dossier Extra-Terrestre SEP.2023

Dos poemas sobre Laika

Elisa Díaz Castelo, Adalber Salas Hernández

LAIKA O DEL REGRESO

Elisa Díaz Castelo


aquí en la tierra

empezaste


en una ciudad con todo

idéntica a las otras


algunas noches

las calles de Moscú


son más oscuras

que el espacio exterior


las farolas son soles

parpadeantes y rotos por el frío


oculta bajo una hora

de cartón y placenta


a ciegas como todos

empezaste


en el laboratorio

pesaron tu hambre


y te dieron un nombre

laika: la que ladra


así empezaste

te bautizó tu voz


tuviste suerte

luego tuviste


que quedarte quieta

días y semanas


en una cápsula diminuta

pequeña Laika


la docilidad mata

aprendiste


a pertenecer a tu ataúd

así empezaste


así empezamos

todos

en camino al espacio

tu vida y milagros

(almohadillas moteadas

cincuenta músculos


tan sólo en las orejas

todos los dientes que tenías


y los que te faltaban

tu linaje de esquinas


y mañanas al sol)

aquí en la tierra


quedaron resumidas

a la clave morse de tus signos


vitales a la línea

y punto de tu pulso


y a la frecuencia

de tu respiración


acelerada

viviste siete días


en el espacio sola

qué viste


llena de hambre

ladrándole a la tierra


se terminaba tu aire

y tú seguiste

dócil como el olvido

te alejaste


aunque querías vivir

los hombres no planearon


tu regreso

los hombres no notaron


la selección antrópica

de tus cruces oscuros


al fin y al cabo

sabían que no hay regreso


te quedaste sin aire

te quedaste sin voz


te bautizó tu muerte

ahí empezaste


vaya logro el nuestro:

a la mitad de la nada


el cadáver de un perro

nos orbita



Laika o de la partida

Adalber Salas Hernández


Desde la claraboya, el espacio es una piedra

abierta, generosa en soles.

Y la galaxia una vía pálida

que se persigue la cola. Pero

en este punto de la órbita no se deja ver

el perro de Orión, la estrella que parpadea

como si jadeara. Laika mira y

el calor en su cabina se hace insoportable,

como un lazo al cuello, un garrote

invisible. Laika, la representante más digna

de nuestra especie, nuestra última profeta,

arrebatada por una carroza ardiente,

arrojada al cielo para que hable

con la voz que planea sobre los montes

y le devuelva las tablas de la ley

–no, gracias, ya no las necesitamos.

Se sobrecalienta el Sputnik II y Laika

ladra en círculos, sin iluminaciones

de hojalata, sin epifanías voraces;

ladra en nombre de todo su siglo

y del siguiente. Y dios, que no existe

pero siempre presta atención,

la escucha. Allá arriba, la música

de las esferas suena como un

toque de queda, la alarma terca

del despertador del juicio final.

Laika la oye por encima de sus ladridos

cada vez más débiles, mientras

entra disparada al reino de los cielos,

pasando por el ojo de una aguja

sin pupila.

Imagen de portada: Anónimo, El sol, la luna y caballeros españoles ricamente ataviados, 1836. Rijksmuseum