Recuerdo que a mi papá le gustaba “El cuervo” —el más famoso poema de Edgar Allan Poe—; destacaba la cuidadosa planeación de su estructura, la manera en que sus frases habían sido pensadas para crear el efecto sobrecogedor y al mismo tiempo emocionante que su lectura produce. Como entonces sólo estaba interesado en los cuentos del autor estadounidense, perdí la oportunidad de hablar con mi papá, que era un apasionado de la poesía, sobre los múltiples significados que “El cuervo” contiene. Ahora no tengo otro remedio que emprender su interpretación por mi cuenta, arriesgándome a quedar en la misma y profunda oscuridad que el protagonista sin nombre del poema. A lo largo de los años me ha intrigado la mención que el narrador de “El cuervo” hace de una misteriosa geografía: “la costa plutoniana de la noche”. En su diálogo con el ave, que entra por la ventana en plena tormenta y se posa sobre un busto de Palas Atenea, el personaje pregunta si hay consuelo por la pérdida de la difunta Lenora, a lo que el pájaro responde con su mítica frase: “Nevermore”. Después, el protagonista —en una súplica a este cuervo que parece saberlo todo aunque su vocabulario se reduzca a dos palabras— interroga si podrá abrazar a Lenora “en el remoto Edén”. El ave agorera grazna: “Nunca más”. Horrorizado, el personaje le pide a su “enemigo” que se marche. La respuesta la sabemos: la sombra del cuervo se queda atenazando por siempre el alma del protagonista, que no encuentra paz ni en sus libros ni en sus recuerdos. ¿Qué es, entonces, la costa plutoniana de la noche? Si nos atenemos a las referencias a la mitología clásica y bíblica que atraviesan el poema, podemos inferir que se trata de algo relacionado con el inframundo, pues Plutón es el dios romano de dicho lugar. “¿Hay bálsamo en Galaad?”, pregunta el atormentado narrador. Esta cuidad, mencionada en el Antiguo Testamento, que se ubicaba en el valle del Jordán, era famosa por sus pociones curativas. La respuesta negativa del pájaro reafirma la noción de que el personaje está atrapado en un sitio del que no puede escapar —un infierno o limbo que lo separa de su amada— y permite elaborar la siguiente hipótesis: en realidad Lenora está viva, y el protagonista muerto, habitando el inframundo, condenado a contemplar los ojos del cuervo, que tienen la apariencia “de un demonio que soñara”. Este lugar de sufrimiento mencionado en el poema sirve para enmarcar tanto la vida como la obra de Poe, relacionadas ambas de manera íntima con la noche. Son de sobra conocidos los detalles de la biografía de Edgar, que lo sitúan como el autor “maldito” por excelencia: su orfandad, las constantes penurias económicas, la enfermedad de su esposa Virginia, las frustraciones de su carrera literaria, su inclinación por los excesos (sobre todo con el alcohol) y su propia fragilidad tanto física como mental. Sin embargo, hay algunos episodios menos comentados que nos dejan ver a un Poe más real, más humano.
Edgar dibujaba: llegó a plasmar con carboncillo un retrato de su ídolo Lord Byron en el techo de la habitación que ocupaba en la Universidad de Charlottesville. Algunos de sus compañeros contaron que también las paredes de su cuarto estaban cubiertas con dibujos de figuras “caprichosas, fantasiosas y grotescas”. Años después, cuando vagaba por las calles de Nueva York a principios de la década de los cuarenta del siglo XIX, con su levita raída, en busca de un trabajo mejor remunerado, llegó a considerar seriamente abandonar la literatura y dedicarse a hacer litografías. Esta idea es comprensible en medio de su creciente desesperación: en los quince meses que habían transcurrido desde su llegada a Nueva York sólo consiguió publicar dos relatos, además de que la ciudad se encontraba sumida en su propia crisis económica, causada por el hundimiento de los mercados y el consecuente pánico bancario. ¿Perdimos a un ilustrador al estilo de James Ensor y ganamos al inventor del relato moderno de terror? Nunca lo sabremos. (Por cierto, el artista belga hizo en 1896 un aguafuerte basado en el cuento de “Hope Frog”.) Lo que es un hecho es que Poe prefería la poesía a la narrativa, pero se decantó por esta última porque podía vender cuentos a los periódicos. La pobreza no sólo acentuó su carácter sombrío y volátil: también definió el curso de su legado literario. Otra pasión de Edgar eran los acertijos; no fue gratuito que se convirtiera en el padre del relato detectivesco. Durante una época de su vida, en la que trabajó para un periódico de Filadelfia, se dedicó a responder los acertijos que los lectores enviaban a la redacción, además de proponer él mismo algunos juegos deductivos. Pero el episodio que mejor define esta obsesión fue cuando se propuso resolver el enigma del “Turco”: un autómata creado en 1769 por un noble húngaro, que viajaba por el mundo jugando partidas de ajedrez y derrotando a sus oponentes en exhibiciones que se volvieron tan populares como polémicas. Esta maravilla mecánica llegó a Richmond en 1835, lugar donde entonces vivía Poe, quien se sintió atraído por su misterioso funcionamiento. El maniquí, ataviado con un turbante, estaba sentado frente a un escritorio de madera; parecía moverse solo y meditar antes de coger las piezas para deslizarlas sobre el tablero. Edgar lo vio en un salón de exposiciones y escribió un artículo para la revista Southern Literary Messenger.
