Era un sábado soleado de otoño en Collado Villalba, unos 40 km al noroeste de Madrid. Todavía quedaba medio tanque de helio y lo usamos para llenar globos de látex, de los que usan en las fiestas de niños. Xose parecía un payaso diabólico, guiando la masa enorme de globos rojos y negros por las calles desiertas del pueblo. Xose Quiroga es abogado; él y su colega Artur Castillo, sociólogo, conforman el colectivo de ciencia ciudadana IMVEC y esa mañana estábamos haciendo un experimento. El río Guadarrama, que atraviesa el municipio de un extremo a otro, recibe aguas servidas industriales y residenciales. Ante la sospecha de que las plantas purificadoras no se dan abasto con la contaminación, IMVEC está investigando. La idea era aprovechar la salida para tomar fotos del río y de la planta y determinar a la vez si era posible hacer fotografía aérea usando globos comunes y corrientes. Llegamos cerca de la orilla del río y soltamos los globos con la cámara, una imitación de GoPro, amarrados juntos a un cordel de 100 metros de largo. La masa rojinegra subió llevada suavemente por el viento hasta casi perderse en el cielo claro. IMVEC forma parte de un movimiento global de científicos aficionados que hace un par de décadas fue bautizado como ciencia ciudadana y que ha estado tomando por asalto el otrora sagrado y exclusivo club de la ciencia. Es un movimiento muy diverso, difícil de definir, con distintos niveles de participación, que utiliza tecnologías sencillas o complejas, con fines educativos o en busca de justicia. Éste es un campo activo de debate entre las ciencias sociales y las ciencias naturales, pero el movimiento continúa con o sin el análisis de los académicos.
Ciencia y apocalipsis
La ciencia era asunto de aficionados o amateurs con algo de tiempo libre hasta finales del siglo XIX. Quizás el más famoso de éstos fue el naturalista Charles Darwin. En varios ámbitos sigue siendo así, un número importante de astrónomos y observadores de aves aficionados son clave en sus disciplinas. La Asociación Entomológica Krefeld, un grupo de amantes de los insectos, sacudió al mundo de la biología cuando reveló recientemente la dramática disminución de las poblaciones de insectos en Alemania, algo que se ha bautizado como el “apocalipsis de los insectos”. En 1840 se inventó la palabra científico y empezaron a aparecer las primeras plazas de tiempo completo para profesionales. Al tiempo que sus disciplinas se volvieron más especializadas y complejas, el gremio de hombres y mujeres de ciencia diplomados por universidades empezaron a asumir el rol de guardianes de lo que se considera el verdadero conocimiento. Hoy, la mayor parte de este conocimiento se publica en un lenguaje y en espacios de difícil acceso para la gente común y desde el fin de la Guerra Fría y el triunfo del neoliberalismo se han construido aún más barreras alrededor de la ciencia. Cada vez más innovación e investigación han quedado restringidas por patentes o privatizadas en grandes empresas y la gran mayoría de los datos de las investigaciones se mantienen cerrados al público. Al mismo tiempo, la ciencia y sus instituciones son vistas hoy como facilitadoras de la crisis ambiental, incapaces de proponer más que soluciones técnicas, despolitizadas y desconectadas de la sociedad. Esta distanciación y pérdida de estatus de la ciencia ha provocado una reacción de sectores de la sociedad que antes se mantenían al margen del proceso científico y técnico. Un caso notable ocurrió con el estallido de la epidemia de sida. En 1987 activistas homosexuales y lesbianas fundaron ACT UP ante la inacción del Estado y los precios exhorbitantes de las medicinas. Conformaron un comité de autodidactas, dedicado a intervenir el sistema médico-científico y a cambiar los métodos de investigación farmacéutica. “Nos hemos educado a nosotros mismos; sabemos más que lo que el sistema sabe”, declaró Larry Kramer, líder de la organización. El término ciencia ciudadana fue acuñado en 1995 por el sociólogo británico Alan Irwin, quien escribió sobre la necesidad de una ciencia desarrollada y ejecutada por los ciudadanos mismos, sobre la importancia del papel de los científicos como tales, fuera de sus torres de marfil, y sobre el necesario diálogo de saberes entre la ciencia y la gente común. Se trataba de un nuevo concepto de participación, el cual tomó impulso gracias a las nuevas posibilidades de la tecnología.
Visiones de participación
La idea de “participar” en la investigación tiene orígenes radicales un poco anteriores, en las ideas de pensadores como el educador Paulo Freire y el sociólogo Orlando Fals Borda. La escuela de investigación-acción participativa, surgida a principios de la década de los setenta, promovió que los científicos sociales reflexionaran sobre sus propios métodos y formas de conocimiento, entendiendo que el saber y sus formas no son neutrales, sino que llevan los sesgos morales y de clase de los investigadores. Pero las ciencias naturales distan mucho de llegar a ese nivel de autoanálisis y de reconocer los límites del conocimiento científico. Más bien se han mantenido protegidas del escrutinio público, estrictamente autorreguladas, y el muy necesario papel de “críticos de la ciencia” —algo a lo que los artistas ya se han acostumbrado— ha quedado en buena medida en manos de los ecologistas y otros activistas sociales.1 Más tarde los organismos internacionales como el Banco Mundial asumieron y sanearon el concepto de participación para convertirlo en una receta técnica, libre de toda pretensión de subvertir o intervenir el orden social y económico. En el mejor de los casos, cuando se hace algo más que una consulta meramente simbólica, el proceso consiste en extraer datos de los participantes o en utilizarlos como mano de obra gratuita para fines predeterminados por los expertos. La ciencia ciudadana ha proliferado dentro de esos dos conceptos de participación. En 1996 el ornitólogo Richard Bonney definió ciencia ciudadana como los proyectos donde los aficionados proveen datos a los científicos y aprenden sobre ciencia en el proceso, un concepto más orientado a la educación y a la colaboración.
