El genoma humano es un mapa. El genoma humano es un recetario. El genoma humano es un libro de historia. El genoma humano es una tecnología. El genoma humano es un código que contiene letras que construyen palabras. El genoma humano es una narrativa con algo que contar. En febrero de 2021 se celebran veinte años de la publicación del primer borrador del genoma humano.1 Nuestro genoma no es una sola tira molecular, está organizado en 23 pares de cromosomas. En mayo del 2006 la revista Nature publicó la secuencia del cromosoma 1, el más grande y el último en terminar de ser secuenciado. Para marzo del 2009 el Consorcio del Genoma de Referencia anunció una secuencia mucho más completa que sólo tenía alrededor de 300 huecos. En el 2015 el número se había reducido a 160. Finalmente, en mayo del 2020, el mismo consorcio anunció que ya solamente quedaban 79 huecos, y en septiembre se publicó por vez primera la secuencia de un cromosoma humano —el cromosoma X— en su totalidad, de cabo a rabo, sin huecos. Supongo que en los siguientes años y dentro de un plazo corto, esos hoyos se cerrarán y por fin tendremos la secuencia completísima de todo nuestro ADN. Pero ¿quiénes están incluidos en ese nosotros?, ¿realmente podemos terminar de secuenciar el genoma humano? Creo que una mejor manera de preguntar lo anterior es: ¿Existe el genoma humano?, ¿hay un solo genoma común para toda la humanidad? En el momento de la publicación del primer borrador, el genoma humano era, por un lado, un mapa general acompañado de una serie de estadísticas: tamaño total (un poco más de tres mil millones de nucleótidos o letras), número de genes (cerca de 47 mil), cantidad de secuencias repetidas (8 por ciento del tamaño total), tamaño de cada uno de los cromosomas que lo conforman. Por el otro, se detallaban ciertos lugares de interés: genes que ya conocíamos por su importancia médica delineados con precisión molecular. Sin embargo, el mapa representado no formaba parte de las células de ninguna persona en específico. El consorcio internacional que se encargó de generar la secuencia del genoma de referencia lo hizo con muestras de sangre de mujeres y de esperma de hombres. La secuencia que se reportó entonces era una combinación del genoma de varias y varios donadores —aunque sabemos que cerca del 70 por ciento de la misma proviene de un solo individuo, un hombre de Búfalo, Nueva York—.
¿Qué implica tener un muestreo aleatorio como éste? Finalmente somos 99.9 por ciento idénticos a cualquier otro de nuestros congéneres, ¿qué tanto importa ese 0.1 por ciento? Bueno, lo que pasa es que el genoma humano es muy grande. El 0.1 por ciento de tres mil millones son tres millones. Tres millones de posibles diferencias. Más sus combinaciones. Y para poder entender esas diferencias era necesario poder mapearlas primero. Esa primera publicación del 2001 no sólo marcó el inicio de la era de la genómica, sino que también anunció con fanfarrias la promesa de una medicina personalizada, una medicina que se podía hacer cargo de esas diferencias entre personas. Bajo este enfoque, más que como un mapa, se podría entender al genoma humano como un libro de recetas en el que se encuentran codificadas las instrucciones para construir un humano —tras una cocción de nueve meses y algunos años más, además de su mantenimiento diario—. Por ejemplo, analizar el genoma de personas que padecen alguna enfermedad de carácter genético, y compararlo con el genoma de referencia sano, nos puede dar pistas para entender dicho padecimiento, así como para mejorar su tratamiento y desarrollar una posible cura. Además de estimar si hay algún exceso o deficiencia de algún ingrediente, un proceso que invierta los pasos o se los salte, o bien alguna instrucción que no fue dada o que genera un efecto adverso. Intentando completar este genoma/recetario con las recetas locales, varios países, como Inglaterra, Islandia y Estados Unidos, decidieron hacer bases de datos con información genética de su población humana para conocer cuáles son las causas genéticas de las enfermedades que más afectan a sus ciudadanos. Esta información se ha hecho pública, pero se ha resguardado la identidad de las y los donadores, lo cual ha facilitado que distintos grupos de investigación realicen estudios que analizan las variaciones en genomas completos en búsqueda de combinaciones que expliquen alguna enfermedad, síntoma o característica de interés. En 2009 se analizaron 373 de esos estudios, los donantes de ADN de ascendencia europea que participaron en ellos sumaron el 96 por ciento del total, el 3 por ciento tenía ancestría asiática, dejando uno por ciento de distintos orígenes entre los demás donantes.2 Un análisis similar se repitió en el 2016 —con 2 mil 511 estudios— y, aunque la situación mejoró en cuanto a la diversidad de los participantes, el dominio occidental seguía siendo notorio. El 81 por ciento de ellos tenía ascendencia europea, el 14 por ciento asiática, y sólo el 0.54 por ciento eran latinoamericanos. Esto no sólo implica que nos falta mucha diversidad por conocer en términos del estudio del genoma humano, sino que la medicina que se está construyendo con estos datos está