Estoy en el área chica de la cancha, miro el balón bailar de un lado a otro en el mediocampo. Son las tres de la tarde y el sol es tan fuerte que el agua tratada con la que hace unas horas regaron el pasto se evapora y se adhiere a mi piel: tengo comezón en las piernas, estoy mareada, me siento incómoda. Nunca he sido buena para el futbol pero en el equipo me dejan jugar de defensa central porque soy gorda y, si estoy en el lugar adecuado en el momento adecuado, puedo derribar fácilmente a mis contrincantes. El balón está en la cabecera opuesta, la atención de mis compañeras y la del entrenador se centra lejos de mí. Me cuesta respirar, dejo de observar el juego y, de pronto, llega. Un malestar, un chispazo agudo en mi vientre, empieza a crecer y se esparce en cuestión de segundos. Me parte en dos. Lo último que veo es el balón volando en mi dirección pero lo ignoro y caigo de rodillas sobre el pasto. Cuento lo que me pasa como puedo. Estoy al borde del desmayo e intento contener las lágrimas para no parecer débil. El entrenador no me cree. Me deja marcharme al vestidor con una mirada de sospecha, no permite que ninguna de mis amigas me acompañe. Desde ese momento y durante días comienzo a experimentar dolores intensos e intermitentes; a veces en plena clase, en el recreo, un sábado cualquiera viendo tele o tendida en la litera leyendo Harry Potter. Tengo trece años y mi mamá achaca el malestar a mi mala alimentación, yo comparto su opinión porque otra cosa no puede ser. Me siento culpable y me convenzo de que merezco ese dolor. Dejo de comer (si lo intento, enseguida vomito), también dejo de dormir. Descubro que lo único que me da cierto alivio es sentarme en el mosaico helado del baño con las piernas encogidas contra el pecho, balanceándome de atrás hacia adelante hasta entrar en una suerte de trance, de meditación improvisada que de vez en cuando me permite conciliar el sueño. Me aferro a esos momentos de calma hasta que un día, literalmente, estoy al borde del estallido. Siempre que intento poner en palabras el dolor que siente una mujer con endometriosis fallo estrepitosamente. Ya lo decía Susan Sontag, todos alguna vez experimentamos el dolor de una enfermedad y todos, también, somos incapaces de hallar adjetivos, analogías y metáforas que lo describan con justicia, que den una idea fiel de lo que le sucede al cuerpo enfermo, de lo solitaria y subjetiva que es la experiencia del dolor. No obstante, insistimos. La endometriosis es:
Una aplanadora. La pisada de un elefante sobre un insecto. Una presión de toneladas ejercida sobre un órgano diminuto, apenas del tamaño de una pera.
Un golpe seco sobre el vientre bajo cuya estela permanece, late, se expande y se instala por horas en las entrañas.
La necesidad de replegarse en posturas imposibles sobre una misma, como si el regreso a la posición fetal te acercara a un estado indoloro antes del nacimiento, a una realidad de anfibio donde no existen terminales nerviosas.
