Sánchez le pide a Rai que lo acompañe a la mata. Necesita de su fuerza, irá con los guardias a conseguir hojas para el doctor. Rai le pregunta cómo está:
—Más tranquilo, fue una verdadera pérdida de tiempo. Vos sabés cómo son las mujeres.
Rai ha visto a Yesenia a veces cabizbaja y otras de buen humor. Le ha dicho que no ha podido prestarle plata y que por lo pronto se quedará en Villa Rosa.
—Entonces, ¿venís o no?
—Por supuesto que voy, quiero ver animales.
—No creo que los veás —Sánchez se ríe—. Son cada vez menos y se alejan de nosotros, nos tienen miedo. Lo mismo los insectos, se ha perdido harta variedad: hubo un insectocalipsis y nadie se dio cuenta. Creemos que la selva avanza porque se mete en el laboratorio pero en realidad desaparece. ¿No viste cuán polvoriento y gris es el pueblo? La pasada Navidad la alcaldesa trajo árboles plásticos importados del Brasil para decorar las avenidas. Antes había unos toborochis imponentes pero los han ido talando.
Los guía Juan Gabriel Muri, un indígena pequeñito, mayor y ágil que vive en el asentamiento ilegal por la carretera, antes de llegar al pueblo. Se adentran en la mata con él. Fuma para espantar a los mosquitos. Es castañero y oficia de chamán en su comunidad. Chamán chantamán, susurra Rai, y Sánchez se molesta:
—El chamán es el equivalente del científico, del laboratorio de física. El cascabel del chamán es un acelerador de partículas.
Juan Gabriel habla rápido y para adentro, su español salpicado de portugués y palabras indígenas. A veces entra a la selva a ayunar y aprender. A los turistas que lo buscan solo les interesan las visiones, no el cambio. Si no ven nada se quejan y piden devolución. A veces vienen tocados de la cabeza, como ese canadiense que mató la semana pasada a una chamana shipiba en el Perú, quería tratamiento todos los días y se negaba a seguir sus instrucciones.
Sánchez les cuenta de su propia relación con la alita. Tenía un grupo de amigos dedicados al San Pedro en La Paz. Uno se fue de mochilero al Brasil. No supieron de él durante años hasta que les mandó las fotos del lugar donde vivía con una coreana, en una comunidad en el Acre. Les decía que había encontrado lo que buscaba y que abandonaran todo y se fueran con él. Sánchez le hizo caso. Vivió allá un tiempo, hasta que un día recibió un mandato de la plantita. Debía ayudar a que se difundiera en territorio boliviano.
—Así llegué a Villa Rosa. No me mata pero no quería irme lejos de mis irmãos. El pueblo es el centro de una guerra oscura. No hablo de los narcos y los madereros, eso es poca cosa. Hablo de la lucha entre el alto y el bajo astral. Potencias que se enfrentan y confluyen en Villa Rosa. Chamanes y brujos lanzándose hechizos. El aire cruje en el cruce de esas fuerzas. A ratos quisiera irme a un lugar descansado pero luego pienso que estoy haciendo una labor importante y eso me da paz.
Juan Gabriel habla de una telenovela de la que está enganchado, sobre robots que viven en una urbanización en San Pablo y quieren independizarse de los hombres. Rai trata de distraerse, pero lo cierto es que camina por la mata asustado, con la sensación de que aparecerá el Gigante. No tiene que hacer nada, su simple presencia incorpórea es suficiente para desestabilizarlo. A ratos siente que todo se desrealiza y las plantas que lo rodean son de cartónpiedra. El mundo pierde materialidad por culpa de la alita. A la vez, le permite ver más cosas en la inmensidad.
Olor a bosta de vaca (jumbacá, dice Sánchez). Atacan los mosquitos y de nada sirve el repelente. Click. Libélulas. Click. Una app le dice a Rai el tipo específico de libélula. Los monos pasan bailando por las copas de los árboles. Click. Rai saca las fotos en modo RAW: la realidad como es, llena de sombras y sin el brillo de los filtros. Al rato vuelve al modo estándar: la inteligencia artificial de la cámara se ha dado cuenta de la escasez de animales en la selva y llena las fotos de jaguares y serpientes. Su madre estará contenta.
—¿Qué monos son?
—Y qué sé yo, Rai, usá tus apps.
Se escuchan gruñidos y Sánchez dice taitetú. El barro les salpica los zapatos. A lo lejos resuena un reguetón. Árboles de troncos delgados y verticales que miden tres metros de diámetro, la corteza manchada de líquenes; el musgo cuelga de las ramas. Rai usa Seek —una app para identificar plantas— pero la pobre está inestable, confundida por tanta abundancia. Por entre las copas asoma el celeste desnublado del cielo. Eso no indica nada: puede que una tormenta caiga pronto. Protegidos en la sombra, se deslizan por un túnel húmedo; el olor a humedad se impregna al cuerpo. Los mosquitos atacan; Rai y Sánchez llevan en las muñecas una banda con olor cítrico para ahuyentarlos, pero igual proliferan las ronchas en la cara y los brazos.
Juan Gabriel los conduce a los pies de un castaño, el único de la zona. Un tronco de unos cuarenta metros, coronado por un penacho de ramas. Se persigna: en su comunidad creen que el mundo nació del ayuntamiento del sol con un árbol de castaño.
—Todos venimos de aquí, por eso nos alimentamos de él. A este árbol le quebré tres latas.
