres de tu país son putas? ¿Es verdad que tu papá es un ladrón? ¿Y esa hija la tuviste en serio o solo para que te dieran papeles? ¿Y tu esposa es puta también? ¿Entonces tu mamá y tu suegra viven juntas? ¿Son lesbianas? ¿Son prófugas de la justicia? ¿Y tienes amigos aquí? ¿En qué trabajas? ¿Y tus amigos son como tú? ¿Pero tú también eres así de pobre? ¿En verdad la cosa está tan difícil por allá? ¿No será que estás exagerando? ¿Y eso que llevas ahí en la mano es tuyo o te lo robaste? ¿Qué es eso que traes en el bolso? ¿Y por qué no puedes regresar a tu país? ¿No quisieras, digamos, regresar a tu país? ¿Eres turista? ¿Tienes empleo? ¿Entonces sí te dieron el permiso para trabajar? ¿Y no te apena haberle quitado el trabajo a un compatriota? ¿Mereces esta tierra? ¿Me entiendes? ¿Eres pendejo o nada más estás cansado? ¿Has llorado mucho o has dormido poco? ¿Fumaste mota o te cayó tierra en los ojos? ¿Qué es eso que tienes en los pies? ¿Por qué tienes el cuello y las manos sucias? ¿Qué es eso que se te derrama? ¿Por qué eres tan evidente? ¿Tú eres puto también o solo ladrón? ¿Eres un gusano? ¿Eres una mariposa? ¿Eres un perro o un gato o un coyote? ¿Qué animal eres? ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Por qué bajas la cabeza? ¿Qué traes en las uñas? ¿Y esos papeles? ¿Es la primera vez que vienes? ¿Cuánto tiempo te quedas? ¿Ya paseaste por la ciudad? ¿Qué es lo que más te gusta de aquí?
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Viernes, 7 de la noche, calle Venustiano Carranza. Un hombre de unos sesenta años, con un bolso descosido en la mano, me pregunta dónde queda la Embajada de Honduras. Agarro mi teléfono, consulto Google Maps: cinco kilómetros y medio, una hora y doce minutos caminando. ¿Quién le dijo a usted que la embajada de su país está en el Centro Histórico de la Ciudad de México? El hombre está molesto o decepcionado. Me pide que le dé más señas para llegar caminando, pero cómo le explico, señor, que yo tampoco sé. Le muestro la pantalla del teléfono: los puntos azules son la ruta que usted tiene que seguir, fíjese, usted está aquí, ¿lo ve? Y, claro, cabrón, que no lo ve, me digo horas después. ¿Cómo va a saber qué es un aquí? El hombre hace como que entiende, no me pide dinero ni nada más que los nombres de las calles donde tiene que cruzar. Las memoriza. Sigue la ruta con el dedo grueso y reseco como un tabaco. Algo de este encuentro me pone inmensamente triste. ¿Se parece a mi papá? No. ¿Tiene la misma edad que él? Calculo que sí. Hay algo en ese deseo de estar vivo que me estremece. Hay algo en esa esperanza de caminar hasta la embajada de tu país esperando que te atiendan que me parece admirable. Y todo lo admirable, en el fondo, es deprimente. ¿Se parece a papá? No. No es una calavera, pero lo veo perderse en la oscuridad de la calle como un espectro. No parece querer otra cosa que vivir. Buena suerte, señor Jhonny.
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Ruth y yo vemos por televisión la noticia de los 55 migrantes muertos en Chiapas. Los cuerpos mutilados de los viajeros, los restos esparcidos sobre las calles a un lado del tráiler que explotó en una curva. No lo vemos con compasión ni con fervor político, sino con un terror íntimo. Es mentira que ella, Anastasia, yo y nuestras madres estamos lejos de ellos. Es mentira que cualquiera de esos heridos sobre una manta en la calle no podamos ser nosotros o alguno de los abuelos —suponiendo que, por mero truco metodológico, mi padre no esté muerto y mi suegro mantenga su idea de cruzar de mojado a Estados Unidos—. La distancia que separa a esos cuerpos de los nuestros es engañosa. En el destierro la virtud empática tiene trazos de horror y desengaño. No estamos para sentarnos en un panel con figuras públicas consternadas por la discriminación, ni para alzar la voz “en nombre de los que no la tienen” en eventos académicos con distancia crítica mineral embotellada. Estamos para aferrarnos. Estamos para guindarnos de las paredes de este pinche tráiler invisible que pasa por curvas peligrosas todos los días. Estamos para recoger cada pedacito de cuerpo esparcido en el asfalto como si fueran los restos de una ciudad que perdimos todos. Estamos para recordar y temer y repatriar a esos muertos y a los que sobrevivieron. Algunos decidieron quedarse a esperar, pero otros prefirieron saltarse los trámites.
Imagen de portada: ©Luis Antonio Rojas, Janela Ordóñez, 25 años, originaria de Colón, Honduras, de la serie Notas de voz desde Tijuana, 2018. Cortesía del artista