La semana previa a mi entrada en cuarentena fue vertiginosa. Llevaba tres años viviendo de prisa, estresadamente, y en esos días lo hice aún más. Tenía la sensación de que una gran puerta estaba a punto de cerrarse, y antes de que eso ocurriera, era imprescindible resolver lo más urgente, pues no sabía cuánto tiempo iba a estar aislada ni qué pasaría después. Durante uno de esos últimos días de libertad, mi tía vino a visitarnos. Recuerdo que durante la comida, estornudó en la mesa y se sonó con la servilleta de papel que después puso frente a su plato. Nadie usaba tapabocas aún, pero verla ya me ponía los pelos de punta. ¿Era posible que se hubiera contagiado y nos infectara a todos? Ese miedo empezó a extenderse a mis vecinos y a mis colegas del trabajo. Me sentía culpable y a la vez no podía evitarlo. No sólo tenía miedo del contagio, sino miedo del miedo hacia los demás. Al principio el encierro fue casi agradable. Mi compañero y yo nos sentíamos unidos, determinados a encontrar en el amor cotidiano la energía necesaria para hacer frente a la incertidumbre. Poco antes de que cerraran todos los comercios, fuimos a buscar tierra y semillas para montar en casa un pequeño huerto. Sembramos papas, sembramos jitomates, lechugas, zanahorias, calabazas, sembramos albahaca, romero y cilantro. También compramos un medidor de oxígeno y otro de presión arterial. Luego las cosas se pusieron más lúgubres. Empecé a dedicar más tiempo a leer las noticias. Retomé el contacto con amigos europeos y estadounidenses con los que no hablaba desde diciembre y me enteré de que muchos habían perdido familiares. Empecé a imaginar futuros espantosos para nosotros y para mis seres queridos. Me desesperaba que tanta gente siguiera en los parques sin tapabocas, esparciendo sus gérmenes como si nada. Una cosa era no tener los recursos para entrar en cuarentena y otra era participar en grandes “fiestas de covid” o “fiestas del fin del mundo”, como las llamaban algunos, cuyo estruendo llegaba por las madrugadas hasta mis oídos, causándome escalofríos.
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Creo que sí hubo un shock inicial, ¿pero fue un realmente shock? A diferencia de un tsunami o de un terremoto que tarda unos minutos en devastarlo todo, la pandemia ha tenido una duración inaudita. Vivimos ahora en un tiempo suspendido donde es posible angustiarse, construir futuros atroces y felices, albergar esperanzas desmesuradas, reírse de una misma, tranquilizarse y hasta hacer algún tipo de introspección. Tarde o temprano el shock nos ha llegado a todos, pero en diferido, en cámara lenta. Para matar el aburrimiento, mis hijos y yo jugamos Pandemic, un juego de mesa colaborativo. En él, los participantes asumen roles como el de médico, investigador, experto en campañas y logística, y deben ayudarse entre ellos a erradicar las diversas epidemias que lanzan las cartas sobre el mapa del mundo. Si no logramos encontrar la cura a todas esas infecciones, la humanidad perece y todos los jugadores pierden. ¿Por qué jugamos a eso? ¿Será que somos masoquistas, o será que al menos en la imaginación necesitamos hacer mucho más de lo que podemos?
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Mi hijo pequeño tiene un juego que consiste en ponerse mis lentes y mirar la casa a través de esos vidrios que ajustan mi visión. Los objetos cotidianos se transforman para él en criaturas curiosas y sobrenaturales, un mini viaje psicodélico del cual no lo dejo disfrutar demasiado tiempo por miedo a que se lastime la vista. De un modo similar, al pasar tantos días detrás de la ventana, he empezado a ver la vida levemente distinta y perturbadora. Desde aquí los ruidos de la familia que vive frente a nosotros se escuchan amplificados. La cafetera silbando a las nueve de la mañana, el estéreo y la televisión, las risas de la vecina, el llanto de su bebé cuando tiene hambre, sus ocasionales pleitos conyugales. Pero también veo diferentes al barrendero que una vez por semana pasa a cobrar su salario, al repartidor de farmacia, y hasta a mis amigos en las videollamadas. Las fotos publicadas en los diarios me parecen dantescas, al igual que las noticias. En el espejo del coronavirus nuestro mundo muestra descaradamente todos sus defectos, sus asimetrías y sus monstruosidades.
