Ya se sabe cómo acabará el mundo. No ocurrirá mediante el instantáneo, misericordioso hongo de la bomba atómica, ni a través de una cinematográfica y estilizada invasión alienígena. Tampoco a causa de un meteorito que fulmine la Tierra mientras practica el tiro al blanco interestelar. Lamento comunicarles que será una muerte lenta, dolorosa, causada por una enfermedad que llamamos Cambio Climático. Parece inverosímil que aún hoy en día exista gente que se aferre a negarla —seudocientíficos, especuladores y un asno convertido en presidente de los Estados Unidos—, pero resulta más increíble pensar en los visionarios que hablaron del problema antes de que recibiera su nombre. Uno de ellos fue el escritor inglés J.G. Ballard (Shanghái, 1930-Londres, 2009) quien, en palabras de Rodrigo Fresán, dejó de ser un autor de ciencia ficción para convertirse en el mejor cronista de nuestros días. A pocos escritores se les puede relacionar el apellido, de manera tan directa, con el concepto de distopía. Decir ballardiano equivale a hablar de un mundo torcido, agonizante, que se parece demasiado al nuestro. En su díptico de catástrofes climáticas, integrado por las novelas El mundo sumergido (1962) y La sequía (1964), Ballard presenta paisajes a merced de los elementos, lo cual no impide que los seres humanos continúen mostrando su lado oscuro en pleno apocalipsis. En la primera, Londres y el planeta entero están bajo el agua debido al derretimiento de los polos; sin embargo, la rapiña de los restos de la civilización ocurre a manos de un singular grupo de piratas, comandado por el albino Strangman, cuyo barco acumula estatuas ecuestres, puertas de catedrales, fuentes de mármol, altares, trozos de armaduras y otras reliquias dignas de un museo. Con ironía, este saqueador, que gusta rodearse de reptiles, afirma: “Los tesoros del Triásico no son nada comparados con los del segundo milenio”. Un escenario que recuerda los sucesos posteriores al huracán Katrina que azotó Nueva Orleans en 2005: en medio del desastre hubo robos, disturbios, violaciones y asesinatos. Gente con escopetas de caza, pistolas, machetes o cuchillos recorría la ciudad inundada; bandas armadas disparaban contra helicópteros militares. Como bien supo advertir Ballard en su libro pionero, el mal no descansa ni siquiera a las puertas del Armagedón. En la segunda, los desechos tóxicos vertidos en el mar acaban con las lluvias y con el agua potable. La población emprende un éxodo hacia la costa, pero hay gente que decide quedarse en Hamilton, el pueblo a orillas de un lago que se está secando. Allí, el comportamiento de los habitantes comienza a desbocarse: aparecen fanáticos religiosos, pescadores que alucinan con un río inexistente y un millonario que planea incendiar el lugar. Ramson, el protagonista, comprende que la vida se está ordenando de acuerdo con nuevas leyes, “probablemente las de la caza y la persecución”. De nuevo, el fin del mundo como escenario propicio para la barbarie. No olvidemos que numerosos expertos han señalado que las guerras del futuro —uno demasiado próximo— serán a causa del agua. Ambas novelas le sirvieron a Ballard para ensayar lo que sería su sello personal: la exploración del paisaje interior (la mente de los personajes), y la utilización del paisaje exterior como una proyección de la psique. En El mundo sumergido, cambió el casco de astronauta —tan socorrido por sus colegas de la época— por la escafandra del buzo, personaje que en sus expediciones hacia las ciudades hundidas se ve inmerso en un plano de ensoñación. Y en La sequía, sustituyó las arenas del popular desierto marciano por un territorio donde abundan montañas de sal que, aunadas a los espejismos, producen auténticos cuadros surrealistas. A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos devotos de la ciencia ficción, Ballard no quería mudarse de planeta porque, como él mismo señaló, “la Tierra es el planeta alienígena”.
Sacrificio en la autopista
“El futuro está dejando de existir, devorado por un presente insaciable”, escribió Ballard en el prólogo a su novela Crash, en 1973. Hace 45 años que plasmó esa sentencia, hoy más vigente que nunca. Vivimos en un mundo que es mezcla de los distintos escenarios que el escritor inglés adelantó, uno donde la publicidad, la política, la ciencia, el consumo y los medios masivos de comunicación han terminado por transformar lo que nos rodea en una novela. Por eso, el también autor de El imperio del Sol afirmó que “la tarea del escritor es inventar la realidad”. Mientras Ballard buscaba quién le publicara el que tal vez sea su libro más emblemático, un editor sugirió que el responsable de esas páginas depravadas debería consultar al psiquiatra. Es cierto que una ficción que explota las connotaciones sexuales de los accidentes automovilísticos —la primera novela pornográfica basada en la tecnología— no es para cualquier lector, pero también es importante agregar que esta fábula implica mucho más que el matrimonio entre los fluidos corporales y el líquido refrigerante. Crash habla de una sociedad obsesionada con la velocidad, la producción en masa, la tecnología, el sexo y… las celebridades. Otra de las cosas que Ballard narró con escalofriante anticipación fueron las circunstancias que rodearon la muerte de la princesa Diana.
