Confieso mi adicción a los textos drogados, mi urgencia de toxicómano por suministrarme más y más dosis de lecturas alucinadas, de relatos de travesías psiconáuticas aun si quienes las emprendieron no se despegaron ni un minuto del sofá. Me declaro un lector de opio, antes que un fumador o un bebedor en su versión líquida, conocida como láudano; un vicioso de los poemas del hachís y de la mescalina; un atascado de los delirios narrativos inspirados por el LSD; un incondicional del trance que inducen los cantos chamánicos psilocibinos. Me fascina, en una palabra, la ebriedad por escrito, el viaje vicario a los paraísos artificiales, las excursiones iniciáticas a las zonas no rutinarias de la conciencia cuando ya se han convertido en discurso, una vez que se ha recurrido a la palabra para describirlas y acaso asimilarlas. También debo reconocer que, hasta cierto punto, me he convertido en un traficante, en un camello o dealer de libros psicotrópicos, y que me complazco en proveer de ejemplares (o de la contraseña de los títulos), a quien haya caído en esa afición descocada y quién sabe si peligrosa. A últimas fechas, la oferta parece haberse desbordado y es difícil seguirle el paso, pero siempre hay algún clásico a la mano con alto potencial estupefaciente, así como compilaciones depuradas de relatos, crónicas, ensayos y protocolos experimentales con sustancias psicoactivas. Antes del auge del internet, en un periodo en que el síndrome de abstinencia me estaba orillando a la desesperación, a releer por enésima vez los textos ya demasiado conocidos de los viejos iniciados, pues no circulaba material literario fresco y de buena calidad por los alrededores, volví a los libros de Henri Michaux sobre la mescalina. Aunque ya lo había subrayado años antes, pero sin que esos pasajes me atravesaran ni por lo visto me marcaran realmente, Michaux advierte que a partir de cierto momento las visiones de los psiconautas le interesan menos que la forma en que refieren sus experiencias, y que las incursiones por los límites de la cordura —y del lenguaje— lo reclaman ya sólo después de haber pasado por el tamiz de la escritura y los códigos poéticos, del mismo modo que ciertas drogas deben pasarse primero por un filtro. Releer esas páginas fue para mí toda una revelación, un éxtasis de reconocimiento y felicidad por los caminos compartidos o coincidentes —y tal vez ya en franca retirada—. Hasta entonces no lo sabía con claridad, pero hacía ya tiempo que las reflexiones sobre los efectos de las drogas me resultaban más ponedoras que las drogas mismas, más regocijantes y, si puedo decirlo así, también más instructivas; sin mencionar la ventaja inapreciable de que no se acompañan de los estados de postración, torpor y ansiedad disfrazada de lucidez que distinguen a la resaca. Lo que no me esperaba es que, en el territorio relativamente apacible de la tinta y el papel, haría su aparición también el síndrome de abstinencia, una sed irrefrenable de más y mejores dosis escritas. El primer contacto con una droga suele ser un ritual colectivo, antes que una aventura solitaria por territorios desconocidos; una ceremonia gregaria, a veces guiada por algún auriga avezado y de confianza. En mi caso, ya era un adicto del texto drogado, un lector erizo de libros yonquis de todas las épocas, pero no fue sino hasta que Michaux me inició formalmente en esa toxicomanía lectora que me asumí como tal y me entregué con desenfreno a esa variante del vicio ya ahora plenamente reconocida. Hay toda clase de escritos alrededor de las drogas: historias documentadas, manuales de uso, investigaciones antropológicas, condenas encendidas, compendios de rituales mágicos, antologías chamánicas, enciclopedias psicodélicas, monografías científicas, cuestionamientos del paradigma prohibicionista, etcétera. Pero lo que aquí llamo “texto drogado” es una variedad particular que pretende dar cuenta de la experiencia subjetiva con alguna sustancia tóxica, a veces incluso en pleno viaje, como quien lleva una bitácora pormenorizada de su vuelo, aunque la mayoría de las veces se trate de una remembranza, una narración ficticia o un ensayo personal alrededor de los estados alterados de conciencia, en la búsqueda de dar alguna coherencia a lo que, por otra parte, tal vez sea la manera más vívida y memorable de entrar en contacto con la parte irracional y desinhibida de nosotros mismos. A pesar de que, con un poco de humor, podrían conformar un apartado especial de los libros de viajes, al lado de los mapas y las guías de turistas (me imagino una colección consagrada a ellos: El viaje interior o, quizá, Exploraciones psíquicas), la designación la tomo del libro pionero de Alberto Castoldi, El texto drogado, en el que subraya una cualidad no menos decisiva de esta clase de escritos: su poder como enteógenos, la habilidad para producir, sin otros recursos que los puramente literarios, efectos alterados en otras mentes y en otros textos, hasta el punto de que muchas veces lo que experimentamos con una sustancia esté teñido —y, si se quiere, “contaminado”— de las alucinaciones o las angustias de quienes nos precedieron en esa senda tóxica y se dieron a la tarea de fijarlo en negro sobre blanco.
