En las redes sociales es frecuente encontrar la fotografía de un capibara a la orilla de un estanque de agua junto a un cocodrilo, o bien acostado plácidamente mientras algunas tortugas y patos giran a su alrededor; otros ejemplares del roedor más grande del mundo están retratados con un ave que los espulga o con un mono que les trepa por la espalda. El comportamiento que ostentan los capibaras en esas instantáneas les ha valido para alcanzar notoriedad por ser la especie más amigable de todo el reino animal. Desde tiempos pretéritos, la mirada humana ha sentido gran curiosidad por los animales que parecen contradecir lo que consideramos “su naturaleza” y que, al igual que el capibara y el cocodrilo, pueden compartir ratos agradables más allá de sus evidentes diferencias de tamaño y de su reputada enemistad. También atrapan nuestra atención las estrechas relaciones, a menudo enternecedoras, que muchísimas personas de todo el planeta entablan con los animales más diversos, que van desde gatos y perros, hasta búhos y cangrejos ermitaños, pasando por elefantes y monos. Incluso he llegado a suponer que las obras de los artistas parietales que representan algunas interacciones íntimas entre personas y animales salvajes pudieron haber sido hechas con la intención de indagar sobre el origen de estas posibilidades conductuales. Tal es el caso de una pintura rupestre del Sahara donde una persona parece blandir una flecha con una mano y acariciar el hocico de una jirafa con la otra, como lo muestra la fotografía de David Coulson, resguardada en el Museo Británico.
¿Cómo pueden el humano y la jirafa tender lazos de apego? ¿ Podría atribuirse a una conciencia del placer que les procuran las caricias a ambos individuos? ¿Se trata de ejemplares transgresores de una naturaleza rígida o poseedores de una naturaleza flexible? ¿Qué procesos de la evolución biológica permiten la ocurrencia de estos comportamientos en especies tan distintas? Formalmente, el capibara que no siempre corre cuando encuentra a un cocodrilo y el cocodrilo que no siempre intenta comerse a un capibara ostentan comportamientos cognitivos o aquellos que involucran un conocimiento adquirido a través del pensamiento, la experiencia y los sentidos y, por tanto, implican que, frente a la misma situación y en ocasiones distintas, los individuos pueden reaccionar de otra manera. Desde la era del positivismo, por denominar de algún modo al periodo donde el quehacer científico pretendía encontrar su grial de objetividad, en el campo de la biología las preguntas relacionadas con la evolución del comportamiento cognitivo y de la conciencia se han tratado de responder sorteando algunas dificultades relacionadas con nuestras interpretaciones. Desde luego, esos intentos no desechan la discusión sobre la conciencia animal, pero nos ayudan a comprender mejor la complejidad del problema. Una vía consiste en evitar hacer atribuciones de las cualidades mentales estrictamente humanas a lo que no es humano. En otras palabras, en la comunidad científica de la biología es importante hacer interpretaciones sobre el significado del comportamiento animal evitando las atribuciones antropomórficas o, más precisamente, antropopáticas.1 Obviamente, esta dificultad va atada a la forma en que distinguimos lo humano del resto de los seres vivos: si cambiamos esta forma, puede modificarse nuestra interpretación. Por ejemplo, la declaración de que el cocodrilo y el capibara de la foto son amigos sería antropopática, si el comportamiento de estos dos animales estuviera guiado por sus instintos; o sea que no pudieran contener sus impulsos innatos de comerse a una apetitosa presa o de huir de un feroz depredador y fueran incapaces de entablar una amistad. Sin embargo, no lo sería si el comportamiento de estos cuadrúpedos y el de los seres humanos que tienen perrhijos dependiera de sistemas afectivos abiertos a las circunstancias de su desarrollo. Si esos sistemas conforman algo que pueda llamarse conciencia sería un asunto a considerar más adelante.
