Nada parece tan antiguo como el pasado reciente

Especial: Diario de la pandemia / dossier / Junio de 2020

João Paulo Cuenca

Traducción de: Adrián Chávez

Voy al mercado. En las veredas, el paso apresurado de alguno que otro empleado entre los indigentes que se asoman a los basureros. Sobre las vías sin automóviles, los repartidores —en bicicleta, en moto o a pie— llevan a la espalda grandes mochilas térmicas, caparazones cuadrados y fluorescentes con los logotipos de iFood, UberEats y cuáles más. No se ve un solo blanco en la calle. Estamos, por fin, donde el pasado esclavista no llegó a transformarse en Historia, condenado a repetirse en deslucidas versiones de sí mismo, como en una pintura de Debret o de Rugendas actualizada al capitalismo tardío de inicios del siglo XXI. Recuerdo a otro pintor que escribió cartas sobre Brasil cuando pasó por aquí en 1848, cuando tenía apenas diecisiete años. La frase más célebre de la correspondencia de Manet con su madre: “En las calles se ven solamente negros y negras, porque los brasileños salen poco, y las brasileñas menos todavía”. Cuando llego a casa, desinfecto todas las compras con alcohol, dejo los zapatos a la entrada, pongo la ropa a lavar. Anochece, desde el balcón veo el cielo limpio. Las estrellas brillan como diamantes suspendidos en el vacío.


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El presidente habló en la televisión. Contra todas las recomendaciones médicas, exhortó a los brasileños a salir a las calles, llamó a la pandemia “una gripita”. Hay un fragmento famoso del diario de Kafka — el solo Vila-Matas debe haberlo citado ya una docena de veces— donde el escritor checo escribe meursaultianamente, el 2 de agosto de 1914: “Hoy Alemania le declaró la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. Pero hoy incluso las piscinas están cerradas.


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D. me llama por teléfono, no la veo desde antes del carnaval. La última vez que nos vimos el mundo todavía estaba en su lugar, dice. Se queja de que casi no tiene tiempo libre, se le va buena parte del día en llamadas por Zoom, FaceTime y House Party. Comió con unas amigas, frente a la computadora, con la cámara encendida. Por la noche se maquilla para fiestas a distancia. Todavía no hay una fecha de fin de cuarentena pero ya está cansada: “No es lo mismo”. Toda la conversación es el preámbulo para una propuesta: “A lo mejor podríamos quedar de vernos en una plaza, y mantenernos a dos metros de distancia. Yo puedo ir en el coche, sin bajarme en ningún otro lado. Para algo me tiene que servir por fin este puto coche.”


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Vas a la ventana, miras al cielo, estiras el brazo apuntando el teléfono hacia arriba, cierras el ojo izquierdo, miras el cielo en la pantalla del teléfono: es el mismo. Tomas una fotografía, la examinas, vuelves a mirar el cielo: las nubes cambiaron de lugar en estampida, y ahora quizá te ciegue un poco el sol. Pero estuviste ahí, y por eso publicas la instantánea de ese cielo que no tenía nada de especial, apenas el panorama difuso del círculo solar a través de las nubes a contraluz, visto por un pequeño hueco entre los edificios y las antenas de São Paulo. La gente va a ver tu fotografía, cada quien en su departamento, y a leer tu nombre impreso en el ángulo izquierdo, sobre la imagen del cielo en los cristales de sus teléfonos, y van a pensar en ti, tal vez al mirar por la ventana, tal vez con el mismo terror.


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Nada parece tan antiguo como el pasado reciente.


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Si el ahora es una presa en movimiento, ¿qué sucede cuando el movimiento para? El tiempo de confinamiento se arrastra entre la memoria (de un mundo que tal vez ya no esté ahí) y la expectativa (el desastre, el luto, la fuga). El exilio, en un departamento o en una ciudad distante, invierte el sentido de las cosas: la vida parece ficción, y el mundo que dejamos atrás, un sueño. Todo es memoria. O casi todo. Hasta ayer, la realidad se parecía a un paisaje en tránsito, visto desde el interior de un automóvil. Éste se mueve, pero nosotros estamos dentro, en el asiento de atrás, con la cara pegada al cristal. Lo que se mueve es esa porción de árboles, edificios, personas, planicies, que nos abandona en intervalos regulares, una secuencia de instantes que se suceden: los que ya no existen, los que no existen todavía. Pero ahora el paisaje se detuvo. Mis ciclos circadianos, o la percepción que tengo de ellos, se alteraron. Duermo como no dormía desde hace dos años y los días pasan más rápido —muy al contrario de lo que podía esperar, como atrapado en un umheimlich temporal. Me despierto, veo las noticias, preparo el almuerzo, leo, intento escribir, y ya es de noche, el día que tenía por delante se agota, el futuro arrojado hacia el pasado. Hasta que no haya nada más que pasado.


