No es posible presentar el nuevo libro de Angelina Muñiz-Huberman, Las vestiduras del palacio (2022), sin hablar de la obra de esta escritora en su conjunto. Hay que entender que, en lo profundo, toda ella es una sola, única, fértil, caleidoscópica, que se abre en afluentes, siempre con la misma agua viajera para llegar al mar de su destino, que no es otro sino el mar de la lengua y sus invocaciones.
Angelina pertenece a la estirpe de autoras que buscan a lo largo de su vida una revelación de las palabras que les permita acceder a aquel paraíso en el que la literatura se hace realidad y se asienta en plenitud. Párrafo tras párrafo, verso tras verso, como animal primigenio y exquisito que olfatea el curso del oasis, hay autores como ella que hacen de este oficio una promesa de vida, de eternidad. Pienso en Borges, claro, él mismo lo hace acá y allá en sus muchas letras. Pero, sobre todo, pienso en la tradición literaria de filiación judía.
Sin embargo, quien me vino primero al pensamiento fue nuestra recientemente fallecida poeta Gloria Gervitz, prácticamente contemporánea de Angelina. Gervitz dedicó buena parte de su vida a configurar Migraciones, un libro al que llamó “definitivo” y que fue componiendo por versiones publicadas previamente, extendidas y reconstruidas. Al borde de la muerte, siguió escribiéndolo “porque todavía sintió que algo faltaba”. No puedo dejar de pensar también en Esther Seligson, en la misma órbita literaria, cuya vida tampoco le alcanzó para culminar la ceremonia de su obra.
Como dije, la literatura de Angelina va descubriendo afluentes en el camino, se detiene, los observa, los recoge, entra en las hondonadas que se forman y se pierde y se recobra en las olas que aparecen, para luego volver a la superficie y retomar el destino. Un destino que se siente, se adivina, pero por el que se transita a ciegas, tanteando con los dedos de las palabras, como si el lenguaje fuera una prolongación del cuerpo y una sublimación del alma para continuar, siempre continuar.
Su obra es completamente personal y se dirige a un lector al que llamo ideal, es decir, al que un autor considera su par, un interlocutor armado para entablar un diálogo, donde ambos son referentes recíprocos, en el seno del sentido más auténtico de la creación literaria, sin concesión paternalista o miramiento ajeno. Convertirse en su lector es un reto magnífico, siempre refrescante; es entrar con ella, con su lenguaje, por la puerta estrecha para atisbar el enigma de lo sagrado.
Angelina Muñiz-Huberman nació en Hyères (Francia) el 29 de marzo de 1936. Su abuelo paterno era Juan de Dios Muñiz Bretón de los Herreros, marqués de Palacio y de Caridad, liberal y republicano. Su padre era sobrino nieto de Manuel Bretón de los Herreros. Su madre, aunque madrileña, provenía de una familia de raíces judías, las que asume Angelina como uno más de sus exilios: la tierra, la patria, la historia, las lenguas. En 1942, tras una breve estancia en Cuba, los Muñiz-Huberman terminaron por asentarse en México.
En Las vestiduras del palacio su voz poética ya se ha transformado en las muchas voces que conforman un pueblo, en este caso, el judío, con su milenaria historia de éxodos cargando un solo libro en una lengua inamovible, además de los muchos pueblos que reúnen uno solo: el de los exiliados, los perseguidos de antes y de ahora, los apátridas, los desterrados, los que viajan ligero dejando todo atrás, los que permanecen a caballo entre dos tierras, dos lenguas, un pasado y un presente que no son caras de la misma moneda.
Todas esas voces viajan por los siete palacios, buscando un sentido, un nombre que los reunifique, una especie de patria donde recalar, ¿qué otra cosa es, sino el espíritu humano, un férreo grito, siempre murmurado, de invocar lo sagrado? Este poemario se inspiró en los heijalot, que fueron poemas místicos de la Edad Media basados en la imagen del palacio como símbolo de lo sagrado, nos explica la propia autora.
Hay siete palacios como los siete días de la creación y hay cuatro diosas sin palacio, como las cuatro matriarcas bíblicas. Hay también un epígrafe del cabalista y filósofo sefardí del siglo XIII Abraham Abulafia, tomado del libro del signo, o Sefer Ha Ot, que dice: “En el jardín de la nuez las cosas sentidas y pensadas y la sensación de su pensamiento son como un palacio”. Puntos nodales para adentrarse en la lectura de lo sagrado de este recorrido de palacios poéticos.