Entre los personajes que presenta Crash está Vaughan, el líder de una secta consagrada a recrear los accidentes fatales de los famosos —Jayne Mansfield, James Dean, Albert Camus—, quien vive poseso por una fantasía fetichista: morir en un choque junto a la actriz Elizabeth Taylor. Y aunque no lo consigue, la muerte de una presentadora de televisión en un choque múltiple, revela al lector la potencia de la obsesión de Vaughan: “El accidente había hecho posible la ansiada y definitiva unión de la estrella y los espectadores”. El deceso de la princesa Diana que, como sabemos, ocurrió cuando el vehículo en el que viajaba se impactó contra un muro al huir de los paparazzis, parece extraído de las páginas de Crash. No sólo por los evidentes paralelismos: también por el culto mórbido que vino después. Cada aniversario surge una foto o un testimonio inédito, incluso a 21 años de distancia. A este respecto, la escritora Zadie Smith apuntó: “¿Cómo Ballard lo entendió tan bien? ¿Cómo supo que el precio que demandaríamos en pago por nuestra adoración a los famosos sería nada menos que el sangriento sacrificio de ellos mismos?” Ballard jamás necesitó un psiquiatra. Somos nosotros quienes debemos acudir a terapia, porque sabemos que el responsable de la metáfora más desquiciada del siglo XX estaba en lo cierto.
Neurosis adolescente
Es indudable que hace tiempo vivimos en las distopías que Ballard proyectó con asombrosa lucidez. El más claro ejemplo de ello, el paradigma del adjetivo ballardiano, es Running Wild, una nouvelle de poco más de cien páginas, pero precisa como bisturí. Publicada en 1988, se adelanta por once años a los sucesos ocurridos en la masacre de Columbine. No exactamente a los hechos, pero sí a su contexto y posible causa. Traducido como Furia feroz, el libro narra el asesinato masivo de adultos en Pangbourne Village, urbanización ficticia ubicada a las afueras de Londres. En un entorno cerrado y autosuficiente, en apariencia idílico —similar al que Ballard ya había explorado en Rascacielos—, las familias prosperan sin sospechar la oscuridad que se gesta en el interior de ese paraíso artificial. Madres y padres llevan una estricta planificación de la vida de sus hijos, provocando un entorno asfixiante que, aunado al aislamiento y a las neurosis propias de los adolescentes, derivan en un odio y una violencia de consecuencias fatales. Además del crimen que se narra en estas páginas, y su reconstrucción a manera de expediente clínico, llaman la atención los ecos que provoca. Diversas hipótesis surgen, desde un suicidio en masa, pasando por conspiraciones terroristas, hasta delirantes teorías alienígenas. Detrás de todas ellas se esconde la única certeza: la de una sociedad incapaz de aceptar los hechos tal cual son. Algo similar pasó en Columbine. Los padres de Dylan y Eric, los adolescentes que cometieron la masacre, fueron señalados por la gente como responsables directos, y recibieron numerosos mensajes de odio, al grado que pensaron en mudarse de ciudad. Años después, Sue, la madre de Dylan, publicó un libro donde narra la terrible experiencia de ser la progenitora de un asesino. En él, afirma que fue una madre cariñosa, y que jamás sospechó lo que pasaba por la mente de su hijo. “El amor no basta”, sentencia con una inquietante honestidad. En una tragedia como la de Columbine, resulta absurdo y hasta cobarde buscar una sola fuente del problema. Ballard adelantó una respuesta en Furia feroz: “En una sociedad totalmente cuerda, la locura es la única libertad”.