Uno de los asombros habituales sobre el consumo de drogas tiene que ver con el hecho de que una serie de plantas, hongos e incluso batracios posean la capacidad de afectar nuestra psique e inducirnos estados narcóticos o de euforia parecidos al sueño o la locura. Pero quizá tan sorprendente como que tengamos receptores en los que las drogas embonan como lo haría una llave en una cerradura improbable, o que la composición química de esas sustancias sea tan parecida a la de nuestros neurotransmisores, es que las caminatas opiómanas de Thomas de Quincey por los laberintos de Londres puedan poblar nuestras pesadillas casi doscientos años más tarde, que las visiones de Baudelaire bajo el efecto del hachís se parezcan a las de un neófito fumador que nunca lo ha leído, o que al probar el LSD se experimente la misma frustración tragicómica que relató Anaïs Nin en sus diarios, de creer estar muy cerca de apresar el secreto de la vida en palabras, mientras simultáneamente se burla, como si se viera desde fuera o en tercera persona, de la desmesura e ingenuidad de tal pretensión. Una vez de vuelta de los viajes y malviajes con sustancias psicotrópicas, no es fácil encontrar cómplices con los cuales comparar la incursión, y ni siquiera los mismos compañeros de ruta se muestran siempre bien dispuestos a intercambiar vislumbres y deslumbramientos sobre la terra incognita de la propia mente. Más allá de rememoraciones generales y recuentos epidérmicos que a veces se limitan a constatar los cambios sensoriales, no es común que los psiconautas tengan la paciencia o la desenvoltura para articular y profundizar en sus aventuras al otro lado del espejo. Pero he ahí que contamos con los textos drogados para reflexionar sobre los estados por los que hemos atravesado, para cotejar la naturaleza de nuestros temores y, dado el caso, los patrones de nuestras alucinaciones, o para sondear en las zonas cenagosas que no nos atrevimos a cruzar… A pesar de que el secreto de la vida se nos pudo haber escapado como un sabor evanescente que sólo rozó la punta de la lengua, alguien tuvo la valentía de poner por escrito esa misma sensación, esa inminencia en la que se mezclaban la fuerza de la revelación y la ridiculez de nuestras ínfulas. Y aunque es imposible saber cuál era ese secreto que se le escurrió en pleno trance y, por más que nosotros lo intentemos, tampoco logremos evocar lo que en su momento creímos tan próximo y casi palpable, a través de la lectura se verifica ese momento inolvidable de reconocimiento, de sintonización más allá de la empatía, en que advertimos que lo que me pasa a mí también le pasa a alguien más, y que incluso en los abismos interiores es posible identificar rasgos comunes y paralelismos insospechados que nos hacen sentir menos solos, menos aislados, menos raros. Más allá de la alteración perceptiva compartida (en la mayoría de los recuentos está presente la distorsión del tiempo y la dilatación del espacio), o de la recurrencia de ciertos motivos e imágenes fantásticas (las ruinas laberínticas de civilizaciones antiguas reaparecen con una asiduidad inquietante, así como las piedras preciosas), o del que quizá sea el lamento más socorrido: la amarga aceptación de que las drogas no representan un atajo a la creatividad, sino en todo caso un turbulento rodeo, mi gusto por el texto drogado tiene que ver sobre todo con sus aspectos formales, con las libertades rítmicas y asociativas que se concede, con el nivel de desparpajo y audacia que alcanzan, con esa desmesura y énfasis en lo excedente, en el desarreglo y la digresión interminable, que desde sus orígenes amenazaron el orden burgués y el decoro supuestamente debido a la república de las letras. Así como De Quincey advirtió que la mayoría de los individuos portamos el disfraz de la sobriedad, y que es sólo cuando este se desdibuja que aflora la personalidad genuina y reprimida, así también se diría que los textos drogados se desentienden de la máscara que suele ceñir las autoexploraciones por escrito, esa tensión entre el desnudamiento y la pudibundez que les da esa