Los cachalotes, el carbón y los muertos
Producir energía siempre ha sido más o menos desastroso, tanto en lo social como en lo ambiental. Siempre se han necesitado grandes cantidades de recursos naturales para hacerlo y no siempre se los ha obtenido de la mejor manera. Además, se trata de actividades que siempre han estado marcadas por una lacerante desigualdad. Por el lado del consumo, Charles Dickens lo resumió en su Historia de dos ciudades explicando que quien caminaba por el Paris del siglo XVIII lo hacía bajo “lámparas colgantes que bailaban siempre con más brillo en las mejores calles, y siempre más tenues en las peores”.1 La situación sigue siendo muy parecida en todo el planeta, aunque en otra escala. El Atlas de la energía de la Agencia Internacional de Energía muestra cómo, a excepción de los países de la península arábiga y del sultanato de Brunéi, los países con mayor consumo per cápita son también los más ricos. Cuando se mira de cerca lo que ocurre en cada nación la imagen se reproduce, pero a escala. En México, por ejemplo, el consumo de energía —sea en forma de gasolina, de electricidad para el hogar o cualquier otra— está directamente relacionado con el ingreso,2 y la pobreza energética está directamente vinculada con la pobreza de otras dimensiones y, en ciertas variables, con la ruralidad.3 Con todo, las desigualdades más lacerantes en torno a la energía se dan entre quienes tienen que extraer las materias primas para producirla y quienes caminan bajo las lámparas que bailan con mucho brillo. Hay pocos casos que ilustren tan bien la cuota altísima que en hombres y en biodiversidad se cobra esa industria como el de las velas de espermaceti y el del carbón de las minas. Durante siglos, las velas que iluminaron hogares, calles y templos estuvieron hechas de brea, de grasa de animales o —en el colmo de los lujos— de cera de abejas. No fue sino hasta mediados del siglo XVIII que un judío sefardí portugués emigrado a Estados Unidos de nombre Jacob Rodriguez Rivera y un señor de Massachussets de apellido Crabb empezaron a vender como producto de máximo lujo velas hechas con espermaceti de cachalote, que brillaban con más claridad, por más tiempo y sin oler mal. La rama industrial que desarrollaron aumentó en 15 por ciento, aproximadamente, el valor de la caza de los cetáceos en cuestión, y llegó a tal extremo que su población —se calcula que superaba el millón de individuos en el siglo XVII— no alcanza hoy a 400 mil ejemplares.4 Matar cachalotes y obtener su espermaceti costó millares de muertos a las tripulaciones de los barcos cazadores. Herman Melville dejó buena constancia de las fatalidades laborales que provocaba la caza de esas ballenas —un tipo muy particular de animal, decía él—, con una frente como un firmamento en el que estaba inscrito “el fin de botes, y barcos, y hombres”. “¡Por el amor de Dios! —rogaba en Moby Dick— ¡Sea comedido con sus lámparas y sus velas! Con cada galón [de espermaceti] que queme, ya hubo al menos una gota de sangre de un hombre que se derramó por él”.5
También muy sangrienta, pero peor y con un volumen muchísimo mayor que dura hasta nuestros días, ha sido la extracción de carbón mineral. El carbón es la materia prima que prendió las calderas de la Revolución Industrial, y hasta hoy se usa para producir electricidad a gran escala. Su extracción es enormemente dañina para el medioambiente pues, como explica la Agencia de Información de Energía de Estados Unidos, gran parte de ella —sino es que el grueso— se hace en minas a cielo abierto en las que todo lo que hay sobre el suelo es, sencillamente, removido.6 En su lugar no queda más que un paisaje lunar en el que no volverá a crecer ya nada nunca. Entre éste y otros tipos de minería que consisten más bien en horadar la tierra que en simplemente removerla, el carbón ha cobrado las vidas de miles. En España, por ejemplo, desde hace al menos un siglo se hacen versiones de un canto a santa Bárbara Bendita, patrona de los mineros, para adaptarla a cada nuevo desastre y para llorar cada nueva muerte bajo la tierra:
Traigo la camisa roja con sangre de un compañero, mira; mira, Maruxina, mira: ¡mira cómo vengo!
