panóptico Fiesta DIC.2021

Entrevista con Fernanda Trías

Escapar del encierro a través de la memoria

Mario Alberto Medrano

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La experiencia de lectura de Mugre Rosa (Random House, 2021), la nueva novela de Fernanda Trías (Montevideo, 1976), no es la misma después del COVID-19. La obra crea una neblinosa ciudad donde los personajes se encuentran aislados por el temor del afuera, de la mugre rosa, esa plaga misteriosa que infecta y mata a las personas, aunque el adentro tampoco los mantiene a salvo. La protagonista, Mauro (un pequeño niño afectado por el síndrome Prader-Willi), Maxi (la pareja de la protagonista) y la madre de esta (con quien los constantes conflictos harán de la maternidad otro de los ángulos más visibles en la obra) son la geometría de esta ciudad y sus rincones.

La azotea me parecía una novela sobre la paternidad. Ahora, Mugre rosa es una novela sobre los múltiples rostros de la maternidad. Háblame de ello.

Totalmente. En algún momento, sentí la necesidad de trabajar el tema de la madre, pues como bien decís, La azotea es la novela del padre. Incluso, en algunos cuentos de No soñarás flores vuelvo sobre el tema de la paternidad. Y en La ciudad invencible también está el padre. Me sentía en deuda con el tema de la maternidad, yo sabía que le estaba sacando el cuerpo porque no tenía bien claro el ángulo. Ahora recuerdo que una de las primeras cosas que escribí, pero muchísimo antes de La azotea, cuando recién comenzaba a escribir en serio, era una novela que trataba sobre el vínculo conflictivo entre una adolescente y su madre. Entonces sé que siempre estuvo rondando el tema por mi cabeza. Ya estaba avanzada en la escritura de Mugre rosa cuando me dije uy, esta es la novela de la madre que no había escrito, solo que no trataba únicamente de la madre biológica, sino de las maternidades abordadas desde distintos ángulos: el biológico, el de la maternidad forzosa y la que se elige. Me parece que el tema da para mucho, se puede ver desde distintos lugares. Al escribir Mugre rosa ya tenía una cierta edad, ya había vivido y visto lo suficiente como para aportar desde mi propia experiencia. De hija, no como madre, pues soy una mujer que eligió no tener hijos: nunca he querido tenerlos y nunca cambié de opinión, y ese es un ángulo muy distinto de lo que actualmente se está escribiendo sobre la maternidad.

Como en tus obras anteriores, Mugre rosa se instala en lo insólito, aunque añades atmósferas relacionadas a la pandemia. Pero se ha hablado, por ejemplo, de “ecoterror”.

Yo quería que el lector se metiera en ese mundo y que experimentara una extrañeza, que sintiera muy parecido, pero distinto [al COVID-19]. Yo no quería hacer ciencia ficción pero sí crear un mundo disociado de la realidad. Lo del “ecoterror” fue algo que me comentaron después, y no me pareció mal. Siempre me interesa que las lecturas de los otros me abran perspectivas distintas para ver lo que yo escribí.

¿En Mugre rosa el cuerpo es un territorio conquistado o por conquistar?

El cuerpo puro está condensado en el personaje de Mauro porque es únicamente afectividad física, es algo que la protagonista dice claramente. Las personas racionales tendemos a relacionarnos desde el intelecto, trabajando con el lenguaje; creemos que conectar es hacerlo mentalmente. La protagonista, que se vincula con los demás de esa forma, dice sentirse desarmada frente a Mauro. Él, al ser incapaz de sostener, por ejemplo, una conversación profunda, la expone en su vulnerabilidad.

Tus personajes se ven sitiados, dentro de sí mismos y dentro de un espacio físico reducido, entre cuatro paredes. ¿Esta experiencia de aislamiento es un sello de tu literatura?

El encierro de la protagonista con Mauro me permitía explorar la sensación de claustrofobia pero también al eliminar el afuera, que siempre está dándote estímulos y distrayéndote, la obliga a ir hacia adentro y hacia atrás: hacia la memoria. Ella escapa del encierro a través del recuerdo, la memoria tiene un lugar primordial en Mugre rosa.

Rosalía Banet, _Altares y ofrendas: exceso_, 2018. Cortesía de la artista Rosalía Banet, Altares y ofrendas: exceso, 2018. Cortesía de la artista

Evidentemente, a mí me gustan los espacios cerrados porque generan intimidad y tensión, algo teatral que no surge desde lo artificial; es en ese potencial para concentrarse en las tensiones íntimas que ocurre un diálogo. Todo se está jugando en lo que se dicen y lo que no se dicen los personajes, en los gestos —es decir: todas aquellas cosas que se hablan con el cuerpo—, en los silencios incómodos que se extienden.

Hablas de Mauro como un personaje primitivo, como pura emoción. Cuéntame cómo fue la investigación del síndrome de Prader-Willi y qué descubriste de un ser como él.

