La honestidad de una confesión
Algunos libros se parecen a los amigos. Tienen una cualidad única y entrañable: cuando los leemos, sentimos que nos narran en sus páginas momentos fundamentales de las vidas de nuestras amistades cercanas. Y una vez que se terminan, la experiencia no se acaba: esas historias se quedan viviendo con nosotros por mucho tiempo. Eso es, justamente, lo que ocurre con Aviones sobrevolando un monstruo. Su autor, Daniel Saldaña París —narrador, poeta, ensayista y traductor mexicano—, es uno de los escritores más originales de su generación. Su trabajo se publica en toda Hispanoamérica y se ha traducido a varios idiomas. Saldaña integra listas prestigiosas, como México 20 y Bogotá 39, y recibió el premio ECCLES de la British Library, entre otros reconocimientos. En sus novelas, como En medio de extrañas víctimas o El nervio principal, ha desarrollado una voz narrativa única que se alimenta de una mirada sarcástica. En Aviones sobrevolando un monstruo se puede reconocer mucho de las raíces de su ficción. Sin embargo, éste es su libro más arriesgado hasta el momento. A primera vista, en esta colección de crónicas personales Saldaña narra algunos episodios que van desde su temprana juventud hasta su situación actual como escritor freelance. Parecería que es un diario salpicado por anécdotas hilarantes y reflexiones agudas, pero en ellas hay mucho más que un simple testimonio. El autor juega con los límites de la no ficción; va, con un virtuosismo evidente, de un registro a otro, sin que la narración pierda solidez. Leer Aviones sobrevolando un monstruo es pasar una temporada en la cabeza de este brillante autor. Ahí están consignados sus recuerdos, sus lecturas, sus viajes, sus paseos, sus amigos, sus amores, sus miedos y sus adicciones. Los espacios juegan un papel fundamental en este recorrido. Las ciudades en las que ha vivido, los departamentos que ha habitado o las bibliotecas donde ha trabajado el escritor cobran un rol protagónico. No son sólo escenarios, sino también un personaje central, un interlocutor constante —a veces el único— con el que el autor mantiene una conversación. En el primer ensayo, que le da el título al libro, Saldaña dialoga, por ejemplo, con la Ciudad de México. Este sitio es fundamental en la formación de su carácter y sus neurosis de escritor.
Escribir desde la Ciudad de México, para mí, era no escribir casi nunca. Dejar que pasaran las semanas sin añadir un solo párrafo a la novela. Teclear textos por encargo en dos horas y media antes de salir a comidas interminables que degeneraban en karaoke. Caminar de madrugada en busca de un taxi. Escuchar el paso de los aviones y pensar en la novela que no estaba escribiendo, que quizás no llegaría a escribir nunca. En ningún lugar como en la Ciudad de México me he sentido parte de una comunidad. Pero toda comunidad tiene un envés oscuro. Un ruido constante y sordo, como de avión que no termina de pasar nunca, se tiende sobre la Ciudad de México y me obliga a guardar silencio. Cada tanto, esta oscura certeza, como la sombra de un avión, sobrevuela mi espíritu: la literatura es incompatible con los literatos.
Hay ensayos dedicados a Cuernavaca, Madrid y La Habana, ciudades que fueron decisivas también en su trayectoria. Pero, quizás, el capítulo más estremecedor es “Un invierno bajo tierra”, en el que relata su experiencia como adicto en Estados Unidos y Canadá. Durante una residencia en New Hampshire, Saldaña empezó a sufrir dolores crónicos y eso lo llevó a abusar de todo tipo de sustancias; alcohol, marihuana, ansiolíticos y medicamentos para el dolor:
Me aficioné a machacar las pastillas de Adderall y a inhalarlas para trabajar desde las 5 o 6 de la mañana, a oscuras, observado por una familia de venados que a veces pasaba frente a mi ventana. Algunos días caminaba hasta el pueblo más cercano para comprar una botella de whisky, o de vino, que me bebía a lo largo de la tarde, sentado ante la computadora.
Luego, cuando se mudó a Montreal, empezó a experimentar con dosis y mezclas más fuertes, hasta que dio con la morfina, que llegó a consumir por vía anal.
Tenía que machacar las pastillas y disolverlas en agua, después aplicarme un enema con la solución y quedarme acostado una media hora, en lo que se absorbía. Como de todas formas pasaba casi todo el tiempo acostado, no me pareció tan grave. Claro, tenía que vencer el ridículo pudor anal, pero debo decir que no me costó tanto como esperaba.
Saldaña estuvo a punto de perderse en los laberintos de esa adicción. Sin embargo, logró superar esta etapa y hoy está recuperado. Este libro es, también, la bitácora de un lector voraz. Cada uno de sus ensayos está plagado de referencias bibliográficas. Estas lecturas —hay que decir que son extremadamente disímiles— lo acompañan a lo largo de sus días. Parecería decirnos que la vida no se puede entender sin libros o, mejor, que la lectura y la escritura son las que le dan sentido a su existencia. Aviones sobrevolando un monstruo es una carta de amor al lenguaje. Y es, también, un ejercicio extremo de escritura. El autor se observa bajo el lente implacable de las palabras. Pocos tienen la valentía de examinarse con semejante detalle y publicar el resultado, sin duda doloroso. Ésta no es una biografía ni sólo un testimonio: es un brillante intento por hacerse preguntas fundamentales sobre el sentido de estar vivo. No hay respuestas, eso sí: hay una mirada lúcida y brillante sobre el hecho —tan azaroso— de habitar este mundo.
Imagen de portada: La Ciudad de México desde el aire, 2015. Fotografía de Lars Plougmann