De aquel lado del Atlántico el panorama ha mejorado en los últimos años y, de hecho, la producción de carbón ha disminuido enormemente. En México, en cambio, la situación sigue siendo grave y la producción, aunque ha bajado recientemente, sigue siendo alta. Una tragedia ilustra el drama que rodea la extracción de ese mineral: el desastre de Pasta de Conchos. Se trata del último de una historia centenaria de accidentes terribles; ocurrió en febrero de 2006, en la mina de Pasta de Conchos, en Coahuila, cuando se colapsó una galería y provocó la muerte de 65 mineros que quedaron ahí atrapados. Para bañar de burla el dolor, Grupo México, empresa propietaria de la mina, se negó a rescatar todos los cuerpos contradiciendo casi todas las opiniones técnicas al respecto. En un informe sobre los hechos publicado hace un par de años, Elvira Martínez Espinoza y los investigadores que trabajaron con ella lamentaban que en nuestro país las muertes de los mineros se pinten como un heroico sacrificio que nos permite a todos tener electricidad y energía, lo que da cierta legitimidad a la precariedad y exime de responsabilidades a las empresas. Indignados, Martínez Espinosa y sus compañeros señalan que, en el elogio de los carboneros y de la industria, “no caben ni se apunta a las empresas, por cuya negligencia sacrifican la vida de sus trabajadores, de las esposas y madres, como si necesitaran o desearan sacrificarse, o sacrificar a sus hijos o esposos”.7 En ese elogio tampoco cabe el hecho de que el uso del carbón para producir energía haya llevado al mundo al borde del colapso ambiental.
El viento, el agua, el sol y el mundo ajeno
De una u otra forma, al quemar carbón y petróleo lo que se hace es liberar energía solar que las plantas de un pantano o de algún otro humedal acumularon hace millones de años gracias a la fotosíntesis, y cuando se acumularon en el fondo, protegidas por el agua, fueron descomponiéndose hasta tomar la forma que vemos hoy —por eso se les llama combustibles fósiles—. El problema es que, al quemarlos y liberar esa energía solar acumulada, se lanzan a la atmósfera miles de millones de toneladas de gases que atrapan el calor en la tierra, como en un invernadero, y que alteran las temperaturas del planeta, rompiendo el muy frágil equilibrio que permite la vida. La consecuencia de ello es la crisis climática que atravesamos hoy en día, la que provoca incendios como los que este año se viven en Australia, hace que los mares se acidifiquen y los corales mueran, provoca que los bosques de pino se plaguen y que suba el nivel del mar hasta ahogar las ciudades costeras. La solución a lo anterior es, en principio, muy clara, aunque llevarla a cabo es muy difícil: hay que dejar de usar combustibles fósiles y cambiar nuestras fuentes de energía. Una forma de lograrlo ha sido construir enormes hileras de molinos de viento que convierten la fuerza de los aires en electricidad. Otra es hacer granjas solares en las que se instalan miles de paneles que hacen lo mismo, pero con la luz del sol, tal como haría una planta, y como hicieron esos vegetales que luego se convirtieron en carbón, pero sin intermediarios ni gases de efecto invernadero. Una alternativa más, muy socorrida, son las grandes presas hidroeléctricas, que usan la fuerza de los ríos para mover descomunales turbinas y generar energía eléctrica. Esto, sin embargo, también tiene graves costos sociales y ambientales. En México hemos visto cómo las presas hidroeléctricas, al cortar el libre flujo de los ríos, reducen enormemente el caudal de vida que los animaba. Eso no solamente supone una pérdida de biodiversidad irreparable, sino que abona a la vulnerabilidad social de quienes viven río arriba. Quien visite las montañas de la cuenca del Grijalva, por ejemplo, verá cómo se perdió una fuente importantísima de proteína y una vasta riqueza gastronómica cuando, al represarse la cuenca, desaparecieron peces y cangrejos de ríos y arroyos. Además, esas presas ocupan un espacio enorme que de otra forma estaría lleno de vida, y que ahora está cubierto de agua inerte. Las presas y las grandes granjas eólicas y solares, además, requieren el desplazamiento de todas las personas que ocupan ese territorio que ahora será inundado o se llenará de nueva maquinaria. Arundhati Roy ha contado una y otra vez cómo en India esos miles de desplazados, que ha dejado la fiebre de las presas que padece el país desde mediados del siglo XX, se han topado con que perdieron una vida y la alternativa que les prometieron en las ciudades no llegó nunca:
Se les prometió que el desplazamiento de su tierra y la expropiación de todo lo que tenían era parte de la generación de empleos, pero ahora sabemos que la conexión entre el PIB y los empleos era un mito.8
