En diversas ocasiones se ha planteado que en la Edad Media la risa no estaba bien vista o no era algo aceptable, debido a la presión de la Iglesia y a que se trataba de una sociedad muy preocupada por la trascendencia cristiana —esto es, por la salvación del alma—, y todo aquello que distrajera de este objetivo simplemente no se aceptaba. Ambas condiciones sociales son ciertas, pero eso de ninguna manera quiere decir que no se riera, que no se produjeran textos humorísticos y que no hubiera elementos y actividades risibles incluso en el ámbito eclesiástico y en el de los espacios dedicados al culto religioso. Por otra parte, cuando hablamos de la risa y de su presencia en la cultura y las artes, en especial en la literatura, no hay que olvidar que la risa no es una expresión monolítica, al menos tiene dos perspectivas con sentidos diferentes: una es popular y tradicional; otra es culta e integrada a las jerarquías institucionales o sociales. En esta dicotomía, la risa popular expresa la continuidad del espíritu de las tradiciones, y puede adquirir una forma de rechazo de los contrastes sociales y de oposición a la seriedad del mundo cultural oficial que valida esos contrastes. Por otra parte, existe una risa jerárquica culta que reprueba todo lo que no se somete a la solemnidad ordenante y civilizadora. Esta risa suele enfrentar los hechos con distintas perspectivas, que van desde la denuncia de la falsedad e hipocresía de lo serio y oficial hasta la reprobación de lo socialmente inferior como espacio del vicio.1 Para entender el sentido de la risa en este contraste culto-popular, especialmente significativo en el pasaje de la Edad Media al Renacimiento, ha sido piedra de toque la obra de Mijaíl Bajtín2 sobre Rabelais, escrita en 1941 pero difundida fuera de su país hasta la década de los setenta del siglo pasado; indudablemente se trata de una obra muy interesante, pero también polémica y probablemente sobrevalorada. Es claro que desde la Antigüedad ha existido la risa farsesca cuestionadora y propia del Carnaval, lo cual se puede observar desde los relatos míticos ubicados en el ámbito del Olimpo hasta las farsas ligeras, festivas y obscenas de los mimos grecorromanos. También es claro que el Carnaval como fiesta revulsiva se dio a lo largo de toda la Edad Media y en todos los puntos de la geografía europea. Bajtín afirmaba que:
Una de las deficiencias de los estudios literarios actuales consiste en pretender que toda literatura y particularmente la renacentista quepa en el marco de la cultura oficial. Pero la obra de Rabelais puede ser realmente comprendida sólo dentro de la corriente de la cultura popular, que siempre y en todas las etapas de su desarrollo se contrapuso a la cultura oficial, logrando elaborar un punto de vista peculiar sobre el mundo, así como las formas específicas de reflejarlo mediante imágenes.3
En este sentido, el Carnaval era la forma festiva no-oficial (aunque plenamente integrada al calendario regular litúrgico y social) de la vida de la sociedad medieval y representaba la cultura folclórica cómica con una perspectiva burlescamente optimista. Para Bajtín, la fiesta —y con ella la risa, agregamos— es el rasgo fundamental de todas las formas de ritos y espectáculos cómicos de la Edad Media. Entendiendo que la fiesta, a pesar de su aparente ligereza, ha tenido a lo largo del tiempo un sentido profundo, puesto que en ella se expresa también una concepción particular del mundo. Durante la Edad Media se llevó a cabo por casi toda la geografía europea una extraña celebración conocida como la Fiesta de los locos, en la cual los miembros de la institución eclesiástica —sacerdotes, diáconos, clérigos, etcétera— dejaban a un lado la solemnidad y seriedad de su función y se ocultaban tras obscenas máscaras, bailaban, bebían, quemaban en los incensarios cueros viejos y entonaban cantos y canciones desvergonzadas al asno o al buey, pronunciaban sermones disparatados, dirigían oraciones risibles y se burlaban de personajes e instituciones de todo tipo sin tomar en cuenta el poder y autoridad de éstos. Era la risa festiva que embargaba los días transcurridos entre Navidad y Reyes en los primeros momentos del año y que fue condenada continuamente (lo cual prueba su permanencia) por la autoridad eclesiástica desde el siglo XII hasta bien avanzado el siglo XVI.