Una de cada diez niñas y mujeres en edad reproductiva tiene endometriosis. La gran mayoría no lo sabe y se da cuenta, como me sucede a mí, cuando ya es tarde. Un domingo muy noche, en medio de una discusión entre mis padres, el dolor es tal que mi mamá me carga como puede y maneja despavorida hacia una sala de emergencias. Ahí, el doctor de guardia me diagnostica gastritis aguda. No hace ningún tipo de examen, sólo me ausculta y decide que como mal y, para colmo, que estoy exagerando. Luego me inyecta un analgésico potente y me envía sedada a casa. Han pasado 17 años desde aquel momento y aun así cuando pienso en esos días vuelvo a ser una niña aterrada que lucha por contener las lágrimas, una que para distraerse del dolor busca siluetas de animales en las paredes del baño, una que se golpea las piernas con los puños para desviar la atención del cerebro hacia otra parte. Por instrucciones del médico disfrazamos mi dolor con analgésicos, antibióticos y desinflamatorios. Pasan días de una calma engañosa hasta que no puedo más y me internan en el hospital por temor a una deshidratación. El gastroenterólogo se empeña en poner en el suero sustancias que arden al entrar en mis venas, a veces me quedo dormida, a veces —cuando siento que estoy cerca de recuperarme— me arranca del sueño la sensación de una mano enorme, sádica, que exprime entre sus dedos mis órganos hasta hacerlos reventar como si fueran uvas. ¿Qué es la endometriosis? Una enfermedad cuyas causas se desconocen —pueden ser genéticas o ambientales— y cuya cura no existe. Es un crecimiento irregular del tejido endometrial, esa tela sanguínea que recubre el útero de una mujer, se ensancha cuando el cuerpo se prepara para un embarazo y se desprende del útero cuando la fecundación no se produce. En otras palabras, el endometrio es la sangre que se inflama y expulsa con la menstruación, y la endometriosis es la afición de ese tejido por crecer fuera del útero, en otros órganos como los ovarios, las trompas de falopio, los intestinos e incluso más allá de los órganos pélvicos: en el diafragma, los pulmones o el corazón. Su síntoma estrella: periodos menstruales insoportables. Sus posibles consecuencias: infertilidad y cáncer.
Tras un par de días en el hospital una amiga de mi mamá que es médica pasa a visitarme. Pregunta lo que debió haber preguntado el primer doctor: ¿Alguien ya le hizo un ultrasonido pélvico? ¿La han llevado alguna vez al ginecólogo? A la distancia resulta obvio, en ese momento es una epifanía. Son las seis de la mañana y mi cuarto en el hospital parece un congelador. Dos camilleros vienen a buscarme y se disculpan por la hora. A un lado está mi mamá. Entro a radiología y experimento por primera vez la sensación epidérmica que sentiré cientos de veces más durante el resto de mi vida: el gel helado en mi piel, la presión del transductor sobre mi vientre y el encuentro con la mirada atónita del radiólogo en turno. Pongámoslo así: un ovario sano es del tamaño de una almendra. Mi ovario derecho medía lo que una pelota de tenis. No sólo eso sino que, en su expansión, el órgano había intentado encontrar cabida entre mis intestinos, por lo que estaba completamente girado y a punto de provocar una peritonitis que me habría costado la vida. Ese dolor paralizante me estaba avisando con todas sus fuerzas que hiciera algo porque si no, me iba a morir. Ese mismo día me someten a una cirugía de emergencia: una cesárea que no concluye en ninguna celebración de la vida, no hay cigüeñas de foami pegadas en el marco de mi puerta, tampoco recibo un desfile de visitas enternecidas. El anestesiólogo me pide que me siente sobre la plancha abrazando mis piernas, siento tanto dolor en el vientre que apenas percibo la aguja abriéndose paso entre mis vértebras. Todo se apaga de pronto. Oigo voces enlatadas, siento presión sobre mi cuerpo, me mueven de un lado a otro como si fuera una maleta. Lucho por abrir los ojos y despierto en plena cirugía, veo a mi mamá sentada junto a mí, está llorando. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿De dónde sacó la fuerza? ¿Qué sentirá una madre al ver expuesto el vientre infecundo de su hija en una mesa de operaciones? Despierto temblando de frío a pesar de estar sepultada entre cobijas y descubro que la ginecóloga que salvó mi vida dibujó con el bisturí una sonrisa al sur de mi ombligo. Una mueca amarillenta y queloide que se burla cuando veo mi cuerpo desnudo en el espejo. También me informan que mi ovario derecho estaba completamente necrosado, lleno de tejido endometrial, y que no había manera de dejarlo ahí sin exponerme a un carcinoma. Cáncer es una palabra que escucharé también con frecuencia en cada consulta a un ginecólogo nuevo. A los trece años me dicen que tengo tres veces más probabilidades de desarrollar cáncer uterino que otras personas. A los trece años me doy cuenta de que el dolor había llegado para quedarse. A los trece años, a los veinte, a los veintisiete y a los