Los andamios del comportamiento animal
Quienes nos dedicamos a las ciencias del comportamiento tratamos de esquivar la antropopatía estableciendo y precisando de antemano las definiciones de nuestro objeto de estudio, la concordancia entre observadores, los grupos de comparación y las técnicas de análisis, además de buscar la concurrencia de nuestros resultados con los de los estudios de varios aspectos, como los cerebrales, los hormonales, los genéticos, los evolutivos, los ontogenéticos y los ecológicos, entre muchos otros. La gente que ha usado estos métodos para llevar a cabo sus estudios en diversas especies de animales ha logrado describir comportamientos que antes se consideraban privativos de los seres humanos. Con esto, lo que antes era una mera atribución antropopática se ha convertido en una asignación científica. En efecto, por ejemplo, hoy en día tenemos la seguridad de que los animales entablan entre sí relaciones duraderas que les confieren ventajas en pleitos con terceros y en la crianza de sus descendientes, y que podríamos calificar de amistosas, según aseguran Robert Seyfarth y Dorothy L. Cheney, dos grandes primatólogos estado-unidenses. Además, después de leer los trabajos de Christophe Boesch referentes a los chimpancés de Taï, en Costa de Marfil, así como los de otros chimpanzoólogos, también estamos convencidos de que nuestros parientes filogenéticamente más cercanos aprenden de otros las técnicas necesarias para obtener ciertos alimentos de difícil extracción, como el uso de piedras a manera de yunque y martillo para el cascado de nueces o el aprovechamiento de hojas masticadas para emplearlas a modo de esponjas que absorban agua de las oquedades de los árboles. Finalmente, en la misma línea de pensamiento, el trabajo de los neurocientíficos mexicanos José Luis Díaz y David N. Velázquez nos permite afirmar que los ratones se percatan de los efectos psicológicos de ciertos fármacos y al ingerirlos tienen preferencias de unos sobre otros, a tal grado que estos autores ven un indicio de conciencia animal, basados en las cualidades de los procesos mentales que se ejercen durante la discriminación de ciertas sustancias y que requieren que los ratones sean conscientes del efecto de estos fármacos para tomar su decisión. Estas diferencias temporales entre las interpretaciones que consideramos antropopáticas y las que estimamos atribuciones legítimas por su respaldo científico alertan del peligro que conlleva aferrarse a ciertas consideraciones sobre la naturaleza del comportamiento, sea éste humano o de cualquier otro animal, y enseñan que se pueden derribar las barreras entre lo que podemos sostener con nuestros estudios y con lo que intuimos.
De herencias y balas mágicas
Otra tribulación en el estudio del comportamiento animal ha sido una visión dogmática y simplista de los procesos de herencia que imperó durante el siglo pasado. En efecto, expresado grossissimo modo, durante ese periodo los investigadores priorizaron el rol de la genética en la herencia, por lo que los otros sistemas que conforman lo que hoy día llaman la “herencia extendida”, como la epigenética, quedaron fuera de su atención. En ese entonces también se perdió interés científico en el papel de las interacciones ambientales en los procesos del desarrollo y se minimizó la importancia de su evolución. Esto provocó que los intentos por saber cómo evolucionó el comportamiento cognitivo dejaran sin contestar algunas preguntas fundamentales. Un ejemplo de lo anterior tiene que ver con el autorreconocimiento en el espejo. A principios de los años setenta del siglo pasado, el psicólogo estadounidense Gordon G. Gallup Jr inventó una de las pruebas cognitivas más famosas para saber si los animales pueden hacer uso de un espejo en el cual explorar partes de su cuerpo que no pueden ver a simple vista. La prueba, denominada prueba de la marca, consiste en permitir que un animal tenga acceso a un espejo y registrar cuántas veces se toca un punto del cuerpo, como la frente; después, sin que el animal se dé cuenta, hay que ponerle una marca con tinta en el punto de la frente, volver a permitirle el acceso al espejo y registrar cuántas veces se toca esa marca. Se considera que el animal pasa la prueba si toca el punto de su frente más veces cuando tiene marca que cuando no la tiene. Esta evaluación fue aplicada a muchas especies de aves y mamíferos. Curiosamente, la mayoría de los ejemplares de ciertas especies no la pasan, mientras que hay mayorías de ejemplares de otras especies que sí.
De hecho, resulta muy interesante mapear los resultados de esta prueba sobre el árbol filogenético de nuestra familia taxonómica. Si analizamos los resultados de la prueba desde la especie más alejada de nosotros hasta la más cercana, encontramos una inconsistencia. En efecto, la mayoría de los orangutanes que han sido probados ha pasado la prueba de la marca, sólo algunos gorilas de los que han sido probados la han pasado, la mayoría de los chimpancés y bonobos también la han pasado y, finalmente, la mayoría de los niños mayores de dos años la han pasado. La inconsistencia está en los gorilas: si el autorreconocimiento hubiera aparecido por mutación en el antecesor común a todos los miembros de la familia Hominidae, los gorilas podrían haber perdido esta capacidad en el transcurso de su evolución independiente del resto del linaje; o bien la capacidad habría aparecido de manera independiente tanto en los orangutanes como en el antecesor que los humanos tenemos en común con los chimpancés y los bonobos. Sin embargo, ninguna de estas explicaciones nos permite incluir a los ejemplares de gorilas que sí pasan la prueba de la marca. Incluso algunos estudios más recientes, que utilizan las técnicas más novedosas del método comparativo y que integran en un solo análisis a decenas de especies de aves y mamíferos, así como medidas directas e indirectas de la cognición, no han logrado dar una explicación para el origen y la evolución del comportamiento cognitivo sin recurrir a la demasiado oportuna y funcionalmente precisa ocurrencia de una mutación genética o “la bala mágica”, como la llamó hace más de una década el reputado psicólogo Michael Tomasello, de la Universidad de Duke y del Instituto Max Planck de Antropología Evolucionista, para referirse a las mutaciones que suponen muchas hipótesis porque su ocurrencia no parece azarosa sino demasiado precisa en tiempo (cuándo ocurren) y en función (se usan para algo en particular, como la cognición). El segundo ejemplo está entre estos estudios. En los primeros años del siglo XXI, un grupo de decenas de investigadores liderados por el antropólogo evolucionista Evan MacLean, de la Universidad de Arizona, llevó a cabo un análisis comparativo en 32 especies de aves y mamíferos. El grupo evaluó si el tamaño del cerebro (medida indirecta de la capacidad cognitiva) y el porcentaje de éxito de los individuos de una especie en dos pruebas de autocontrol (medidas directas de una capacidad cognitiva) guardan relación con la amplitud de la dieta y con el tamaño del grupo social. Sus resultados permiten inferir la importancia de la amplitud de la dieta en la evolución del autocontrol y del tamaño del cerebro solamente entre los primates. Debido a que algunos animales tienen un buen desempeño en las pruebas de autocontrol, como los loros amazónicos y las hienas, pero no cuentan con una dieta muy variada, no sabemos qué interacciones ambientales pudieron favorecer la evolución de esta capacidad o de cualquier otra que se relacione con el tamaño del cerebro. Además, los estudios que efectivamente muestran la ocurrencia de una capacidad cognitiva similar en ramas distantes del árbol filogenético de los seres vivos, que interactúan con las mismas dimensiones del entorno, como entre córvidos y homínidos o bien entre los primates y cetáceos, aumentan la suspicacia de la bala mágica.