Es casi seguro que las operaciones del autómata estén reguladas por la inteligencia, y por ninguna otra cosa —reflexionó—. La única dificultad radica en determinar el modo en que interviene dicha inteligencia.
El empresario teatral Johann Maelzel, dueño y operario del Turco, iniciaba cada exhibición abriendo las puertas delanteras y traseras del escritorio para mostrar sus engranajes; luego acercaba una vela con la que iluminaba las entrañas del mueble: aparentemente nadie manipulaba al autómata. A pesar de eso, Poe sentenció, actuando como Auguste Dupin, el detective que crearía años después: “Una persona se oculta en el cajón cuando se muestra su interior”. Según su teoría, las dimensiones del escritorio eran mayores de lo habitual y resultaban suficientes para acomodar a una persona de tamaño medio. Mientras Maelzel hacía el truco de mostrar el complejo mecanismo del Turco, la persona oculta cambiaba de postura para no ser vista en el interior. El texto, que fue muy leído y comentado en su época, deja una postal imborrable, casi steampunk: la del genio de lo sobrenatural intentando oponer el pensamiento racional a un prodigio de su época. Han sido muy difundidos los excesos de Edgar, que abonaron a su negra reputación y provocaron que perdiera trabajos, amistades. Consumía alcohol y opio, entre otras cosas. El corazón le fallaba, y bebía para reanimarse, pero también para fugarse de su precaria realidad. Durante los momentos más álgidos de sus intoxicaciones tenía delirios, y las resacas le duraban días. Su hipersensibilidad y su carácter romántico, atormentado, lo hacían propenso a sumirse en prologados abismos, que él mismo buscaba. Es probable que sufriera una enfermedad nerviosa, aún no clasificada en aquel tiempo, y cuyo remedio se desconocía. De todas las cosas que lo afectaron, quizá la más significativa fue la de saberse incomprendido; no sólo respecto a su genio, adelantado a su época, sino también a sus estados de ánimo. Él mismo escribió, dolido: “Mis enemigos atribuyeron la locura a la bebida, en vez de atribuir la bebida a la locura”. Otra cuestión importante en su biografía, y en la consolidación de su personalidad e imaginario, radica en su crianza como “caballero del Sur”, en un momento en la historia de los Estados Unidos donde el régimen esclavista separó a la nación, pero a la vez incorporó un crisol de culturas e ideas supersticiosas entre los habitantes que convivían con la población negra. Julio Cortázar, traductor de sus cuentos completos, señaló:
Otros elementos sureños habrían de influir en su imaginación: la nodrizas negras, los criados esclavos, un folklore donde los aparecidos, los relatos sobre cementerios y cadáveres que deambulan en las selvas bastaron para organizarle un repertorio de lo sobrenatural.
Sin embargo, el país que le proporcionó la base de sus ideas, al mismo tiempo le subyugó el espíritu. Como escribió Charles Baudelaire,
los Estados Unidos no fueron para Poe sino una inmensa prisión, la cual recorría con el frenesí de un hombre nacido para respirar en un mundo más anormal.
Quizá por eso Dupin es francés, y los escenarios de sus pesquisas, las calles de París. A Poe le atraía más imaginar una oscura librería de la calle Montmartre, una decrépita y grotesca mansión abandonada “a causa de supersticiones” en una parte aislada y solitaria del Faubourg Saint-Germain, una larga y sucia calle en la vecindad del Palais Royal. Es justo en “Los crímenes de la calle Morgue”, el relato fundacional del género policiaco, donde Edgar pronuncia su credo respecto a la nocturnidad. El narrador anónimo dice sobre la misteriosa figura de Dupin:
Otra rareza de mi amigo (¿qué otro nombre darle?) consistía en amar la noche por la noche misma […] La negra divinidad no podía permanecer siempre con nosotros, pero nos era dado imitarla […] mientras buscábamos entre las luces y las sombras de la populosa ciudad esa infinidad de excitantes espirituales que puede proporcionar la observación silenciosa.
