Una revisión somera de la bibliografía sobre la crisis climática basta para confirmar el poco tratamiento que se le ha dado en español. Acaso se encuentren artículos especializados en revistas indexadas o libros sobre el impacto del calentamiento planetario a nivel local, pero carecemos de estudios más amplios, con un abordaje conceptual más que práctico y global más que regional. Por eso Capitaloceno, de Francisco Serratos, es una obra indispensable en los estudios sobre el tema.
Su autor presenta una radiografía de lacerante nitidez de las causas que subyacen a la crisis climática, a la que bien podemos catalogar de ecológica (del griego οἶκος: “casa”) por mor de la precisión. Cuando se habla de una crisis medioambiental, su impacto se limita al ámbito local; su dominio, al de las ciencias naturales. Que sea, más bien, una crisis ecológica implica repercusiones a escala global en ámbitos aparentemente inconexos como la cultura y las artes, la política, la religión, la economía y, desde luego, las ciencias naturales. Una crisis ecológica, en otras palabras, es más amplia que una crisis medioambiental, pues abarca la totalidad de la “casa” común que es el planeta. Frente a la tentación de responder a la crisis desde una perspectiva exclusivamente científica natural, quienes teorizan sobre ella desde las ciencias sociales y las humanidades se enfrentan al desdén no solo de buena parte de la población de a pie, sino del mismo reduccionismo académico. Su labor es doblemente meritoria.
La distribución de El Capitaloceno es en lo general cronológica, no temática. Llaman la atención los títulos de los capítulos que se limitan a resaltar años clave en el desarrollo de la crisis ecológica: 1450, 1648, 1909, 1945, 1970… La profusión de los datos a partir del siglo XX da cuenta de la “Gran aceleración” que experimentó la humanidad desde el fin de la Segunda Guerra Mundial: “El Capitaloceno es un proceso que en cierta medida surgió de una crisis y a partir de ella se ha desarrollado de diferentes maneras en diferentes formas”. La necesidad de acuñar un concepto nuevo para referirse a la crisis climática —ya decían Deleuze y Guattari que crear conceptos es el arte de quien filosofa— obedece a la insuficiencia de su antecesor, el Antropoceno. Francisco Serratos argüía una idea similar en un artículo suyo publicado en esta misma revista:
El Antropoceno en este sentido es un relato incompleto de la historia, mientras que el Capitoloceno [sic], desde su poco elegante sonido, describe la condición del planeta a partir no solo de lo humano, sino también de conceptos como colonialismo, industrialización, globalización, racismo y patriarcado.
La narrativa del Antropoceno carga a toda la humanidad con la responsabilidad de la crisis, como si se tratase de “un fenómeno que sucede en el tiempo, como un simple periodo geológico que en un punto A de la historia comenzó y que por tanto terminará en un punto B”. Una tras otra, Serratos enumera políticas de corte económico y racial que evidencian el fracaso teórico del Antropoceno: la crisis ecológica no es el resultado del dominio de una especie, el Homo sapiens sapiens, en el planeta, sino del dominio de un sistema económico que se gestó en la Modernidad y continúa desarrollándose hasta nuestros días, ese que favorece la acumulación del capital en el bolsillo de unos cuantos a costa del planeta entero.
