Aunque su evolución ha situado al término moral en el ámbito secular, el concepto continúa marcado poderosamente por sus orígenes, que claramente se encuentran dentro de la cristiandad y, sobre todo, del protestantismo. Concebido como tal, lo político-moral esencialmente es protestantismo sin un Dios: obliga a sus devotos a creer en la perfectibilidad, la redención individual y un viaje sin fin hacia una ciudad brillante erigida sobre una colina —construida, en esta instancia, no por una deidad sino por la democracia—. Es una visión del mundo como una iglesia secular en la que todos los congregados ofrecen testimonio de sus viajes de autodescubrimiento. Esta visión tiene efectos profundos tanto en la ficción como en el cuerpo político. La ficción, por un lado, ha sido reinventada de manera que se vuelve una forma de dar testimonio y de mapear la carrera de la conciencia. De ese modo la sinceridad y la autenticidad se vuelven, tanto en la política como en la literatura, sus más grandes virtudes. No debe sorprendernos, por tanto, que uno de los grandes íconos literarios de nuestro tiempo, el novelista Karl Ove Knausgård, haya admitido públicamente estar “harto de la ficción”. En contra de la “falsedad” de la ficción, Knausgård ha “buscado escribir exclusivamente sobre su propia vida”. Esto no es, sin embargo, un proyecto nuevo: pertenece específicamente a la tradición de “llevar un diario y un examen de conciencia que fue un aspecto central de la religión puritana”. Este desnudamiento-del-alma secular es exactamente lo que se exige en un mundo-como-iglesia. Si la literatura se concibe como la expresión de la experiencia auténtica, entonces la ficción inevitablemente será vista como “falsa”. Pero reproducir el mundo como existe no tendría que ser el proyecto de la ficción; lo que la ficción —y por ello me refiero no sólo a la novela sino a la épica y al mito— hace posible es abordar el mundo de manera hipotética, concebirlo como si fuera de otra forma: en suma, el gran e irremplazable potencial de la ficción es que ayuda a imaginar posibilidades. E imaginar otras formas de existencia humana es exactamente el reto impuesto por la crisis climática: pues si hay algo que el calentamiento global ha dejado claro es que pensar en el mundo sólo en su estado presente abona la fórmula para un suicidio colectivo. En cambio, necesitamos imaginarlo como lo que podría ser. Pero como ocurre con todo lo extraño del Antropoceno, este reto aparece justo en el momento en que la ficción —la forma de imaginación mejor capacitada para responder a él— se orienta hacia una dirección radicalmente opuesta. Éstos son la paradoja y el precio a pagar por concebir la ficción y la política como aventuras morales individuales: negar la posibilidad misma. En cuanto a lo no humano, queda excluido por definición de una política que santifica la subjetividad y en la cual los reclamos políticos se hacen en primera persona. Consideren, por ejemplo, las historias originadas por preguntas como “¿Dónde estabas cuando cayó el Muro de Berlín?” o “¿Dónde estabas el 11 de septiembre?”. ¿Será posible preguntar, de la misma manera, “¿Dónde estabas cuando alcanzamos las 400 ppm [partes por millón]?” o “¿Dónde estabas cuando se quebró la barrera de hielo Larsen B?”? Para el cuerpo político, esta visión de la política como un viaje moral también ha creado una brecha creciente entre la esfera pública y el ámbito real de la gobernanza: la segunda está ahora controlada por organizaciones casi siempre invisibles guiadas por imperativos propios. Y en la medida en que la esfera pública se vuelve cada vez más performática, desde las campañas presidenciales hasta las peticiones en línea, se va atenuando su capacidad para influir en el ejercicio real del poder. Esto resultó evidente en la campaña previa a la guerra de Irak en 2003: me encontraba en Nueva York el 15 de febrero de ese año y me uní a una protesta antibélica masiva que serpenteó las avenidas del centro de Manhattan. Protestas similares se llevaron a cabo en otras seiscientas ciudades, en sesenta países alrededor del mundo: decenas de millones de personas participaron en ellas, convirtiéndolas posiblemente en el disenso público más grande de la historia. Sin embargo, incluso entonces había un sentimiento de desesperanza; sospecho que relativamente pocos creían que las marchas causarían un cambio en la política —y en efecto, no lo hicieron—. Entonces, como nunca antes, quedó claro que la habilidad de la esfera pública para influir sobre los sectores de seguridad y política se había erosionado drásticamente.