El origen o antecedente de esta fiesta, así como de otras similares, como la “del obispillo”, la del “rey de la faba”, la de los “reyes y alcaldes de Inocentes” y la “del asno”, que se llevaban a cabo entre los meses de diciembre y enero, se encuentra en las Saturnales romanas, fiestas populares de tipo carnavalesco con inversión de papeles, risa provocativa y crítica a los poderosos, que se llevaban a cabo en Roma del 17 al 23 de diciembre. Buen ejemplo de la risa e inversión carnavalesca en estos festejos era la Fiesta del asno (Festum asinorum), que tenía lugar el 14 de enero y recordaba el episodio de la Huida a Egipto de la Sagrada Familia provocada por la Matanza de los Inocentes ordenada por el rey Herodes. En la fiesta, después de una procesión por las calles de la población, en la cual iba una mujer a lomos de un burro representando a la Virgen María y llevando en brazos al Niño Jesús, se terminaba en la iglesia y el asno, con ornamentos y adornos, se colocaba a un lado del altar, en donde permanecía mientras un falso oficiante dirigía una misa y los feligreses “rebuznaban” los textos religiosos. Tras el introito, se entonaba a coro en latín la “Prosa del asno”, elogio de las cualidades del animal, cuyos primeros versos decían así:
Desde el Oriente nos llega un asno hermoso y muy fuerte; ninguna carga le es muy pesada. ¡Ey! ¡Ey, Señor Asno, ey!4
Al final de la paródica ceremonia, en el lugar de la bendición el oficiante rebuznaba tres veces y recibía la misma respuesta de los feligreses presentes en la iglesia. Es claro que fiestas como ésta y textos como el antes citado en el contexto de la ceremonia religiosa parodiada con la presencia de un burro debían provocar irreverente risa festiva.
Cuando hablamos del paso de la Edad Media al Renacimiento este cambio no es sólo la referencia a una periodización histórica, es señalar la transformación de una mentalidad y de unos modelos culturales. El hombre del Renacimiento tiene una conciencia de su individualidad y temporalidad distinta de la que tenían los hombres que lo antecedieron en la sociedad europea. Uno de estos elementos de su modernidad es una visión más realista y temporal de su vida. Esto se refleja en la literatura y buen ejemplo de ello en la cultura hispánica puede ser la llamada novela picaresca, que podemos considerar que se inicia en 1554 con la publicación de varias ediciones (en Burgos, Medina del Campo, Alcalá de Henares y Amberes) del texto anónimo de la Vida de Lazarillo de Tormes, de sus fortunas y adversidades. La vida del género picaresco se prolongó durante más de un siglo con obras como el Guzmán de Alfarache (1599 y 1604) de Mateo Alemán; La vida del Buscón (o Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños) (publicada en 1626) de Francisco de Quevedo; La pícara Justina (1605), La garduña de Sevilla y anzuelo de las bolsas (1642) de Alonso Castillo Solórzano, y La vida y hechos de Estebanillo González, hombre de buen humor, compuesto por él mismo (1646). Estas obras forman parte del mismo contexto social y cultural de otra novela: el Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605 y 1615), obra cumbre del idealismo y la risa de Miguel de Cervantes, y punto de partida de la novela moderna.
El Lazarillo de Tormes contiene una visión sintética y esquemática, cargada de ironía, de la sociedad de su tiempo, subrayando actitudes y comportamientos hipócritas y convencionales de los distintos estamentos de la sociedad; sin excluir, a pesar de la Contrarreforma del Concilio de Trento (1545-1563), a clérigos y religiosos. En la construcción de la novela subyacen las ideas erasmistas y por lo tanto la moralización, la crítica, la locura y la risa están muy presentes (lo cual no dejó de irritar a la Inquisición, que la expurgó).