Como lo indica el subtítulo, El Capitaloceno es una historia radical de la crisis climática, en lo más profundo de la cual se encuentra una escisión entre naturaleza y cultura que ha hecho mella en nuestra propia percepción y la de aquello que nos rodea. Serratos retoma la propuesta del neomaterialismo, diferente del materialismo marxista en tanto que concibe a los objetos no como una materialización de relaciones sociales, sino como agentes de una cadena de relaciones humanas y no-humanas. Entre los exponentes más destacados de esta corriente, además de Donna Haraway, Anna Tsing y Timothy Morton, se encuentra Jason W. Moore, a quien la línea argumentativa del libro sigue de cerca para situar el origen del Capitaloceno en la historia de las ideas. La tesis de Moore es que las bases políticas, sociales y económicas del Capitaloceno tuvieron lugar en la Modernidad temprana, en un periodo clave que transcurre de 1450 a 1750, cuando se populariza la economía fósil de la Revolución Industrial. Señala, además, que los componentes fundamentales del Capitaloceno son tres: la naturaleza barata —con todo lo que conlleva, desde la esclavitud hasta la necesidad de producir comida y energía a gran escala—, el desarrollo de la técnica y una metafísica dualista. Esta última, que en Descartes encontró a un buen hijo de su tiempo, merece especial atención. La distinción entre el hombre (res cogitans) y la naturaleza (res extensa), amén de un cariz androcéntrico, supone una relación de oposición para la cual lo natural solo tiene un valor instrumental. Vista así, la Revolución Industrial no es causa sino consecuencia de una crisis que se gestó mucho antes de que los primeros estragos del calentamiento global se hicieran evidentes, al menos a una escala regional.
Que la Modernidad trajo consigo una nueva forma de organizar la naturaleza responde, más que a postulados filosóficos, a necesidades políticas y económicas. La escasez de recursos y la paz forzada entre las naciones europeas en la segunda mitad del siglo XIX hicieron necesaria la institución de un régimen económico global, el imperialismo, cuyo éxito dependía en buena medida del establecimiento de zonas de extracción y zonas de mercado “dependientes unas de otras, pero con distintas formas de administración política, económica, militar y, sobre todo, ecológica”. Ya Marx, en Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, había criticado la falta de límites del capital: cada récord que impone no es sino la base para romper el siguiente. La acumulación de un supuesto capital ilimitado solo sería posible en un planeta con recursos también ilimitados. El nuestro no puede sostener el ritmo de crecimiento que le hemos impuesto.
A pesar de la carga de evidencia que autores como Serratos presentan a la hora de señalar el sistema económico capitalista como la principal causa de la crisis ecológica, no pocos objetan contra el Capitaloceno que su contraparte económica, el socialismo, ha sido igual de perniciosa. En ese contraejemplo se bate la capacidad de imaginar una salida a la crisis o termina por fraguarse un escenario derrotista. La respuesta del libro se limita a puntualizar, por una parte, que los sistemas socialistas más importantes del siglo XX, el maoísta y el soviético —se echó en falta la Cuba actual—, cometieron crímenes de lesa humanidad al tiempo que devastaban ecosistemas enteros; sin embargo, mientras que el impacto ecológico en ambos casos se circunscribía a un nivel regional, en el caso del capitalismo, con sus ya mencionadas zonas de extracción y de mercado, su impacto ha sido a una escala global. A primera vista, esta disimilitud bastaría para preferir un sistema económico por encima de otro, pero Serratos rehúye de la respuesta ingenua: ni el capitalismo ni los modelos socialistas que hemos conocido son siquiera cercanos a un modelo sostenible de relación con la naturaleza. Es por ello que el autor apela a la capacidad imaginativa de hallar un camino que nos permita sobreponernos a la catástrofe. Ante los restos de un planeta vejado por un sistema de producción y consumo que no puede mantener, ante una violenta ruptura entre naturaleza y cultura, y ante un panorama desolador que avanza conforme los grados de la temperatura global, Capitaloceno incomoda porque interpela la narrativa simplona de la responsabilidad climática compartida. Es verdad que las acciones individuales repercuten porque suman, pero también lo es que necesitamos alicientes y referencias teóricas para politizar esta crisis. Devastación medioambiental, extinción masiva de especies, desigualdad social, hambruna, violencia contra mujeres y comunidades marginadas, injusta distribución de la riqueza y un largo etcétera: en el relato del Capitaloceno se entrelazan muchas otras causas, pero si perdemos la ecológica, las habremos perdido todas.
UNAM/Festina, CDMX, 2021
Imagen de portada: Sangre Grande, 2021. Fotografía de Renaldo Matamoro. Unsplash