apariencia rígida como de papel maché a un gran número de memorias, diarios íntimos y autoficciones. Además de la fragmentariedad, la pérdida de ilación y de cierto exceso descriptivo, atribuible a la agudeza sensorial; además de la ausencia de transiciones, de la tentación sinestésica y del regodeo metonímico, el texto drogado es a menudo un ejercicio de espeleología personal, un descenso a las cavernas de la psique. Con una energía inusitada que no se explica sólo por los alcaloides ingeridos, con unos arrestos introspectivos que cualquiera añoraría sobre el diván, y que de algún modo remiten a la épica, a la lucha íntima con uno mismo, el texto drogado hurga en recovecos de la memoria largamente olvidados, se demora en dobleces de la personalidad pasados mucho tiempo por alto y saca a la superficie imágenes enterradas como si se tratara de un palimpsesto. Cuando consigue cierta hondura autorreflexiva, en la que está en juego la unidad del yo y su posible desmontaje, se convierte en una vía descarnada y estremecedora para el autoconocimiento que, a la par de su poder catártico o salvador para quien lo escribió, sirve también de cámara de resonancia para el lector, en la cual puede hallar un eco a sus propias búsquedas, a sus viejas evasiones y reincidencias, a su necesidad de estados mentales divergentes o menos dolorosos. Quizá no haya un subgénero literario en que el tributo a la tradición se deje sentir tanto como en el texto drogado. La fascinación por unas mismas obsesiones, la continuidad de ciertos hilos temáticos, el arco recurrente del viaje con su etapa de tinieblas o de cercanía de la muerte, se vuelven tanto o más desconcertantes desde que las experiencias que les sirven de base comprometen la disolución del yo y la confrontación con lo otro, lo cual haría suponer una gran variedad y riqueza, y una correspondiente multiplicidad de aproximaciones y perspectivas. ¿Por qué, en contraste, todos los paraísos artificiales se parecen? ¿Cómo es que estas excursiones, extrañas y singulares en sí mismas, presentan cierta regularidad y son extrañas con arreglo a un modelo? A manera de explicación de esa similitud y confluencia, de ese campo acotado del que derivan la mayoría de sus imágenes y topos, se han aducido los factores químicos y los procesos neuronales involucrados, así como los condicionantes culturales detrás de esta clase de textos (no hay que olvidar que las primeras reflexiones sobre los efectos de las drogas datan apenas del siglo XVIII). Aldous Huxley arguye, por ejemplo, que esta regularidad responde a “los materiales de que están hechos los antípodas de la mente”. Mi interpretación, de la mano del estudio de Castoldi, es que el texto drogado se desenvuelve como una droga poderosa, alrededor de la cual se congrega un número creciente de incondicionales, una auténtica cofradía en busca de deleites que, a la postre, conformará un linaje que no sólo escribirá, sino que experimentará la ebriedad a partir de una misma raíz alucinada.
Estante de libros drogados
Según Mario Levrero, las páginas de los libros viejos son un terreno fértil para el crecimiento de hongos alucinógenos microscópicos. Junto a los ácaros y los orificios de las polillas, crece una mancha psicodélica que inhalamos al leer, que podría tener efectos secundarios y trastornos respiratorios, pero que nos hace viajar. Ello echaría alguna luz sobre los orígenes de la bibliomanía; también sobre por qué todos los libreros de viejo parecen un tanto chiflados. “Esta teoría de los hongos alucinógenos me convence —anota el escritor uruguayo—. Mi sueño recurrente se explica de una manera perfecta. También explica por qué tantas veces me he quedado leyendo una novela hasta el final. No soy un adicto a las letras, como buenamente se creía, sino más bien a una especie de LSD.” Más allá de esta invasión micótica imperceptible, más allá de los efectos del pegamento de la encuadernación y del posible veneno de la tinta, hay libros adictivos por la fuerza visionaria de sus textos. Aquí una selección:
Imagen de portada: Shanghai Gal, fumadora de opio, ca. 1920.