Para Poe la noche era el espacio donde la mente se liberaba de las ataduras de la razón, de la obligación de sensatez que imponían “las buenas costumbres” —esa otra forma de locura—. Edgar exploró los bajos fondos de las distintas ciudades en las que habitó; era común encontrarlo en antros, intoxicado y exaltado, recitando los versos producidos por alguna alucinación. Como señaló Armando Bazán, autor del prólogo al volumen de ensayos y textos periodísticos del escritor estadounidense:
el alcohol y otros excitantes fueron parte de su misma fuerza creadora; Edgar bebía para poner su sistema nervioso en contactos escalofriantes con la belleza, el misterio y la muerte, y poder recoger así los elementos de su creación artística.
Poe se entregaba con morbidez a la noche. Se sabe que visitaba de madrugada la tumba de Helen, su primer amor imposible, y quien murió, aquejada por una enfermedad mental, a los 31 años. El propio Edgar pareció recordar este episodio en los versos de “Annabel Lee”: “Y así, durante toda la noche yazgo tendido al lado de mi amada, mi vida y mi desposada, en aquel sepulcro junto al mar”. El poema aludía, también, al grave estado de salud de Virginia, que padecía tuberculosis. Otro ejemplo: durante el año que pasó en la Universidad de Charlottesville (1826), Poe se sumergió en el ambiente que imperaba en las habitaciones de los estudiantes una vez que anochecía: juegos de cartas, apuestas, prostitutas, alcohol. Además, los alumnos hacían motines, se batían en duelo y robaban cadáveres. No es difícil imaginar al cuentista involucrado en algunas de estas actividades, aunque sólo fuera como espectador. Es probable, también, que las experiencias vividas en Charlottesville influyeran en la consolidación de su imaginario. El día que abandonó la universidad, obligado por su padrastro ante las numerosas deudas de juego que acumuló, Poe rompió los muebles de su habitación y prendió la chimenea con ellos, en un performance tan elocuente como premonitorio: a partir de entonces la mayoría de sus actos estarían destinados a inmolar su propia suerte. “El corazón delator” es el texto que, en mi opinión, mejor ejemplifica la condición nocturna de la obra y la mente de Edgar.
Es cierto —comienza diciendo el narrador—, siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco?
En esta defensa inicial de su cordura, el protagonista argumenta que la enfermedad ha afinado sus sentidos, en lugar de destruirlos. Y que su oído es el más agudo de todos. “Oía todo lo que puede oírse en la Tierra y en el Cielo. Muchas cosas oí en el Infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces?” Tras esta confesión, el narrador continúa con una invitación imposible de rechazar: “Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia”. Como saben aquellos que han leído el relato, todos los días a las 12 de la noche, el protagonista visita a su vecino de habitación mientras éste duerme: un anciano con un ojo de buitre que lo vuelve repugnante. En la profundidad de la madrugada, el narrador abre la puerta del viejo, lo suficiente para que pase su cabeza, y después, con sumo cuidado y paciencia, enciende una linterna, permitiendo que un delgado haz ilumine el objeto de su obsesión. Está esperando a que el párpado se abra y aparezca el horror que lo repele y lo atrae al mismo tiempo… Difícilmente puede haber una metáfora más poderosa para referirse tanto al contador de historias truculentas como a quienes las escuchan: ambos se consagran, devotos y expectantes, al ritual más antiguo y extraño que existe: disfrutar del miedo. En su libro Cuaderno de faros, Jazmina Barrera escribe sobre un hotel en Newport, llamado Sylvia Beach Hotel, “el capricho de dos señoras obsesionadas con la literatura”. Una casona donde pululan los gatos, con una biblioteca en el ático y cuartos dedicados a autores célebres: Emily Dickinson, Walt Whitman y Jane Austen, entre otros. Cada habitación está decorada conforme a la época y los gustos de los autores homenajeados; las respectivas obras completas aguardan al visitante en los libreros. Aunque a Jazmina le hubiera gustado dormir en el cuarto consagrado a Virginia Woolf, le toca el de Edgar Allan Poe. Un cuervo disecado reposa sobre la mesilla de noche, y del techo, flotando de manera amenazante sobre la cama, cuelga un hacha. Jazmina toma un ejemplar para leer el poema más célebre de Edgar. Por la ventana se ve un faro. El último relato que escribió Poe, y que quedó inconcluso, era la historia de un farero… Demasiadas coincidencias, demasiado escenario. Estremecida por la experiencia, Jazmina pide que la cambien de cuarto. La entiendo, pues también soy propenso a la sugestión. “¿No les he dicho ya —pregunta el narrador de ‘El corazón delator’— que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos?” Hacia ese territorio nos conduce la literatura de Edgar, hacia ese lugar incierto que él habitó de manera permanente: la costa plutónica de la noche, donde no sabemos si perdimos la cordura y, sobre todo, si en verdad deseamos recuperarla.
Imagen de portada: William Heath Robinson, The Night’s Plutonian Shore, 1900. Metropolitan Museum Collection