Justicia cognitiva
Los nuevos científicos aficionados utilizan herramientas como la observación sistemática, las imágenes satelitales y sensores de contaminación o radiactividad, generando muchísimo conocimiento dentro de una gama amplia de objetivos y bajo distintos niveles de independencia o de subordinación a las viejas instituciones. La plataforma Public Lab es uno de los más importantes foros de discusión e intercambio sobre estas metodologías. Surgió en 2010 tras el derrame de petróleo de BP en el Golfo de México, al organizarse las comunidades costeras estadounidenses ante la inacción del gobierno. Tomaron fotografías aéreas de la costa con globos y cometas y revelaron las consecuencias del desastre. Hoy en su página web hay conversaciones sobre los detalles de construcción de un espectrómetro de Lego o sobre la cámara correcta para hacer un microscopio casero. Su fin explícito: quitar a los expertos el monopolio de la producción de conocimientos. Xose y Artur de IMVEC, con sus cámaras voladoras de baja tecnología, son parte de la red de Public Lab en España. En casa de Artur hay un ensayo con plantas bioindicadoras, unas regadas con agua pura y otras con agua del río, con la idea de poder comprobar visualmente la contaminación del agua. Él le llama a esto ciencia prehistórica.
Estos métodos tienen miles de años de conocerse y se pueden usar en cualquier lugar del mundo sin necesidad de formación especializada.
Artur está hablando de algo a lo que llaman justicia cognitiva, un concepto articulado por el sociólogo indio Shiv Visvanathan.2 Se refiere a proponer un modelo alternativo, más diverso y democrático de la ciencia, explorar formas de diálogos entre saberes, reconociendo el derecho de éstos a existir y rechazar la relegación de los conocimientos indígenas y populares a piezas de museo o a productos patentados. Sin embargo, buena parte de las nuevas iniciativas de ciencia ciudadana se quedan cortas en ese objetivo, funcionando fundamentalmente como una extensión de los sensores utilizados por los científicos en sus proyectos. En septiembre del año pasado se celebró en México un taller latinoamericano de ciencia ciudadana, organizado por la Conabio, la National Geographic y iNaturalist, una aplicación popular de observación de la naturaleza. Algo más de medio centenar de participantes de quince países de Latinoamérica presentó proyectos de observación de biodiversidad; la mayoría utilizó plataformas colaborativas de internet. Aplicaciones como iNaturalist, que se llama NaturaLista en México, han ayudado a aumentar la difusión del conocimiento científico entre miles de personas con celulares inteligentes y les permite participar en los procesos científicos a gran escala. Sin embargo, Julieta Piña Romero, candidata a doctora en filosofía de la ciencia de la UNAM, espera algo más. En un ensayo publicado en 20173 considera que este modelo de ciencia ciudadana, sometido a los objetivos preexistentes de la agenda científica, corre el riesgo de convertirse en un mero espectáculo de la producción y el acceso a los datos que no otorga ningún control al ciudadano sobre las preguntas, las herramientas o los resultados de la investigación. Es decir, no hay una apertura real del proceso científico. La ciencia ciudadana que aspire a la justicia cognitiva “debería ir acompañada de un acceso y ejercicio pleno de la ciudadanía en el terreno científico”, argumenta Piña Romero. Irwin, el sociólogo británico, reconoció recientemente4 que la mayor parte de la ciencia ciudadana se mantiene al nivel de usar a los ciudadanos como extensiones del laboratorio. Pero aspira a una “ciudadanía científica” que se atreva a repensar sus formas de trabajar y a entrar en la intersección entre la política, la desigualdad social, la innovación y la práctica científica. El resultado del experimento con el método de globos de fiesta fue exitoso: logramos con unos minutos de vuelo una serie de fotografías de la planta purificadora y del río. “Hay que descolonizar la ciencia —dice Artur—. No necesitamos a alguien que desde su laboratorio nos diga qué es ciencia o qué es realidad. Lo que necesitamos son estrategias y herramientas para la investigación y la autodefensa.”
Imagen de portada: ACT UP en las calles de Nueva York, 1987. Cortesía de NBC News
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Véase la entrevista a Vandana Shiva en el número 843 de esta revista (diciembre de 2018). ↩
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Shiv Visvanathan, A Carnival for Science: Essays on Science, Technology and Development, Oxford University Press, Londres, 1997. ↩
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Julieta Piña Romero, “Ciencia ciudadana como emprendimiento de la ciencia abierta: el riesgo del espectáculo de la producción y el acceso al dato. Hacia otra ciencia ciudadana”, Liinc em Revista, 13(1), 2017. ↩
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Alan Irwin, “Citizen Science and Scientific Citizenship: Same Words, Different Meanings?”, Science Communication Today, 29-38, 2015. ↩