La noche en los Altos de Chiapas no es silenciosa ni apacible. Un coro ininterrumpido de ruidos nocturnos: animales que buscan alimento, los insectos que fabrican luz, el viento que sacude las copas de las coníferas, ¿los fantasmas que buscan justicia?, la mantienen insomne. En una noche así, cuatro niños perdieron la vida, durante la última semana del 2017 en los parajes de Chalchihuitán, a causa del frío y del hambre. Sus familias fueron desplazadas del pueblo por grupos paramilitares procedentes de Chenalhó que reclamaban un territorio que identificaban como propio, pero que fue cedido por el Tribunal Agrario a Chalchihuitán en 1973. Más de cuatro mil familias dormían sin refugio, expuestas a temperaturas cercanas a los cero grados centígrados. Uno de los pequeños tenía tres días de nacido y su madre lo había parido a la intemperie. Ninguna de estas muertes ha sido reconocida por el gobierno chiapaneco. Oficialmente se han reportado sólo dos pérdidas humanas a causa del fenómeno de desplazamiento: una por disparo de bala y otra a causa de envenenamiento por “ingesta de herbicida”. Esto último se reportó sin dar mayor detalle; sin embargo, en el tiempo que tengo trabajando en la sierra de Chiapas he podido documentar que éste es un método usual de suicidio en el campo, sobre todo en las comunidades indígenas. Pero, más allá de la información contradictoria y los espacios oscuros en la historia que estos reportes nos dejan, me pregunto: ¿quiénes eran estos hombres?, ¿quiénes eran estos niños?, ¿cuáles eran sus nombres y cómo eran sus rostros?, ¿qué soñaban esa noche? Sus muertes son las grietas expuestas de una historia de violencia, racismo y desigualdad que se remonta a los desplazamientos y éxodos que los pueblos indígenas han sufrido desde la conquista y quizá también nos apunta hacia una realidad más compleja que se relaciona con el origen del Estado como institución reguladora de la vida humana. Pero antes de profundizar en esto, invoco a los fantasmas de este proceso, a los pueblos y personas que están destinadas a ser invisibles, pero que hoy y siempre se cruzan en nuestro camino para no irse y recordarnos que su injusta ausencia es el reflejo de una lucha inconclusa en el territorio chiapaneco: la lucha por la tierra, más que como un ideal, como la ilusión de una posibilidad para una vida digna.
Según la socióloga norteamericana Avery F. Gordon en su estudio de 1997 Ghostly Matters: Haunting and the Sociological Imagination: “La esencia, si se puede usar esa palabra, de un fantasma es que tiene una presencia real y exige su debida atención”. La autora trata de sugerir “que la obsesión y la aparición de fantasmas son una de las formas en las cuales se nos notifica que lo que se ha ocultado está muy vivo y presente, interfiriendo precisamente con las formas siempre incompletas de contención y represión dirigidas incesantemente hacia nosotros. La persecución de estos fantasmas es una experiencia aterradora. Y siempre registra el daño infligido o la pérdida sufrida por una violencia social hecha en el pasado o en el presente”. Es decir, que la violencia no es nunca un hecho natural, sino algo capaz de general grietas y heridas en el espíritu humano durante generaciones enteras.
Considero pertinente esta aproximación, pues es cercana al fenómeno de los desplazamientos y éxodos de la población indígena en Chiapas. ¿No son éstos los fantasmas de una conquista violenta y el resultado de siglos de opresión e injusticia?, ¿no es el resultado, también, del acaparamiento de las mejores tierras por caciques y empresarios agrícolas bajo el amparo del gobierno chiapaneco?