Le tengo mucho cariño al personaje de Mauro. Primero, investigué el síndrome con una aproximación puramente médica, pues yo quería entender qué es lo que genera todo esto. En un segundo momento investigué las implicaciones del síndrome: que no solo son el hambre y la voracidad constante, sino un montón de otras cosas, incluido el desarrollo del lenguaje, la falta de tono muscular, el infradesarrollo de testículos y conductas que se acercan al espectro autista. Me puse a indagar más en el lado humano, personal; busqué testimonios de familias que tenían hijos con el síndrome para saber cómo interactuaban en la vida diaria, qué problemas les traía a los padres o cuidadores. Vi documentales sobre eso. Algunas personas con el síndrome de Prader-Willi no llegan a la adultez y entonces vi cómo hablaban y pensaban, comprobé que era muy simple su forma de comunicarse, muy básica. Luego de tener todo eso, lo dejé en la cabeza y comencé a elaborar el lenguaje de Mauro. Al no poder construirlo, se acotó bastante lo que se podía hacer para que interactuara con otros, había mucho que trabajar. También quería abordar cómo en sociedad miramos el cuerpo ajeno, cómo lo solemos tratar, y el nerviosismo que nos genera no saber relacionarnos con el cuerpo enfermo.

Mugre rosa es un círculo, un eterno retorno. Repites, como un anclaje, la misma frase: “Esto ocurrió antes de que…”. ¿Por qué?

Tiene que ver con cómo se mide el tiempo en una catástrofe, antes y después de Cristo, o como ahora: antes o después de la pandemia. Todo mundo dice prepandemia o postpandemia, son cosas que marcan el tiempo y son las referencias de quienes hemos vivido durante esta época. En la novela, aunque aún no conocía la pandemia en ese momento, pensé que todo debía medirse en torno a las señales de una catástrofe que todavía no se terminaba de entender pero ya se veía: esas comienzan a ser las referencias. Ya no importa si es verano o invierno, pues la nube ha provocado que siempre haga el mismo clima, tapa el sol; hace frío a diario y hay viento. Entonces, ¿cómo logras demostrar en la novela el paso del tiempo si no hay estaciones, si no importa si es martes o viernes, si siempre es lo mismo, si todo gira sobre lo mismo? Antes de los peces o después de los peces, fue antes de los pájaros o después de ellos, fue antes de la evacuación o después; todo esto va siendo punto de referencia para los personajes.

Háblame de los umbrales que anteceden cada capítulo, ¿qué son para ti?

Los pensaba como nubes que daban un respiro al lector antes de que volviera a sumergirse en la atmósfera opresiva de la novela, como quien saca la cabeza del agua para volver a hundirse en el mar. Pero los pensaba así por la atmósfera de neblina que predomina en la narración. Si se les analiza con detenimiento, que estos umbrales sean poemas o diálogos hace que se vean como si estuvieran flotando en la página con todo el blanco alrededor, y esa idea de flotar tiene que ver con la atmósfera de la nube, de la neblina. Por otro lado, quería que se sintieran como murmullos, quizá como voces que están en la cabeza de alguien, y no nos queda claro si son recuerdos o parte de la ficción, la fantasía.

Mugre rosa es otra muestra de que tu narrativa colinda con la poesía.

Considero que la poesía no se puede separar de la narrativa, es decir: yo quiero que mi prosa tenga una poesía, desde las imágenes hasta la musicalidad, y para mí es indispensable. También me gusta que esté presente en lo que leo. Tengo una cabeza de narradora, entonces trato de que influya la poesía, quiero que me influya porque me encanta. Si no he explorado este género antes es porque lo respeto demasiado.

¿Mientras escribías este libro, que otros te fueron alimentando?

Libros médicos y científicos para imaginar cómo se va formando la mugre rosa, videos, fotos que me provocaban emociones, por ejemplo las de la artista española Rosalía Banet, quien trabaja con los temas de la industria alimenticia y el cuerpo. Ella tiene una especie de altar donde hay patas de jamón, frituras, fruta, algo barroco. Fue increíble la conexión con esta artista, sus imágenes me ayudaron. También revisité clásicos literarios como La carretera de Cormac McCarthy, que a mí me fascina porque es casi formativo, pero la experiencia de lectura es muy tediosa, me sirvió para volver a pensar sobre cómo construir diversas texturas, que en mi caso eran lo luminoso, la niebla, los contornos borroneados, el gris. Leí El cuento de la criada de Margaret Atwood, El limonero real de Juan José Saer, porque es el tiempo detenido, esa cosa tan sensorial, que me fascina, y leí mucha poesía, a Jorge Eduardo Eielson y a Jaime Sáenz, de quien utilicé un verso como epígrafe.

Imagen de portada: Fernanda Trías, 2020. Fotografía de Fernanda Montoro. Cortesía de la artista