treinta, cada vez que veo un comercial de papillas o de pañales siento la tristeza de alguien a quien le quitan la opción de decidir sobre su vida. Nunca se repetirá suficientes veces: las mujeres con endometriosis suelen ser diagnosticadas cuando ya han sufrido demasiado. Ya sea por la aparición de un tumor, los sangrados excesivos, el trastorno de la función intestinal, la debilidad, el dolor intenso durante el coito, las adherencias entre órganos que causa el tejido endometrial o los intentos reiterados e inútiles de quedar embarazada. Se llega tarde a la palabra que te permite comprender por qué cada vez que menstrúas tu vida se detiene y lo único que existe eres tú, una cuerda de violín a punto del desgarro; tú suspendida cada mes en un alarido. La razón por la que la endometriosis duele es que aquel tejido que crece donde no le “corresponde” se inflama. Cada caso es único y cada mujer presenta una sintomatología distinta, que puede ir desde una incomodidad prácticamente imperceptible hasta un dolor que trastoca su día a día. No se puede pensar, dormir, trabajar, a veces ni siquiera es posible moverse. Muchas mujeres son obligadas a funcionar en medio de este dolor incapacitante; ir a la escuela, cumplir con tareas domésticas, presentarse al trabajo. Funcionar, ese verbo y no otro porque vivimos en una realidad que privilegia la productividad sobre el bienestar humano. Una vez leí en redes sociales que si los hombres padecieran endometriosis, ésta sería un motivo universalmente aceptado de incapacidad laboral. Pero no lo es y muchos, demasiados, no saben siquiera que existe. De hecho, la desinformación en torno a la endometriosis y los prejuicios sociales que todavía arrastramos sobre la menstruación impiden que hablemos de esta enfermedad y provocan que con frecuencia las mujeres que padecen dolor pélvico agudo sean tildadas de débiles y exageradas (estrictamente de histéricas). Podría hacer un álbum con las imágenes mentales de todas aquellas personas que no me han creído cuando les digo que no puedo ponerme en pie por el dolor: maestros, amigos, parejas, amigas cercanas, jefes, doctores. Todos me miran con la misma cara de sospecha con la que me miró ese entrenador por el que casi no llego a mi casa saliendo de la cancha. Desde que tengo memoria mis periodos han sido sumamente dolorosos. Al principio muchas mujeres en mi familia me aseguraron que el dolor era una suerte de maldición genética: “Tu tía equis se desmayaba, a tu abuela zeta se le quitaron los cólicos a punta de partos”. Rápidamente aprendí a normalizar mi dolor, a encararlo abnegadamente y a engañarlo con desinflamatorios y analgésicos. Establecí con naturalidad una dependencia a mis amigos naproxeno, ibuprofeno y ketorolaco. Con el tiempo incorporé la endometriosis a mi narrativa personal y desarrollé una especie de rutina de la sumisión en la que sé que al menos dos días de cada mes estarán completamente perdidos, incautados por el dolor. También he aprendido a leer las señales que anuncian la tormenta: días antes de la regla experimento bajones de presión, diarrea, debilidad muscular, dolor en el lado izquierdo del vientre (donde aún lucha por sobrevivir el ovario, en singular). Cuando llega el sangrado se drenan todas mis energías y el dolor acampa en mis adentros. A menudo lo pienso como un animalito dormido, siempre está ahí; a veces despierta rugiendo y arañando las paredes de mi útero; otras, apenas se mueve, se dispone a doler poquito, pero a doler, para que yo no pueda olvidarlo. Es cierto que, si tomo analgésicos suficientes para embrutecer a un caballo, y si lo hago a tiempo, puedo despistarlo por un rato, ponerlo a hibernar. No obstante siempre encuentra la forma de despertar, ruge y me vuelve a sacar del juego. Se calcula que 176 millones de mujeres en el mundo padecen endometriosis y, sin embargo, antes de ser diagnosticada yo jamás había escuchado esta palabra. Pienso en algunas causas en torno al silencio y al desconocimiento de esta enfermedad; la primera de ellas, tal vez la que debe contrarrestarse con mayor urgencia, es la falsa creencia de que la menstruación debe doler. ¿Por qué se nos inculca esa idea desde que somos niñas pequeñas? ¿Por qué normalizamos la experiencia del dolor y aprendemos —porque esto se aprende— a soportarlo con resignación? A partir del diagnóstico la solución a mi tendencia de crear quistes de tejido endometrial en el ovario que me queda —que ha adquirido entre mi familia la calidad de santo grial, última cerveza en el estadio, a.k.a. la última esperanza de parir— ha sido pasar por un sinfín de tratamientos hormonales que me hacen preguntarme si mi personalidad, mi aspecto físico y la forma en la que pienso son el resultado de una adolescencia repleta de pastillas anticonceptivas: ¿soy el monstruo de Frankenstein que resulta de tomar durante más de quince años medicamentos que lo único que tienen de indefenso son nombres como Yasmín, Diane, Gynovin y Lorelin?