Yo tenía seis años el 1 de enero de 1994, cuando el movimiento zapatista se levantó en armas. Recuerdo que comprendía poco, sólo que se suspendieron las clases y que a pocos días del levantamiento las paredes de la escuela se coronaron con alambre de púas; es que “ellos” podrían llegar a la ciudad; “ellos” tomarían todo, abarcarían, reclamarían, “ellos” ya estaban cerca de la capital, justo en el puente que separa Chiapa de Corzo de Tuxtla Gutiérrez. Debíamos ir a los supermercados a comprar víveres, ¿pilas? ¿enlatados? Nadie sabía qué se debía acumular cuando se creía estar al borde de la guerra, y nosotros: los ladinos, “los chupadores del sol”, los kaxlanes, los que nunca hemos tenido que movernos, desplazarnos o temer, temíamos.
Un niño que pierde la vida a los pocos días de nacido en una noche gélida; un pueblo levantado en armas contra otro pueblo indígena; el éxodo de diversos pueblos originarios hacia la Selva Lacandona; el levantamiento del EZLN… ¿Qué conecta entonces todas estas historias?
Aislado geográficamente y ambiguamente mexicano, Chiapas tiene como una de sus características una intensa movilidad poblacional y una diversidad permanente en sus flujos migratorios, única por sus particularidades históricas, pero coherente con los procesos internos de un territorio que desde la Colonia se ha mantenido alejado del centro político del país, donde en el fondo de la ancestral injusticia yace el problema agrario y la tensión racial.
Sin embargo, el conflicto violento entre Chalchihuitán y Chenalhó por los límites territoriales entre ambos municipios no es único. En el vecino estado de Oaxaca, los pueblos de la Sierra Sur han estado envueltos en un clima de terror desde mediados de la década de los ochenta. Este fenómeno es consecuencia directa del procedimiento de dotación de tierra de la reforma agraria, la cual reconoció los títulos comunales que se expidieron en la época de la Colonia. Muchos de éstos enciman límites de propiedades, pues hubo errores técnicos en su medición y otras irregularidades que hoy se acentúan y han derivado en odio entre pueblos que comparten el mismo origen y lengua, en desplazamientos forzados y muerte.1
Éste en sí es un problema complejo, pero lo es aún más en Chiapas, donde el caciquismo ancestral y un reparto agrario que no modificó de forma radical la estructura económica, sino que pronunció las diferencias sociales, precedidas por la herencia colonial del racismo, ha generado constantes disputas y tensiones entre las mismas comunidades indígenas.
El fenómeno de lo que hoy llamamos “desplazamiento forzado” no es nuevo, es un síntoma de una estructura que oprime y encarna violencia en los cuerpos de los colonizados. Desde el inicio de la Colonia, los asentamientos indígenas rebeldes ubicados en la Selva Lacandona fueron paulatinamente evangelizados y concentrados por misioneros católicos en nuevos pueblos coloniales, donde los indígenas pudieran ser también monitoreados y fiscalizados por la autoridad española. Así se fundó la mayor parte de los municipios actuales de Chiapas, es decir, se ocuparon tierras con límites ambiguos, tomando territorios que muchas veces tenían dueños ancestrales. Estos movimientos forzosos fueron en sí un proyecto de creación de Estado.
Los indígenas “rebeldes” avecinados en la selva eran una amenaza latente para los nuevos pueblos habitados por españoles, mestizos e indígenas evangelizados; se les temía con justa razón, pues a lo largo de los primeros años de conquista los ataques violentos por parte de los indígenas de la selva eran comunes.2
Según el historiador Jan de Vos (1936-2011), los lacandones fueron particularmente renuentes a someterse al yugo de la “paz de Dios y del Rey”, ya que pese a los intentos de conquista lograban adentrarse en la selva y diluir sus núcleos de población, transitando a comunidades aisladas bajo el mando de dirigentes de bajo perfil. Debido a su bélica resistencia a ser subyugados fueron finalmente exterminados a finales del siglo XVII.
La selva que había sido su hogar y patria pronto se convertiría en el territorio anárquico de los indígenas que renegaban la religión católica y el yugo español. Así llegó un primer grupo de refugiados a la jungla inescrutable, que “venían del otro lado del Usumacinta, del Petén, de Tabasco, de Campeche, sin excluir la agregación continua pero esporádica de elementos rebeldes de los pueblos tsotsiles, tsentales, tojolabales y choles de los Altos de Chiapas. Constituían, pues, una mezcla curiosa de naciones, culturas, dialectos y creencias”;3 éstos serían posteriormente denominados “lacandones” sin tener un vínculo real con los pobladores originales del Lacam-Tun.