Abulafia, en su Hokhmat ha-Tseruf o Ciencia de la combinación de las letras propone una guía metódica para la meditación con ayuda de las letras y sus grafías. La finalidad es provocar un nuevo estado de conciencia que puede ser definido como un movimiento armonioso de pensamiento puro rompiendo toda relación con los sentidos para llegar a la “sabiduría de la lógica interna y supernatural”. Una de las técnicas para alcanzar el éxtasis místico es la recitación del Nombre de Dios: ¿cómo recitar un nombre que no se puede pronunciar? ¿que se desconoce? ¿al que es imposible acceder? Un Áleph, la primera letra del alfabeto hebreo que es la suma de todo, la unidad, el nombre único y eterno, y que está fuera del Génesis, el cual inicia con la letra Bet: Bereshit bará Elohim et hashamáyim ve’et ha’árets (En el principio, nuestro Dios creó los cielos y la tierra). La respuesta podría encontrarse buscando en las letras, horadando en la textura del lenguaje, en la numerología de los sonidos. Ya encontraremos en algún intersticio la palabra/llave que nos lleve por la noche oscura… Porque el exilio no solo es de una tierra prometida o de una patria abatida por las dictaduras, el verdadero exilio es habitar a la intemperie del alma que no conoce el nombre de Dios. En “Palacio del Álef” la poeta nos dice: “El álef en su palacio se dibuja / con los brazos de todas las letras / y los sonidos de todos los sonidos.”
Cada palacio tiene su manera de invocar. Desde el primero aparece su carta principal. Los versos giran sobre sí mismos y se reduplican para formar rizos que tejen collares/estrofas y desembocan donde iniciaron. El predicado se convierte en sujeto del siguiente verso, y a su vez el predicado del segundo será el sujeto del que sigue… Una estructura de círculos concéntricos que se ensanchan en crecimiento, como si se pasaran la estafeta de una carrera que recomienza ahí donde parece haber terminado: “Sus rostros que no son rostros reflejan espejos / espejos del alma para los que hacen preguntas / preguntas que se deshojan entre los labios / labios nacidos para nombrar lo expectante.”
Un ritual, una ceremonia, una repetición que es énfasis, como el shofar, el cuerno del carnero que se toca como trompeta durante el Rosh Hashaná y al final del Yom Kipur. Los cuatro sonidos del shofar —tekiah, shevarim, teruah y tekiah gedolah— recuerdan la voz que llora y abre los oídos de Dios el Día del Perdón.
En “Palacio descreído”, los versos urden letanías, ritualidad, anáforas poéticas sobre la sensación de que la lengua es proeza que habrá de cumplirse. Cito: “Fuente de cuatro sendas / Fuente de paloma mensajera / Fuente de estrellas en el pozo / Fuente para calmar la sed del ausente”.
Hay versos aforísticos que tocan el ensayo, vasos comunicantes entre los géneros que la autora combina, enriqueciéndolos, sin que ninguno pierda identidad, y son la sentencia que da cuerpo al libro y alma a su contenido. “Desolado quien no cree en lo increíble / ni dibuja nubes en las copas de los árboles / ni traza líneas del uno al otro confín / ni escucha campanas al vuelo desatado”.
Están además los ecos bíblicos de El Cantar de los Cantares, (Shir Hashirim), esta fórmula lingüística tan cara al pueblo judío para referirse al ser que es, una aparente autodefinición que instaura la diferencia entre el único y lo otro. En “Palacio de palacios”: “Siempre habrá un palacio / que será palacio de palacios… / Incendio de incendios… / Puerta tras puerta, llave de llaves”.
En otra puerta donde atisba la fe, habitan los poemas que dialogan con los místicos gloriosos de los siglos españoles. La autora no se esconde, se enfrenta a nombrar su poema con el primer verso de La noche oscura de San Juan de la Cruz, y viaja por el palacio de Teresa, la Santa: “El incomprensible, el incógnito, el Escondido / son nombres apenas tartamudeados / en la punta de tu lengua / a solas, a oscuras, a locas”.
Finalmente, en “El palacio como estuche”, la autora retoma el papel del libro y de la lengua como estuche del alma: el texto sagrado, la Torá, sello de unidad, convertido en un palacio de puro cielo azul de terciopelo: “También el palacio puede ser un estuche / un preciado estuche donde guardar el alma / un acomodo de la Torá y sus preguntas”.
Universidad Autónoma Metropolitana, Ciudad de México, 2022
Imagen de portada: Mikalojus Konstantinas Čiurlionis, Finale de la serie Sonata de la serpiente, 1908