Sumado a las consecuencias de la endometriosis —y su tratamiento— sobre mi cuerpo, con los años he tenido que soportar comentarios y opiniones que jamás solicité pero que me fueron amablemente dadas por exparejas, amigas, familiares y profesionales de la salud. Éste es mi top five:
- Al terminar una relación el aludido me dijo: “Recuerda que yo te quise aunque tengas solamente un ovario”.
- A los veinticinco en la consulta con una gastroenteróloga: “Aunque eres joven deberías aprovechar para embarazarte, luego no vas a poder”.
- A los veintiocho en la consulta de un ginecólogo: “Yo que tú [sic] me sacaría todo, así evitas un cáncer”.
- Una amiga cuando le dije que tenía quistes grandes y que estaba asustada: “Oye, ¿y sí vas a poder embarazarte? Si no tu esposo qué va a hacer”.
- Un exnovio: “¿No será que tu dolor es psicológico? Tal vez deberías tomar antidepresivos”.
Reproduzco lo que me han dicho porque sé que muchas mujeres han tenido que soportar comentarios similares. Su dolor, uno que se resiste a caber en un adjetivo, ha sido constantemente minimizado. Así que, encima de padecer el suplicio físico de la endometriosis, también lidian con la negligencia médica, la ignorancia de sus parejas, jefes y familiares, y la impotencia de ser propensas a una histerectomía a los veinte años, a la infertilidad o al cáncer, y de no poder hacer nada al respecto. Por supuesto, la calidad de vida que está siendo negada a esas 176 millones de mujeres con endometriosis es una cuestión que debe ser discutida desde el género. ¿Dónde están los estudios, seminarios y campañas volcados sobre el diagnóstico oportuno, la estandarización de tratamientos no invasivos (que acaben con el amputar, hormonar y vivir una vida de dolor crónico) y la concientización en torno a esta enfermedad? ¿Qué países cuentan con iniciativas de ley o leyes en vigor que contemplen la endometriosis como una enfermedad que justifique la incapacidad laboral? ¿Cómo habría sido mi vida de haber podido nombrar y sobrellevar la endometriosis? A veces, sobre todo en las ocasiones que siguen a la tormenta, aquellas en las que el dolor por fin amaina, me descubro regresando al hogar de mi infancia, mi recuerdo lo transforma en una casa de muñecas en la que veo todo desde fuera; soy una presencia en ángulo picado, observo a una niña que se mece, que solloza con las piernas encogidas y fija su mirada en una mancha sobre el azulejo. Tal vez en la próxima visita que le haga le aconsejaré que no deje nunca de nombrar su dolor, que insista, a pesar de las miradas de sospecha, de la condescendencia o de la negligencia. Le haré saber que no está sola y que, aunque el diálogo no sea fácil, el dolor siempre intenta decir algo, sólo tenemos que escucharlo.
Imagen de portada: Amanda Mijangos, Si uno llama, otro escucha, 2019