Así, por un lapso la Selva Lacandona fue únicamente el refugio de un crisol de indígenas paganos que continuamente mudaban sus asentamientos y que tenían poco impacto en el ambiente.
Esta situación prevaleció hasta que durante el gobierno de Porfirio Díaz se propició la extracción maderera en la selva. Lo anterior ocurrió como parte de una política que favorecía la venta de propiedad e inversión extranjera, amparados por la “Ley de deslinde y colonización de terrenos baldíos” publicada y reformada en 1883; “un año más tarde el gobierno de Díaz firmó un convenio con la compañía mexicana de colonización de San Francisco y le concedió 200 mil hectáreas en Chiapas para deslindar y vender”.4
Asimismo, la compañía inglesa Chiapas Land Colonization se encargó del deslinde de las tierras del estado y de igual forma se establecieron otras compañías deslindadoras en Chiapas, debido al incremento de la demanda causado porque la disponibilidad en las tierras de Guatemala había menguado. Desde 1822 hasta 1917, las maderas preciosas de la selva tales como la ceiba y la caoba, fueron explotadas por compañías tabasqueñas y extranjeras, generando grandes ingresos para las manos privadas. El daño ecológico provocado por la deforestación de la selva fue irreversible. Aunque la explotación maderera decayó después de la Revolución mexicana, la selva no pudo recuperarse, pues se propició la colonización y la dotación ejidal de la Selva Lacandona, lo cual trajo a migrantes provenientes de todo el estado y del país, convirtiendo de nuevo a la selva en un espacio de esperanza, esta vez para los campesinos sin tierra. Un nuevo sitio para comenzar la vida. Así ocurrió un nuevo éxodo de indígenas tsotsiles, tsentales y choles, que se refugiaron de la explotación en las fincas de las serranías chiapanecas, en busca de un mejor futuro. Con el tiempo, estas dos comunidades indígenas se repartieron la tierra y la nombraron (muchas veces con toponímicos bíblicos o con nombres que hacían alusión a sus lugares de origen como “Nueva Palestina”, “Nuevo Huixtlan” o “Nuevo San Juan Chamula”). Los recién llegados huían de la explotación en las fincas del Soconusco y de la precariedad de la vida en “Tierra Fría”, los Altos de Chiapas. “Pero por qué será que vinimos para acá? Pues a buscar dónde podemos comer un poco mejor. Es que en verdad teníamos dolor de pobreza”,5 relata uno de los actores de esta historia sobre la colonización de la selva.6 Sin embargo, “pronto el gobierno federal no sólo frenó el reparto agrario de la selva, sino que pretendió dar marcha atrás a lo que no sólo ya había emprendido sino incluso concluido”.7 En 1972, según el Diario Oficial de la Federación, el presidente Luis Echeverría expidió un decreto expropiatorio de 614,321 hectáreas de selva para beneficio de 66 familias lacandonas. Esta medida unilateral, realizada sin tomar en cuenta a las familias ejidatarias con títulos en regla, acentuó con justa razón el profundo descontento del campesinado con el gobierno estatal y federal. El proceso de reubicación y reacomodo poblacional no es exclusivo del desplazamiento de los campesinos asentados en la selva, intensificado durante los años sesenta y setenta; se trata de un síntoma del desprecio al cuerpo indígena y a su territorio como un derecho. El control del movimiento de las comunidades es en sí un proceso de regulación estatal. Como humanos agrupados en sociedades modernas, cedemos al Estado parte de nuestra libertad individual a cambio de protección. Éste es un pacto basado en la idea de reciprocidad. No obstante, de acuerdo con el historiador James Scott en El arte de no ser gobernado (2009), en tanto en América Latina como en Asia durante gran parte del siglo XVI hubo una forma de vivir fuera del control y la regulación de los reinos y de los Estados: existían zonas francas donde las poblaciones podían replegarse, reagruparse o diluirse si el trato con el Estado no era considerado favorable. En el mundo moderno, renovar o romper el pacto con las instituciones