En el número de abril-junio de la revista Ciencia de la Academia Mexicana de Ciencias, se explica que los “estresores físicos o psicológicos que permanecen en el tiempo producen una respuesta de adaptación para sobrevivir ante dichas contingencias y retos de la vida.”1 Una contingencia suscita los mecanismos para enfrentarla. Acaso es lo que ocurre con los diarios personales y las historias del confinamiento que han aparecido en revistas y portales. Más que realizados para entender, están hechos para adaptarse, para estar en el mundo. Hablan de que, en ocasiones, es necesario restablecer el contacto con la realidad porque éste se ha perdido. Cada relato es, entonces, un avance en lo desconocido y un paso de vuelta a casa. Y quién sabe si por la facultad que tienen las historias de que al contarse se vuelven algo común, el grupo se ayuda para sentir que vuelve a hacer suyas las circunstancias, a vivirlas. Nadie esperaba que hubiera un tiempo de quedarse en su casa, ante la pantalla del televisor o del teléfono y a sabiendas de que la vida está afuera. No es que se tenga la certeza de haber encontrado algún sentido profundo en la libertad, más bien parece que se ha propagado el interés de ahondar en lo que es significativo para cada uno y que está presente en el día a día. Hay quien planea ir a ver a los padres o los amigos, quien espera salir al trabajo para llevar dinero a la familia y quien necesita ir a caminar. Todos parecen coincidir en que árboles y piedras, sol, fachadas y tiendas, el viento y el polvo, son importantes, porque de alguna forma todo ello pasó es parte de la imagen cabal de los hijos o de la novia o del camino al puesto de periódicos los domingos. Sucede lo mismo cuando alguien se ausenta y no se le vuelve a ver por el vecindario, que pesa como si en realidad lo que se hubiera perdido fuese un mundo. De pronto quedó la arquitectura desprendida de la actividad humana. Están expuestos su quietud y su silencio. Con el paso casi único de los pájaros, los perros y los gatos, y el avance de la vegetación, las ciudades vacías vuelven a revelar su atenuada vocación de campiña. Los lugares lucen limpios y ordenados según las leyes de la simetría, y no parece que hicieran un mal trabajo las piedras si se quedaran ellas a vivir así en adelante. Ésta será la generación de las plazas vacías. Quizás ocurra algo similar a la generación de aquellos que vivieron las grandes guerras. Fueron desglosando sus vivencias a lo largo del tiempo, a pesar del temor y la furia se hizo un viaje a la Luna. Habrá la necesidad de legar las experiencias y las formas de prevalecer. Tal vez el regreso a lo de todos los días, tarde o no, sea deseable si las experiencias se vuelven lo importante, si ganan en riqueza y en detalles. Acaso sólo lleve un momento estar de vuelta.
Rafael Mendoza Torres es egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México. Procura venderles a los niños con los que convive la idea de que la lectura es algo bueno, porque es como las mamás, esa compañía que sigue ayudando a ser lo que quieren ser, en especial cuando están solos. Al principio no lo creen.
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Imagen de portada: Atardecer en la Ciudad de México. Fotografía de Christian Ramiro González Verón, 2017. CC
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Alfonso Mora Bolaños, Carmen Cortés Sánchez y José Ramón Eguibar Cuenca, “Estrés y dolor” en Ciencia. Revista de la Academia Mexicana de Ciencias, abril-junio 2020, volumen 71, número 2, p. 22. ↩