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L. me busca, dice que la gente está experimentando un tipo de depresión forzada. Algo que nosotros, jedis del encierro, conocemos bien. Ella me escribe, desde Berlín: “Compartimos este ciclo infeliz de noticias, de nuevas muertes, tal o cual desastre, las reglas contra el contagio, y la duda de si esto va a cambiarlo todo, de si nada va a ser igual otra vez, de lo que eso significa. Cuántas muertes hoy, la gente exagera, cuáles reglas, cómo me lavo las manos, ¿y qué tal si no me estoy lavando las manos lo suficiente? Y entonces tratamos de distraernos con películas, o con pornografía, o leyendo, y pasamos cada vez más tiempo frente a la pantalla, solos. Parece demasiado y al mismo tiempo no alcanza.”


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“Vi pasar mi vida entera frente a mis ojos”, el cliché de quien sobrevive a un accidente e intenta explicar la sensación de retrospectiva biográfica en fast forward que suele acompañar la proximidad de la muerte. Después de la quinta semana, empiezo a vivir esa sucesión vertiginosa de flashazos del pasado. Pero en cámara lenta. Cada día encerrado en casa, un paso hacia la cima de la montaña, desde donde inútilmente intentamos contemplar el camino que nos trajo hasta aquí. Sobre un mar de niebla, como en aquel cuadro. Es una senda fragmentada: instantáneas aleatorias de lugares y personas perdidas hace mucho tiempo en algún cajón de la memoria. No hay ningún orden de importancia. Surgen detalles de episodios banales, los importantes se me escapan. Me acuerdo de una misa católica en Vietnam, en la que los fieles cantaban salmos en vietnamita, sostenían velas, llenaban la iglesia y el atrio, me acuerdo del rostro lleno de cicatrices de un viejo mesero que me atendió en El Fishawi, en El Cairo, me acuerdo del menú del Cirandinha en Copacabana, donde mis padres me llevaron a tomar helado después de que el Dr. Veiga resolviera mi problema de fimosis con un golpe rápido –y algo de jabón. Me acuerdo del dibujo que la luz del atardecer imprimía en las paredes el día en que me mudé al Copan, en São Paulo, del papel tapiz del cinito en París donde vi Zabriskie Point mientras me enfrascaba en priápicas actividades con una bibliotecaria en la primera fila, de una pareja, ambos de pantalones blancos, en la milonga gay en Buenos Aires adonde nos llevó Edgardo Cozarinsky, de los zapatos que llevaba cuando, en el Parque Lage, me dejó la chica de la que estuve enamorado toda la adolescencia, del color de los sobres que llegaban a la Tribuna da Imprensa con la columna de Hélio Fernandes, escrita a máquina, y que yo tenía que transcribir en un 386 cuando era becario ahí, del sonido de los huesos rotos del mapache que atropellamos en Umbría, en una carretera entre Arezzo y Umbertide, después de ver los murales de Piero della Francesca, de la camisa del sujeto que dejaba de tocar el surdo, fúnebre, a la salida del Maracaná cuando perdimos contra el Fluminense con aquel gol que Renato Gaúcho metió con la panza, del sonido estridente de la cinta de un cassette de datos, transformándose en código dentro de la caja de metal de un Gradiente MSX, y de una pantalla, en particular de un programa de aventura llamado Pedra da Gávea en un televisor de tubo Philco, del helecho sobre la hamaca en la que leí, por primera vez, El corazón de las tinieblas, de los pasillos de la tienda de CDs en la plaza Saenz Peña en la que rentábamos los de Depeche Mode para copiarlos en cintas Sony-UX —cuando teníamos dinero—. Y de las hojas color cobre del almendro que el viento metía por la ventana del cuarto de mi niñez, donde solía desenrollar un carrete de hilo grueso y trazar telarañas, amarrando los muebles unos a otros hasta que nadie pudiera pasar por ahí, con el último nudo envuelto a la manija de porcelana de la puerta, ahora la frontera cerrada entre el mundo y yo. Me acuerdo de otros cuartos, en otras casas, donde fui feliz con un amor antiguo que ahora llega por asalto, como un soplo de aire caliente en medio de una de esas tardes tan iguales a la de ayer. Y del cuarto enorme desde cuya ventana vimos marchar a los fascistas mientras nuestra cama se convertía en una celda. Cuartos, también, donde olímpicamente solo abandoné toneladas de horas encarando el techo, pero cuyas reglas y horarios de entrada y salida estaban definidas por mi deseo —o por el equilibrio de mis neurotransmisores, cuando menos—. Hoy, encerrarse ya no es opcional, las puertas no hacen más que subrayar nuestra fragilidad. De lo alto de la montaña, cuando las nubes por fin se disipan, alcanzo a ver un laberinto.

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Imagen de portada: Jean-Baptiste Debret, Une Dame d’une Fortune Ordinaire dans son Intérieur au Milieu de ses Habitudes Journalières, 1823.