que nos regulan parece imposible. ¿Pero lo es en realidad? En la Primera Declaración de la Selva Lacandona el ejército zapatista decía “Basta” y vinculaba, acertadamente, su indignación a una lucha de más de 500 años, reclamando sobre todo la autonomía de sus territorios y sus recursos naturales. Al clamar por la tierra y la pertenencia a ésta existe una reapropiación del espacio, justo cuando retar y reestructurar nuestra relación con el Estado parecería imposible. Entonces, los que parecían fantasmas se convirtieron en presencias, símbolos y agentes de su libertad y movimiento. Son muchas las aristas que me gustaría abordar en este breve recuento de desplazamientos y éxodos de los pueblos indígenas en Chiapas, y son muchos los enfoques posibles, pero me interesa sobre todo subrayar el control del movimiento de las poblaciones indígenas como un ejercicio de violencia racial. Por lo demás, los conflictos internos causados por la distribución de la tierra aún son un tema por resolver. El propio movimiento zapatista generó desplazamientos forzados, y “los principales desplazamientos forzosos entre 1994 y 1998 estuvieron directamente relacionados con el conflicto armado derivado del alzamiento zapatista”.8 De la situación de incertidumbre se han aprovechado algunos partidos políticos y caciques regionales para intensificar tensiones sociales que devienen en divisiones entre los pueblos.
Rememoro, para concluir, mi última y única visita a Chalchihuitán. En el 2015, durante un viaje de trabajo a la zona, visité la iglesia monumental del pueblo. Dentro no había bancas y el humo de las velas había dejado manchas oscuras en las paredes. Ahí, en la penumbra, dos hombres armaban un arpa. Recuerdo experimentar un sentimiento de congoja: ahí había una grieta o quizás una herida, algo que no lograba entender, pero que me alcanzaba a tocar como una aparición.
Imagen de portada: Salvador Lutteroth, Chiapas, 1985. Archivo Centro de la Imagen. Fondo CMF.
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Josué Mario Villavicencio Rojas,“Tierra y violencia en la Sierra Sur de Oaxaca, México”, Historia y memoria, vol. 6, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, 2013, pp. 67-100. ↩
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Una rebelión significativa fue la “Rebelión Tzeltal” de 1712, que logró aglomerar a varios pueblos indígenas y evidenció el nivel de resentimiento hacia los opresores coloniales y sus aliados. ↩
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Jan de Vos, La paz de Dios y del Rey, la conquista de la Selva Lacandona (1525-1821), Fondo de Cultura Económica, México, 1980, p. 213. ↩
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D. Spencer, Berta Von Mentz, R. Pérez Montfort, et al., Los empresarios alemanes, el tercer Reich y la oposición de derecha a Cárdenas, 2 volúmenes, Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social, México, 1988, p. 67. ↩
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Ana María Garza, María Fernanda, et al., Voces de la historia: Nuevo San Juan Chamula, Nuevo Huixtán, Nuevo Matzam, Desarrollo Económico y Social de los Mexicanos Indígenas A. C. y Universidad Autónoma de Chiapas, San Cristóbal de Las Casas 1989, p. 25. ↩
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Las fincas de la región del Soconusco eran principalmente productoras de café; dado que el Soconusco no tenía la mano de obra necesaria para ese cultivo tan demandante, los empresarios agrícolas “enganchaban”, muchas veces con engaños, a trabajadores indígenas de los Altos de Chiapas. ↩
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Daniel Villafuerte, et al., La Tierra en Chiapas, viejos problemas nuevos, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, p. 40. ↩
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María Teresa del Riego y Marcos Arana Cedeño, Estudio sobre los desplazados por conflicto armado en Chiapas, UNESCO, FIODM y Programa conjunto por una cultura de paz, 2012, p. 17. ↩