Desde entonces el proceso se ha acelerado: en muchas otras cuestiones, como la austeridad, la vigilancia, el combate con drones y demás, ahora sabemos que en Occidente los conflictos políticos ejercen una influencia muy limitada sobre el arte de gobernar —tanto así que incluso se ha sugerido que los “ciudadanos ya no esperan seriamente… que los políticos representen sus intereses ni implementen sus exigencias”—. Esta realidad política alterada podría ser, en parte, un efecto del dominio del petróleo en la economía mundial. Como ha mostrado Timothy Mitchell, el flujo del crudo es radicalmente distinto al movimiento del carbón. La naturaleza del carbón como material es tal, que su transportación crea múltiples cuellos de botella en los que los obreros organizados pueden ejercer presión sobre las corporaciones y los Estados. No es el caso del crudo, que fluye a través de oleoductos sin verse interrumpido por las concentraciones de los trabajadores. Ésta fue exactamente la razón por la que las élites políticas británicas y estadounidenses comenzaron a incentivar el uso de crudo por encima del carbón después de la Primera Guerra Mundial. Estos esfuerzos tuvieron un éxito muy superior al que se esperaba. Como instrumento de desempoderamiento el petróleo ha sido espectacularmente eficaz para sustraer el poder del alcance del pueblo. “No importa cuántas personas tomen las calles en marchas masivas”, escribe Roy Scranton, “no pueden manipular los flujos reales de poder porque no participan en la producción, sólo en el consumo”. Bajo estas circunstancias, una marcha o una protesta popular
es poco más que una orgía de emoción democrática, una feria callejera de temática activista, una analogía del mundo real para las campañas de etiquetas en Twitter: algo que te hace sentir bien, expresa que perteneces a un determinado grupo, pero en realidad está completamente separado de la legislación y la gobernanza.
En otras palabras, la esfera pública, en la que se desempeña la política, ha sido despojada de su capacidad para ejercer el poder: como la ficción, se ha convertido en un foro para el testimonio secular, un desnudamiento-del-alma en el mundo-como-iglesia. La política se practica ahora como un ejercicio de expresión personal. La cultura contemporánea en todos sus aspectos (incluyendo los fundamentalismos religiosos de casi cualquier tipo) está impregnada de esta forma de expresión, que en sí misma “es un resultado del papel del cristianismo protestante en la formación del mundo moderno”. No hay mejor vehículo para este discurso que internet, que pone a disposición instantánea múltiples medios de auto-publicación a través de redes sociales. Y en la medida en que los tuits, las entradas y los videos dan la vuelta al mundo, generan opiniones contrarias en una dinámica que rápidamente se transforma en una doble hélice de negación. Ya en los sesenta Guy Debord había argumentado en su libro seminal La sociedad del espectáculo:
Toda la vida de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación.1
La manera en que se desenvuelven los encuentros políticos a través de las redes sociales confirma esta tesis, propuesta mucho antes de que internet se volviera una parte tan grande de nuestras vidas:
El espectáculo no se identifica con el simple mirar, ni siquiera combinando con el escuchar. Es lo que escapa a la actividad de los hombres, a la reconsideración y a la corrección de sus obras. Es lo opuesto al diálogo. Allí donde hay representación independiente, el espectáculo se reconstituye.
El resultado neto es una sociedad civil paralizada, con el ejercicio real de poder relegado al complejo entramado de corporaciones e instituciones gubernamentales que ahora se conocen como el “Estado profundo”. Desde el punto de vista de las corporaciones y otras entidades de la élite, un público paralizado es, por supuesto, el resultado óptimo; ésta, sin duda, es la razón por la que siempre aspiran a ello: el financiamiento del “negacionismo del cambio climático” en los Estados Unidos y otros lugares, por corporaciones como Exxon —que conoce desde hace mucho las consecuencias de las emisiones de carbono— es un ejemplo perfecto de esto.
En efecto, los países occidentales ahora son en muchos sentidos “espacios post-políticos”, administrados por aparatos de distintos tipos. Para muchos, esto provoca una inquietante sensación de pérdida que se manifiesta en un deseo aún más desesperado por recuperar una participación genuina en la política. De ahí, en gran medida, la fuerza que anima a figuras tan disímiles como Jeremy Corbyn y Bernie Sanders, por un lado, y Donald Trump, por otro. Pero el colapso de las alternativas políticas, el desempoderamiento que va de la mano y la intrusión creciente del mercado, también han producido respuestas de otro tipo —formas nihilistas de extremismo que emplean formas de violencia espectacular—. Esto también ha adquirido una vida propia.
Aunque el tema del cambio climático pinta un panorama sombrío, algunos de sus rasgos sobresalen como signos de esperanza: un sentido de urgencia creciente en los gobiernos y en la sociedad; la aparición de soluciones sensatas de energía alternativa; la proliferación del activismo alrededor del mundo; e incluso algunas victorias puntuales para los movimientos ecologistas. Pero el acontecimiento más prometedor, en mi opinión, es el papel preponderante que han tomado los grupos y líderes religiosos en la política del cambio climático. El Papa Francisco es, sin duda, el ejemplo más destacado, pero otros grupos hindúes, musulmanes, budistas y de otras congregaciones también han manifestado su preocupación.