El ritmo de la historia evolutiva
En su libro Ontogenia y filogenia, el gran paleontólogo Stephen Jay Gould argumentó que la evolución de la ontogenia ocurre cuando este proceso se altera de una de dos maneras: cuando aparecen nuevos rasgos por mutación o cuando los rasgos existentes cambian su ajuste temporal por heterocronía (es decir, variaciones temporales en el desarrollo). Lo anterior equivale a sostener que la heterocronía tiene tanta importancia para la evolución como la tiene, de hecho, la mutación genética. La heterocronía describe las diferencias entre los procesos del desarrollo ontogenético de una especie descendiente con respecto a una antecesora. Hay varios tipos de heterocronía. Según lo explica Gould, estas diferencias describen un retardo o una aceleración en el crecimiento somático o en la maduración funcional. Curiosamente, el desarrollo de muchas especies que destacan en las pruebas de cognición (como la prueba de la marca) ha sufrido un retardo en comparación con sus antecesores. En muchas ocasiones no se puede comparar el desarrollo de una especie con el de su antecesora, pero podemos hacer una comparación entre el desarrollo de varias especies descendientes e inferir el de la antecesora. La ontogenia humana es un poco extraña en relación con la de otros primates, como los chimpancés y los orangutanes; tanto así que el anatomista holandés Louis Bolk escribió una teoría al respecto: durante la evolución, los humanos nos hemos “fetalizado”. En efecto, desde hace mucho tiempo sabemos que el desarrollo del cráneo humano es muy diferente en comparación con el desarrollo del cráneo de las especies vivas filogenéticamente más cercanas a nosotros: mientras que el de los grandes simios desarrolla crestas superciliares y crestas craneales, el del ser humano se queda muy similar al del estado fetal. Lo mismo ocurre con otras muchas características. Por ejemplo, con la posición del foramen magnum (el agujero ubicado en la base del cráneo): durante el desarrollo, en los simios se desplaza hacia la parte posterior, mientras que en los humanos se queda en el centro. Lo mismo ocurre con la cara, que en humanos se queda plana. También con el pelo corporal, con el volumen del cerebro relativo al cerebro adulto y con la blancura de la membrana ocular. Además, recientemente un equipo interdisciplinario conformado por dos neurólogos y un paleoantropólogo catalanes demostró que el desarrollo del cerebro humano se retrasa en comparación con el de otros primates, especialmente en algunas “áreas de asociación” caracterizadas por la presencia de neuronas que permanecen estructuralmente inmaduras a lo largo de su vida útil y muestran un aumento en la expresión de los genes que se ocupan de la plasticidad sináptica en la edad adulta. En fin, la evolución del desarrollo ontogenético alumbra una vía de explicación para el comportamiento cognitivo de capibaras, cocodrilos, gorilas, orangutanes, hienas y otros animales sin recurrir a la bala mágica. Una conclusión provisional —hasta la siguiente teoría que explique mejor los fenómenos— es que el capibara y el cocodrilo no necesariamente son amigos (ya quedamos que eso es cuestión de humanos) sino que atravesaron un complejo laberinto evolutivo, en el que participa la herencia genética y también la evolución del desarrollo, que facilita los aprendizajes adquiridos y los contextos para compartir una linda tarde a las orillas de un estanque.
Imagen de portada: Pájaro sobre un capibara en el Pantanal, Brasil. Fotografía de Charles James Sharp, 2015 CC
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En la entrada anthropopathy de la edición internacional del Standard Dictionary de Funk y Wagnalls, publicado durante 1967 en Estados Unidos, que traduzco aquí como antropopatía, se indica que ésta es la atribución de emociones, pasiones, sufrimientos, etcétera, a un dios o dioses. Pero el antropólogo Frans de Waal, en su libro Good Natured, utiliza esta palabra para describir la atribución de cualidades mentales a los animales. ↩