Las preguntas clave al analizar los episodios de humor de la picaresca serán: ¿quién se ríe?, ¿de quién se ríe?, ¿cómo se ríe?, ¿qué produce la risa? La risa intratextual produce una situación comunicativa particular: la risa va en una dirección u otra, cuando no en varias a la vez.5
En las novelas picarescas los personajes se ríen en ocasiones de situaciones impropias, pero el personaje-narrador valida esta risa. Revisar el género de la picaresca nos permite aproximarnos a una época y entender un poco más lo que era risible para los hombres y mujeres que vivían en lo que llamamos el Siglo de Oro de la cultura española, así como cuáles eran los criterios para poder reírse de algo y qué motivaba la risa. La risa del periodo áureo, tanto aquella subversiva (la que reconoce “antivalores”) como aquella otra validada socialmente (contra villanos, judíos, comerciantes, etcétera), ha sido ubicada en distintos contextos del humor: lo disparatado, lo descompuesto y deforme, lo escatológico, lo picaresco (los robos, estafas y mentiras ingeniosas) y lo erótico.6 De la risa en la picaresca muchas veces se puede extraer una moraleja; por ejemplo, en el Lazarillo con el momento de la ingenuidad del niño ante la visión del padrastro negro:
De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía de él, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo, decía: —¡Madre, coco! Respondió él riendo: —¡Hideputa! Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: “¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!”.
Pero a veces esta risa podía ser incluso cruel. Recordemos el episodio con el que se cierra la relación de Lázaro con el ciego, su primer amo:
Como llovía recio y el triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del agua, que encima de nos caía, y, lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme de él venganza), creyóse de mí, y dijo: —Ponme bien derecho y salta tú el arroyo. Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste, como quien espera tope de toro, y díjele: —¡Sus, saltad todo lo que podáis, porque deis de este cabo del agua! Aun apenas lo había acabado de decir, cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza. —¿Cómo, y olisteis la longaniza y no el poste? ¡Oled! ¡Oled! —le dije yo. Y dejéle en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomo la puerta de la villa en los pies de un trote, y, antes de que la noche viniese, di conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios de él hizo ni curé de saberlo.
Después, en el Barroco la burla se convierte en una forma creativa y casi un género aceptado canónicamente. La risa que genera la burla puede ser despiadada, hoy diríamos que políticamente incorrecta. Culturalmente, el mundo del Barroco está configurado por principios estéticos y artísticos que emanan de un sistema de pensamiento que desarrolla y lleva a sus últimas posibilidades, al extremo absoluto, los elementos del canon clásico heredado del Renacimiento y con ellos un tipo de humanismo y toda una cultura que llamamos clásica, la cual, con distintas facetas y aristas, se extendió por toda Europa y por los virreinatos y demás regiones americanas gobernadas por España. La burla, como principio de la risa barroca, “manejaba ciertos códigos, cuya raigambre popular había pasado a formar parte del catálogo de obras de escritores cultos. […]. Esto no hubiera sido posible sin la revaloración de la risa que se hizo en el Renacimiento italiano, donde las gracias se veían como una marca de inteligencia en grupos reunidos alrededor de la corte”.7 Quevedo y Góngora son los grandes exponentes de la burla barroca, que fue vehículo expresivo de gran número de escritores. A una nariz, el conocidísimo poema siguiente, es buena muestra de esta risa burlona quevediana en relación con Góngora:
Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa, érase una nariz sayón y escriba, érase un pez espada muy barbado. Era un reloj de sol mal encarado, érase una alquitara pensativa, érase un elefante boca arriba, era Ovidio Nasón más narizado. Érase el espolón de una galera, érase una pirámide de Egipto, las doce tribus de narices era. Érase un naricísimo infinito, muchísimo nariz, nariz tan fiera que en la cara de Anás fuera delito.
