Elisa Díaz Castelo
aquí en la tierra
empezaste
en una ciudad con todo
idéntica a las otras
algunas noches
las calles de Moscú
son más oscuras
que el espacio exterior
las farolas son soles
parpadeantes y rotos por el frío
oculta bajo una hora
de cartón y placenta
a ciegas como todos
empezaste
en el laboratorio
pesaron tu hambre
y te dieron un nombre
laika: la que ladra
así empezaste
te bautizó tu voz
tuviste suerte
luego tuviste
que quedarte quieta
días y semanas
en una cápsula diminuta
pequeña Laika
la docilidad mata
aprendiste
a pertenecer a tu ataúd
así empezaste
así empezamos
todos
en camino al espacio
tu vida y milagros
(almohadillas moteadas
cincuenta músculos
tan sólo en las orejas
todos los dientes que tenías
y los que te faltaban
tu linaje de esquinas
y mañanas al sol)
aquí en la tierra
quedaron resumidas
a la clave morse de tus signos
vitales a la línea
y punto de tu pulso
y a la frecuencia
de tu respiración
acelerada
viviste siete días
en el espacio sola
qué viste
llena de hambre
ladrándole a la tierra
se terminaba tu aire
y tú seguiste
dócil como el olvido
te alejaste
aunque querías vivir
los hombres no planearon
tu regreso
los hombres no notaron
la selección antrópica
de tus cruces oscuros
al fin y al cabo
sabían que no hay regreso
te quedaste sin aire
te quedaste sin voz
te bautizó tu muerte
ahí empezaste
vaya logro el nuestro:
a la mitad de la nada
el cadáver de un perro
nos orbita
Adalber Salas Hernández
Desde la claraboya, el espacio es una piedra
abierta, generosa en soles.
Y la galaxia una vía pálida
que se persigue la cola. Pero
en este punto de la órbita no se deja ver
el perro de Orión, la estrella que parpadea
como si jadeara. Laika mira y
el calor en su cabina se hace insoportable,
como un lazo al cuello, un garrote
invisible. Laika, la representante más digna
de nuestra especie, nuestra última profeta,
arrebatada por una carroza ardiente,
arrojada al cielo para que hable
con la voz que planea sobre los montes
y le devuelva las tablas de la ley
–no, gracias, ya no las necesitamos.
Se sobrecalienta el Sputnik II y Laika
ladra en círculos, sin iluminaciones
de hojalata, sin epifanías voraces;
ladra en nombre de todo su siglo
y del siguiente. Y dios, que no existe
pero siempre presta atención,
la escucha. Allá arriba, la música
de las esferas suena como un
toque de queda, la alarma terca
del despertador del juicio final.
Laika la oye por encima de sus ladridos
cada vez más débiles, mientras
entra disparada al reino de los cielos,
pasando por el ojo de una aguja
sin pupila.
Imagen de portada: Anónimo, El sol, la luna y caballeros españoles ricamente ataviados, 1836. Rijksmuseum