Evitar que eso ocurra en México ha sido una batalla larga, onerosa para las comunidades y dolorosa para casi todos en las regiones afectadas, que casi nunca se ha ganado. Muy recientemente, el campo de los combates ha sido el istmo de Tehuantepec, una de las zonas del planeta en las que más energía se puede producir aprovechando el viento. En gran medida, según un estudio comprehensivo de los conflictos en la región en torno a la energía eólica, lo que ha ocurrido es que los proyectos que se han llevado a cabo han estado regidos por “un marco regulatorio insuficiente, sin mediadores institucionales y sin instrumentos suficientes para promover un reparto justo de los beneficios”. Eso ha llevado a un “aumento de las desigualdades y ha promovido conflictos sociales en la región”.9
Es como si por todo el mundo se repitiera con la energía la lección que los personajes de Ciro Alegría aprendieron del pleito por la tierra en el Perú de hace ochenta años. En el pasaje que da título a su novela El mundo es ancho y ajeno, uno de los protagonistas advierte a sus compañeros, a los que los poderosos quieren dejar sin nada: “Los que mandan se justificarán diciendo: ‘Váyanse a otra parte, el mundo es ancho’”, pero, advierte: “Yo conozco el mundo ancho donde nosotros, los pobres, solemos vivir. Y yo les digo con toda verdá que pa nosotros, los pobres, el mundo es ancho pero ajeno”.10
Lo pequeño, lo colectivo y el futuro
Desde hace al menos un cuarto de milenio y hasta nuestros días, el consumo y la generación de energía han estado marcados por una honda desigualdad, por la que siempre hay algunos que consumen más de lo que les tocaría, y otros que pagan un precio demasiado alto en el proceso. Ahora que la crisis climática nos obliga a replantear de fondo de dónde obtenemos la energía que necesitamos y cómo haremos para usarla y producirla, se abre también una oportunidad para identificar quiénes mandan y quiénes se benefician en esos procesos. En el corazón de esa transformación deberá estar la propiedad de la energía y de sus fuentes. Hasta ahora, el grueso de la energía del planeta ha estado en manos de unas pocas corporaciones gigantescas o de enormes empresas paraestatales, como nuestra Comisión Federal de Electricidad. Esto ha permitido —y en cierta forma, ha requerido— que la generación se haga a partir de operaciones de una escala enorme, que requieren inversiones igualmente grandes y, claro, generan dividendos impresionantes que acaban en pocas manos. Ahora lo que hay que hacer es poner el esquema de cabeza. Donde hay un paradigma centrado en las enormes escalas, habrá que imponer uno marcado por lo pequeño y lo descentralizado. Donde hay unos pocos dueños que se quedan la parte del león, habrá que construir una propiedad comunitaria o una red de pequeños propietarios. Donde el negocio depende de destruir el entorno, habrá que instalar y desarrollar tecnologías que ayuden a conservarlo y restaurarlo. Quizás así salvar el planeta nos permita reinventarnos y lograr que las farolas de las calles brillen igual para todos.
Imagen de portada: Mina a cielo abierto. Fotografía de Ricardo Liberato, 2007.
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Charles Dickens, A Tale of Two Cities, Barnes and Noble, Nueva York, 2018 [1859], p. 46. ↩
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Eduardo Rodríguez Oregia y Rigoberto Ariel Yépez García, “Income and Energy Consumption in Mexican Households”, Policy Research Working Paper, 2014, núm. 6864. ↩
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Rigoberto García Ochoa y Boris Graizbord, “Privation of Energy Services in Mexican Households: An Alternative Measure of Energy Poverty”, Energy Research and Social Science, 2016, núm. 18, pp. 36-49. ↩
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Emily Irwin, “The Spermaceti Candle and the American Whaling Industry”, Historia, 2012, núm. 21, pp. 45-53. ↩
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Herman Melville, Moby Dick, Project Gutenberg, 2001 [1851], ebook consultado el 9 de enero de 2020 aquí ↩
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U.S. Energy Information Agency, Coal Explained: Coal and The Environment, 2019, consultado el 9 de enero de 2020 aquí ↩
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Elvira Martínez Espinoza, Esmeralda Saldaña Saldaña et al., El carbón rojo de Coahuila: aquí acaba el silencio, Heinrich Böll Stiftung (México y el Caribe), Ciudad de México, 2018, p. 21. ↩
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Arundhati Roy, Capitalism: A Ghost Story, Haymarket Books, Chicago, 2014, p. 10. ↩
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María Elena Huesca Pérez, Claudia Sheinbaum Pardo y Johann Köppel, “Social Implications of Siting Wind Energy in a Disadvantaged Region – The Case of the Isthmus of Tehuantepec, Mexico”, Renewable and Sustainable Energy Reviews, 2016, núm. 58, pp. 952-965. ↩
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Ciro Alegría, El mundo es ancho y ajeno, Fontamara, Ciudad de México, 2010. ↩