Considero que esto es un signo de esperanza pues cada vez me queda más claro que las estructuras políticas formales de nuestro tiempo no son capaces de confrontar esta crisis por sí solas. La razón es simple: el pilar sobre el que se sostienen estas estructuras es el Estado-nación y es parte inherente de su naturaleza defender los intereses de un grupo particular de personas. Resulta tan poderoso este imperativo que incluso agrupaciones transnacionales de Estados-nación, como las Naciones Unidas, no son capaces de sobreponerse a él. Esto se debe en parte, por supuesto, a conflictos de poder y a rivalidades geopolíticas. Pero también es posible que el cambio climático represente, por su naturaleza, un problema irresoluble para las naciones modernas desde de su misión biopolítica y las prácticas de gobierno asociadas con ella. Me gustaría creer que una gran intensificación de los movimientos de protesta secular alrededor del mundo podría sacarnos de este punto muerto y propiciar cambios fundamentales. El problema, sin embargo, es el tiempo. El cambio climático es un problema “retorcido” pues, entre otros factores, el horizonte temporal en el cual se pueden tomar medidas eficaces es muy angosto: cada año que transcurre sin una reducción drástica en emisiones mundiales vuelve más innegable la catástrofe. Es difícil dilucidar cómo los movimientos populares de protesta podrían ganar suficiente ímpetu en un horizonte temporal tan reducido: tales movimientos suelen tomar años e incluso décadas en fraguarse. Y hacerlo en la situación actual será incluso más difícil pues los aparatos de seguridad alrededor del mundo se han preparado a fondo para hacer frente al activismo. Comunidades y organizaciones masivas ya existentes tendrán que estar a la vanguardia de la lucha si se busca lograr un avance significativo y prevenir el escrutinio y la corporativización en materia de cambio climático. Y de dichas organizaciones, aquellas con afiliaciones religiosas poseen la habilidad de movilizar a más gente que cualquier otra. Asimismo, las cosmologías religiosas no están sujetas a las limitaciones que han hecho el cambio climático un reto tan grande para nuestras instituciones de gobierno actuales: trascienden a los Estados-nación y todas ellas reconocen responsabilidades intergeneracionales y a largo plazo; no se guían por una lógica economicista y por lo tanto son capaces de concebir cambios no-lineales (catástrofes, en otras palabras) en formas que quizá no son imaginables para los razonamientos de los Estados-nación contemporáneos. Finalmente, es imposible encontrar cualquier salida de esta crisis sin aceptar nuestros límites y limitaciones y, a mi parecer, esto a su vez se relaciona íntimamente con la idea de lo sagrado, como quiera que uno lo entienda. Si las agrupaciones religiosas alrededor del mundo aunaran fuerzas con los movimientos populares, esto bien podría proporcionar el impulso necesario para que el mundo reduzca drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero sin sacrificar criterios de equidad. Los activistas del cambio climático ya comenzaron a moverse en esta dirección y esto, para mí, es otra señal de esperanza. El horizonte temporal cada vez más corto de la crisis climática podría volverse una fuente de esperanza en por lo menos un sentido. A lo largo de las últimas décadas, el arco de la Gran Aceleración ha sido del todo consonante con la trayectoria de la modernidad: ha llevado a la destrucción de comunidades, a una individualización y anomia aún mayores, a la industrialización de la agricultura y a la centralización de los sistemas de distribución. Al mismo tiempo ha fortalecido el dualismo mente-cuerpo hasta producir la ilusión, difundida vigorosamente en el ciberespacio, de que los humanos se han liberado de sus circunstancias materiales y se han convertido en personalidades flotantes “disociadas del cuerpo”. El efecto acumulativo es la extinción de formas de conocimiento ancestral, habilidades materiales, arte y otros lazos de comunidad que podrían auxiliar a la vasta población del mundo, en especial a aquellas personas aún sujetas a la tierra, conforme se intensifican los efectos del cambio climático. La velocidad misma con la cual avanza la crisis podría ser el factor que preserve algunos de estos recursos. La lucha por el cambio sin duda será difícil y ardua y, sin importar lo que logre, ya es demasiado tarde para evitar algunas alteraciones graves del clima global. Pero me gustaría creer que de esta lucha nacerá una generación que podrá mirar el mundo con mayor claridad que la que le precede; que podrá trascender el aislamiento en el cual la humanidad se recluyó en la era de su desvarío; que redescubrirá la hermandad con otros seres y que esta revelación, a la vez nueva y antigua, se expresará en renovadas formas de arte y literatura.
Tomado de The Great Derangement, The University of Chicago Press, Chicago, 2016. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: La barrera de hielo Larsen B, 2002. Fotografía de MODIS y NASA’s Earth Observatory.
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Las traducciones de este libro fueron tomadas de la versión hecha por Maldeojo para el Archivo Situacionalista Hispano de 1998. [N. de la E.] ↩