No es poco: cada lata carga dieciocho kilos. Hay frutos del castaño en el suelo, son como cocos. Juan Gabriel usa el machete con delicadeza, como si fuera una navaja, para abrir el coco y extraer las nueces. Les invita las nueces que ha sacado de uno. En el proceso de recolección a veces lo ayudan sus hijos. Su mujer utiliza la cáscara del coco para artesanías. Sus hermanos trabajan en el Beni, en enormes barracas —un solo propietario, grandes extensiones de terreno—, pero él prefiere estar aquí. Trabajó un tiempo de guía de castañeros y madereros, lo hizo voluntariamente pero a otros los engancharon y ahora están diseminados por la selva. Hay familias no contactadas en la mata, han preferido quedarse ahí. Dice que no supieron proteger el bosque. Los hombres que vinieron de las ciudades se llevaron todo por delante. Dejaron enfermedades, contaminaron las aguas.
—El jaguar ya no ronda por aquí. La palcachupa está desapareciendo, el tororí también. Las tortugas de nuestros ríos. A veces explotan los truenos y pienso que el cielo caerá sobre nuestras cabezas y será el fin de todo. Ni mi trabajo podrá hacer que el cielo vuelva a su lugar. Volverá a caer como en el principio. Porque la mata alguna vez ya fue el cielo. Ahora es un cielo fantasma.
Rai le pregunta cuántos quedan de su comunidad.
—No más de veinte en Villa Rosa. Ustedes recién se preocupan por el fin. Nosotros vivimos en el fin hace mucho. Somos expertos en el fin. Ay, ecología. Qué risa. Ay ay ay.
Cruzan un puente de tablones inquietos sobre un arroyo. Escuchan el ruido de un motor. Juan Gabriel apunta al cielo: es un dron. Sánchez explica que los narcos y madereros usan drones para evitar que la policía se inmiscuya con ellos.
—Por este camino podemos seguir. Pero si te metés un poco más adentro ya no respondo. Meses atrás una pareja de turistas apareció muerta por entrar a la selva sin guía.
Desanudan el silencio los trinos de los pájaros, ruidos roncos, silbidos. Croan las ranas. Un guardia mira su celular. ¿Le llegará la señal? Rai ha perdido la suya. Un hormiguero junto a la base talada de un tronco. Sánchez se pone en modo Wikipedia y dice que esas hormigas alimentan a los hongos diseminados entre las raíces de los árboles, pero que también los hongos alimentan a las hormigas y que la bacteria que vive en las hormigas ayuda a los hongos liberando agentes químicos que matan a otras especies invasoras del hongo. Para vivir en la mata no sirve la individualidad. Solo la colonia. Las alianzas. Las relaciones. Eso lo sabe la alita. Por eso la alita no dice nada que se esté inventando. Está transmitiendo el mensaje del bosque. Porque la alita escucha y mira a todas las bacterias, hongos e insectos con los que entra en relación. Rai lo escucha en silencio: ¿terminaré así de fanático en un par de meses?
Rai le pregunta cómo se llama una planta con una flor de color blanco hasta la mitad y luego rosada, los pétalos alargados, como si estuviera con los pelos parados de punta; Seek se ha quedado dando vueltas. No lo sabe.
—Los paisanos de esta zona tampoco saben mucho. Algunos árboles tienen dos o tres nombres, otros ninguno. Lo mismo las flores, los insectos, los pájaros. Un montón de especies desconocidas aparece de la noche a la mañana.
El follaje se espesa y asoma una pendiente inclinada, casi vertical, cubierta de maleza. Se hunden en un hueco por el que asoma el cielo: ese espacio contiene el mundo. Es como un lugar de sacrificios a dioses desconocidos de la selva. El temor deja de ser quieto y se convierte en angustia. No pasa nada, se dice Rai, estamos a plena luz del día.
Al salir del desnivel descubre que la selva ha desaparecido y solo queda la base de los troncos talados. El silencio se esparce como la niebla y toma el paisaje arruinado. Sánchez habla con el guía como si no hubiera ocurrido nada. Rai observa el movimiento de sus labios, pero de ellos no sale ninguna palabra que se pueda escuchar.
Las bases taladas de los árboles se convierten en caras amenazantes, dispuestas a saltar sobre Rai y llevarlo a su territorio perdido. Los troncos respiran como animales del bosque con ojos desorbitados y una sonrisa malévola.
Rai susurra una canción de cuna para consolarlos y consolarse.
La canción hace efecto y los árboles inician su reaparición, sus siluetas fantasmales esforzándose para volver a concretarse. Regresa el ruido de los pájaros y los monos, el desbarajuste de la maleza.
Por un rato, mientras siguen caminando, la selva aparece y desaparece ante sus ojos como si la realidad estuviera sufriendo nuevamente un glitch. Luego se estabiliza. Rai piensa en las palabras de Dunn: la realidad es una alucinación.
—¿Estás bien, Rai?
—Un poco cansado nada más. Me duele la cabeza. Mucha humedad.
Juan Gabriel alza la voz. Está hablando de los robots de la telenovela. Rai trata de recuperar la calma.
Llegan a un claro. Juan Gabriel señala un árbol de tallo delgado y leñoso y ramas encrespadas. Hojas en forma de óvalo, terminadas en punta. Rai es capaz de ver el detalle de cada hoja: un rostro indígena a través de los diferentes tonos claros y oscuros del verde. Y esa hoja, ese rostro, al sumarse a las demás hojas y rostros va configurando un enorme rostro indígena.
—Acérquense —susurra el árbol.
Un escalofrío recorre el cuerpo de Rai. Mira a Sánchez y al guía, ¿han escuchado? No hacen ningún gesto.
—Acérquense —vuelve a susurrar.
Se acercan.
Este fragmento forma parte de una novela inédita en proceso.
Imagen de portada:©Sofía Ortiz, Monstera, 2019. Cortesía de la artista