A una nariz (Parnaso español, 1647) es un soneto satírico en el cual Quevedo se burla de la nariz de Luis de Góngora, el otro gran poeta del Barroco. La risa y su expresión en la literatura son una válvula de escape del orden coercitivo de la sociedad, de la solemnidad de las ideas y de lo socialmente correcto. Esta liberación o escape es temporal —no se puede estar riendo todo el tiempo— y se da tanto más en la risa oficial, expresión dentro del orden, que aquella otra popular o carnavalesca que invierte y subvierte el orden. Ambas asumen en sus expresiones literarias modelos o vías reconocidos, como la parodia, la sátira, la ironía, el chiste, etcétera, y llegan a extremos de lo grotesco, lo escatológico o lo obsceno. En la expresión literaria, donde la actividad colectiva de la risa se vuelve hecho individual, es importante el ingenio: desde el juego verbal inmediato con el asno de la fiesta medieval hasta la expresión barroca donde esta cualidad se exacerba en un soneto de Quevedo. La risa tiene un lugar especial en el Siglo de Oro del Renacimiento y el Barroco español. La risa y el humor no son algo ajeno a los diálogos de La Celestina, a caballo entre la Edad Media y el Renacimiento, ni en la Carajicomedia, obsceno poema paródico épico narrativo de principios del siglo XVI, o el Cancionero de obras de burlas provocantes a risa (Valencia, 1519); y se potencian en La lozana andaluza (1528) de Francisco Delicado; el humor con raíces en el folclor y la tradición oral se revitaliza en el Lazarillo, y la risa se vuelve seña de identidad en las agudezas y arte de ingenio de los “graciosos” de las comedias de Lope de Vega, Tirso de Molina o Calderón de la Barca. Erróneamente, a veces se piensa que el teatro del Barroco son sangrientos dramas de honra o reflexiones profundas sobre el libre albedrío, olvidando que el público que asistía a los corrales de comedias lo hacía deseoso de divertirse y de entretenerse riendo.
Es evidente que algunos estudiosos parecen olvidar que la comicidad es, sin lugar a dudas, uno de los rasgos constitutivos del teatro barroco español y que la abundancia de sus manifestaciones en la diversidad genérica ofrece múltiples aristas de análisis en los distintos niveles que componen la fábula dramática en la que pugnan los tipos de mimesis tanto laudatoria como denigratoria o irrisoria.8
Sin embargo, la cumbre de esta risa áurea es la gran novela a un tiempo trascendente y cómica: el Quijote de Cervantes, quien —al contar las aventuras y desventuras de ese hidalgo empapado de literatura que sale a desfacer, caballerescamente, entuertos por los caminos de La Mancha acompañado por su socarrón y muy popularmente dicharachero escudero— se burla y nos hace reír o sonreír de los juegos de palabras y de lo que pasa en las novelas de caballerías, del amor cortés, de la poética petrarquesca, los amores pastoriles y la misma novela.
Imagen de portada: Pieter Brueghel el Viejo, El combate entre el Carnaval y la Cuaresma (detalle), 1559 imagen de dominio público
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Luis Beltrán Almería, La imaginación literaria. La seriedad y la risa en la literatura occidental, Montesinos, Madrid, 2000, p. 21. ↩
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Mijaíl M. Bajtín, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Julio Forcat y César Conroy trads., Barral, Barcelona, 1974. ↩
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Mijaíl M. Bajtín, “Rabelais y Gogol”, Tatiana Bubnova (trad.), Revista de la Universidad de México, 1985, núm. 415, p. 19. ↩
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Orientis partibus / adventavit asinus / pulcher et fortissimus / sarcinis aptissimus. / Hez! Hez, Sire Asnes, hez! en Mario González-Linares, “Reír y rebuznar: la fiesta del asno”, Revista Amberes, 14 de diciembre, 2017. ↩
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Fernando Rodríguez Mansilla, “La risa y la burla en la novela picaresca (I): corpus y teoría de la risa”, Oro de Indias. ↩
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Véase Robert Jammes, “La risa y su función social en el Siglo de Oro”, Risa y sociedad en el teatro español del Siglo de Oro, Centre National de la Recherche Scientifique, París, 1980, pp. 3-11. ↩
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Raquel Barragán Aroche, “El uso de las burlas desde el concepto de ‘eutropelia’ en las Novelas ejemplares” en Aurelio González y Nieves Rodríguez Valle (eds.), Las Novelas ejemplares, texto y contexto (1613-2013), El Colegio de México, Ciudad de México, 2015, p. 62. ↩
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Melchora Romanos, “Mecanismos de burla e ironía crítica en la construcción de la comicidad de la comedia áurea”, Compostella Aurea. Actas del VIII Congreso de la AISO, Universidad de Santiago de Compostela, Santiago de Compostela, 2011, t. III, pp. 385-393. ↩