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Las decisiones más importantes de mi vida las he tomado en el encierro, después de una larga reflexión. Primero, cuando mis padres me mandaban “a pensar” a mi cuarto, cosa que yo hago también cada vez que mis hijos desobedecen alguna regla importante o se lastiman entre ellos, y después en tiempos de enfermedad: una tifoidea a los diez años, una salmonelosis a los veinte, la convalecencia post cesárea y algunos retiros de meditación y silencio. Siempre me ha atraído la figura de Montaigne apartado en una torre o de Oscar Wilde escribiendo cartas extremadamente lúcidas en la celda de una prisión. No es fácil estar encerrado, pero sé que puede ser muy provechoso. Si al final de la pandemia me dijeran: “la cuarentena puede terminar mañana, pero todo seguirá igual, o puede extenderse para que los humanos podamos seguir pensando en cómo arreglar el mundo”, yo diría, no sin algo de remordimiento: “¡Que se extienda!”
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Me preguntan en una entrevista qué es lo primero que haré cuando termine el confinamiento. Hay pocas cosas con las que fantaseo tanto como volver a pasear en la naturaleza. Ver plantas, ríos, piedras llenas de musgo, barrancas profundas. Extraño pisar la tierra y las hojas secas, tropezar con las raíces de los árboles. Pensar en el mar me produce una gran añoranza. Como no puedo viajar, salgo a caminar por mi barrio dos o tres veces por semana. Me tranquiliza comprobar que todo sigue en ahí, que afuera de mi casa nada ha desaparecido, que el mundo exterior aún existe. La Ciudad de México siempre tan caótica y multitudinaria, se ve más bella que nunca. Caminar por sus calles vacías y silenciosas me hace pensar en el tiempo que vivieron mis abuelos, un ritmo sin duda más pausado, donde en lugar de ejes viales había avenidas anchas con camellones sembrados de palmeras, y donde los automóviles movían sus pesadas carrocerías a una velocidad que sin duda encontraban vertiginosa y que nosotros llamamos lentitud.
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Mientras esperaba el nacimiento de mi primer hijo, oía con frecuencia la canción “Todo cambia” en voz de Mercedes Sosa. Sabía que mi vida estaba a punto de dar un vuelco, y escuchar esa letra, hacía que sintiera confianza en los procesos de la naturaleza, incluido el que yo estaba atravesando. Entre los cambios personales que más me han sorprendido durante la cuarentena está el retorno totalmente inesperado de mi memoria. Recuerdos antiguos que consideraba perdidos se presentan de improviso. Me pregunto si a pesar del miedo y de la incertidumbre, a pesar de la angustia que muchas noches me impide dormir, mi cabeza se ha estado limpiando subrepticiamente. ¿Qué está pasando conmigo en esta época tan extraña que no alcanzo a comprender? ¿Qué está pasando con todos nosotros, con nuestros cuerpos, con nuestras mentes, con nuestros hábitos, con nuestro ADN? ¿Se estará forjando acaso una nueva conciencia? Y si no es así, ¿sacaremos al menos algunas conclusiones importantes de todo esto? ¿Seremos capaces de convertirlas en gestos, en acciones, en mejorías? Mutar, dejar de ser los mismos. La idea produce miedo y a la vez resulta inmensamente atractiva. Por lo pronto, ya es posible ver algunas diferencias. Por ejemplo, es la primera vez en que tantas personas llevan a cabo un acto altruista de semejante duración y envergadura, porque si estamos encerrados no sólo es para evitar el contagio sino para impedir que los demás se enfermen. Nos confinamos y estamos dispuestos a seguir así para evitar un desastre mayor. Tal vez hoy tenga puestos los anteojos del optimismo, pero creo que estamos llegando a una conclusión importante, al menos en lo que a enfermedades se refiere: el destino del otro afecta el mío.
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Escucho que en Europa y en Estados Unidos se termina la cuarentena. En Francia el metro sigue cerrado. Me dicen que hay tantas bicicletas por las calles, que París empieza a ser como Ámsterdam. Mayo y junio son los mejores meses del año. Debe ser hermoso poder salir de nuevo en plena primavera. Una amiga que vive en Corea me cuenta que allá la pandemia está controlada, pero que apenas abre un bar o se juntan los fieles en una iglesia, los contagios vuelven a dispararse. Dicen que también aquí es imperativo volver a arrancar la economía y que por eso, aunque la gente se siga enfermando y muriendo, aunque los casos siguen aumentando, los ciudadanos volveremos muy pronto a las calles, a correr y a vivir estresadamente como habíamos hecho siempre. Al revés que en mi fantasía, la cuarentena termina sin que haya terminado la pandemia.
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Imagen de portada: Pandemic, tablero de juego. Cortesía de la autora