En cualquier lugar del futuro
Aunque menos catastrófico, el ciclo de novelas que Ballard concibió hacia el final de su vida no resulta en absoluto tranquilizador. Centradas en contextos más inmediatos y cotidianos, Noches de cocaína (1996), Super-Cannes (2000) y Milenio negro (2003) constituyen una exacta radiografía de la sociedad que transitó del siglo XX al XXI. Si en los libros mencionados en las páginas anteriores destaca la condición de oráculo del narrador inglés, en sus últimas ficciones su mirada es casi la de un sociólogo. Y enfatizo el casi porque a Ballard no le interesaba hacer un retrato fiel de ciertos comportamientos colectivos, sino exagerarlos para advertir sobre sus consecuencias. Noches de cocaína es, probablemente, su mejor novela, y uno de los libros policiacos más originales que se hayan escrito. Narra la investigación que realiza Charles Prentice, un cronista de viajes, para averiguar quién provocó un incendio que mató a cinco personas, y del que su hermano Frank se autoinculpa, aunque todo el mundo está convencido de su inocencia. El escenario: una comunidad de jubilados británicos en la Costa del Sol española llamada Estrella de Mar, donde los habitantes gozan de un retiro anticipado, rodeados de lujos, actividades deportivas y culturales; un sueño tostado por el sol del mediterráneo e iluminado por los arcoíris que surgen de los aspersores. Mientras Charles indaga en los misterios que envuelven a Estrella de Mar, descubre que más allá de las piscinas relucientes y las canchas de tenis llenas de deportistas competitivos, se esconde un tráfico de drogas y sexo ilícito (adolescentes nadando desnudas en bungalows apartados, cámaras de cine en habitaciones para la factura de porno amateur). Y, sobre todo, entra en contacto con Bobby Crawford, el animador del Club Náutico, una especie de mesías finisecular que propaga una singular terapia: la transgresión como antídoto para despertar a una sociedad comatosa, rendida a los efectos perjudiciales del ocio ilimitado. Charles termina por descubrir una verdad desconcertante: “En Estrella de Mar, como en cualquier lugar del futuro, los crímenes no tienen motivo alguno”.
Supper-Cannes representa la otra cara de la moneda. En esta novela, “el trabajo es el supremo placer, y el placer, el trabajo supremo”. Ballard cambia los resorts y las playas de Marbella por Edén-Olimpia, un complejo de compañías multinacionales ubicado en las colinas francesas, donde los empleados laboran en oficinas que son al mismo tiempo sus casas. Hasta las secretarias tienen un sofá en su pequeño espacio, “donde se acuestan a soñar con los amantes que nunca tendrán la fuerza de hallar”. Un paraíso de workaholics, pues nada los distrae de sus ambiciones de éxito: Edén-Olimpia funciona como una pequeña ciudad autosuficiente, con todas las facilidades y servicios. Un lugar en el que incluso no es necesaria la moral, ya que los gigantes corporativos definen las normas con las que los trabajadores se comportan con sus esposas, con las que educan a sus hijos y con las que invierten en la bolsa. Un día, sin embargo, David Greenwood, el pediatra de Edén-Olimpia, coge una escopeta, mata a diez personas y se suicida. Wilder Penrose, el psicoanalista de Edén-Olimpia, ofrece una pista de lo sucedido al confesar lo que escucha en las sesiones con sus pacientes: los profesionales de alto nivel tienen sueños extraños, fantasías repletas de secretos anhelos de violencia, “historias de miedo y revancha, como los prisioneros de los campos de concentración que soñaban con morirse de hambre”. En el trabajo, la monotonía y la presión es tal, que un personaje suplica: “Invéntate cualquier otro pecado capital. Lo necesitamos”. No contento con desvelar las consecuencias que el aburrimiento y el trabajo excesivo traen consigo, en Milenio negro Ballard decidió centrarse en un tema aún más extremo: el terrorismo. Una bomba que explota en el aeropuerto de Heathrow le sirve de pretexto para desarrollar una trama y un discurso sobre las ataduras de la sociedad de consumo: escuelas caras, seguros médicos, niñeras que son un lujo, y la imparable burbuja inmobiliaria. Nuevamente, la violencia es el vehículo mediante el cual la sociedad buscará liberarse de sus yugos. Ahora, el escrutador ojo ballardiano se traslada a Chelsea Marina —una zona de clase media a orillas del Támesis— donde los movimientos radicales londinenses abrazan el nihilismo como una última solución kamikaze: “Todo el mundo sueña con la violencia, y cuando tantas personas tienen el mismo sueño es que algo terrible está a punto de suceder”. No fue gratuito que la literatura de J.G. Ballard tuviera una marcada vocación distópica. De niño, en plena Segunda Guerra Mundial, estuvo cautivo en el campo de Lunghua. Desde ahí, vio el resplandor de la bomba atómica que cayó sobre Nagasaki. También presenció bombardeos en su natal Shanghái; los cuerpos despedazados, el caos y la destrucción que se producían frente a sus ojos en una pesadilla diurna. Después recorrió la ciudad abandonada, la próspera colonia inglesa eclipsada por el conflicto bélico, las piscinas extrañamente vacías, como mensajes de una civilización futura. De manera significativa, su autobiografía, publicada en 2008, cuando faltaba sólo un año para su muerte, se titula Milagros de vida. Sólo alguien que experimenta tan de cerca lo que el ser humano es capaz de hacer a sus semejantes puede entender la excepción de la supervivencia. Aquellas imágenes apocalípticas que vio de niño lo acompañaron siempre, marcando su imaginación. Su herencia —además de dejarnos una de las obras más genuinas y perturbadoras del siglo XX— fue abordar la distopía, no como una metáfora, sino como un manual: una guía para orientarse en la exhibición de atrocidades.
Imagen de portada: Fotograma de El rascacielos de Bean Wheatley, basada en la novela homónima de J.G. Ballard, 2015