especializada en tratar enfermedades que afectan principalmente a descendientes directos de europeos y, además, evolucionan dentro de la bioquímica de esos cuerpos, ignorando las diversidades y enfermedades de otras latitudes. Pero el genoma a veces también es un libro de historia. Dentro de él hemos encontrado restos de neandertales y denisovanos, nuestras y nuestros hermanos evolutivos. También hay relatos más recientes. Mediante la secuenciación del ADN de poblaciones de la Costa Chica en Guerrero y ciertas comunidades de Veracruz, el equipo de investigación de la doctora María Ávila Arcos,3 del Laboratorio Internacional de Investigación sobre el Genoma Humano de la UNAM, ha logrado precisar de mejor manera de dónde provenían las personas en situación de esclavitud traídas desde África durante la Colonia. En un estudio parecido, cambiando un poco el enfoque y mirando con mayor detalle los genomas de pobladores de las costas de Guerrero, el equipo de trabajo del investigador Andrés Moreno Estrada, del Laboratorio Nacional de Genómica para la Biodiversidad (Langebio) unidad Irapuato, encontró restos de ADN proveniente de las poblaciones de Filipinas, quienes probablemente llegaron a la región mediante la nao de China entre 1565 y 1815 y desarrollaron relaciones no solamente mercantiles.4 Aunque los estudios nos brindan un mayor detalle sobre los puntos de partida y los movimientos realizados durante migraciones, estas historias ya eran conocidas en Veracruz y Guerrero. Si bien los grupos de investigación regresaron a las comunidades en las que tomaron las muestras para entregar los resultados de su investigación y discutirla con las y los participantes, su trabajo no terminó ahí: en esta era donde la información gana valor día con día, ¿quién decide qué pasa con esta data genómica que se acaba de generar?, ¿quién tiene la protestad? Estas secuencias y la información que generan son también propiedad de las comunidades que las donaron y, por lo tanto, ellas tienen derecho a decidir cómo compartirlas en bases de datos públicas. O incluso elegir no hacerlo. Tienen asimismo el derecho a conocer la narrativa que se construye alrededor de sus datos, y a debatirla. Esto es lo que proponen académicos que pertenecen a comunidades indígenas, como Krystal Tsosie (investigadora de la Universidad de Vanderbilt y perteneciente a la nación navajo) y Keolu Fox (investigador de la Universidad de California en San Diego y nativo hawaiano).5 Sin embargo, está lejos de ser un acuerdo internacional. Cada genoma tiene algo que contar. Y cada grupo de genomas, cada población que los contiene, tiene una historia particular. Mientras más metáforas y narrativas incorporemos, mejor será nuestro entendimiento del genoma humano y, por lo tanto, de nosotros mismos. Así que es momento de escuchar cuáles metáforas pueden generar las comunidades que se están muestreando. Tener, también, una verdadera diversidad de explicaciones que nos ayude a entender nuestro pasado y, mediante esta apropiación de la genómica, a hablar de nuestro futuro. Es de esta apropiación científica y tecnológica de lo que habla Yuk Hui, filósofo de la tecnología, cuando recalca la importancia de la diversidad local y tecnológica en su ensayo “Máquina y ecología”:
la tecnodiversidad es fundamentalmente una cuestión de localidad. Lo local no tiene por qué ser sinónimo de etnocentrismo o nacionalismo. Por el contrario, es lo que nos obliga a repensar el proceso de modernización y globalización y nos permite reflexionar sobre la posibilidad de resituar tecnologías modernas […] para que múltiples localidades puedan estar en condiciones de inventar su propio pensamiento y futuro tecnológicos.6
Considerar el genoma humano como un proyecto terminado no nos permitirá siquiera estar atentos a escuchar otras narrativas, y por lo tanto dejaremos muchas historias detrás. Es mejor verlo como algo inacabado, que nunca terminaremos de contar ni de escuchar. Algo que debe estar en constante discusión porque es capaz de mutar. Algo que nos permita ver muchos futuros. Algo que nos una en la diversidad. Falta por discutir y escuchar muchas recetas, muchos mapas, muchas historias. Porque, como le dijo Karl Konrad Koreander a Bastian Balthazar Bux: “cualquier historia que vale la pena contar es una historia interminable”.7
Imagen de portada: Autorradiografía coloreada de la secuencia del ADN, imagen de Michele Studer. Wellcome Collection
-
Nature Publishing Group, Milestones in Genomic Sequencing, 2020. Disponible en este link ↩
-
Alice. B. Popejoy y Stephanie M. Fullerton, “Genomics is failing on diversity”, Nature, vol. 538, 13 de octubre, 2016, p. 161. ↩
-
Ver LIIGH UNAM. Population and Evolutionary Genomics Lab. Disponible aquí ↩
-
Ver Langebio. Genómica evolutiva humana y de poblaciones. Disponible en este link ↩
-
Ver Decolonize DNA Day. Disponible aquí y Keolu Fox, “The Illusion of Inclusion — The ‘All of Us’ Research Program and Indigenous Peoples’ DNA”. New England Journal of Medicine, 2020. Disponible en este link ↩
-
Yuk Hui, Fragmentar el futuro, Caja Negra, Buenos Aires, 2020. ↩
-
Michael Ende, La historia interminable, Alfaguara, Ciudad de México, 2003. ↩