En la claridad el oído es menos necesario. De ahí el carácter de la música como arte de la noche y la seminoche. Friedrich Nietzsche
Nos hemos convertido en verdaderos espías. Desde nuestra mortal soledad y a través del universo ficcional que compartimos en la red, espiamos a los otros y a lo que nos hacen creer que es el mundo desde nuestra mirada escondida y empoderada gracias a la tecnología. Lo hacemos deslizándonos a través de una maleza de imágenes, textos, consignas, memes, videos e infinidad de espectros en los que nuestra subjetividad se ha ido enredando, pues nos proveen de certezas y satisfacciones ante la total incertidumbre de la vida actual. Lo que no queremos saber, o al menos no está en nuestras manos evitar, es que al escabullirnos por este mundo brillante donde la experiencia del cuerpo queda exiliada, les vamos dejando a los dueños de las plataformas que usamos un rastro de información personal mediante el cual ellos pueden saber nuestros gustos y obsesiones, los lugares que habitamos, con quién nos relacionamos, etcétera. Es decir que si nos hemos convertido en espías es porque, al mismo tiempo, hemos dejado que nos vigilen en todo momento.
El ojo avizor de Occidente nos ha hecho creer, por tanto, que todo es demostrable y ha utilizado la mirada como su instrumento de sentido y control favorito a lo largo de la historia. Más allá de lo que ésta abarca parece que caducamos, que caemos en el olvido. Hay que ver para creer, solemos decir. Pero, ¿qué pasa con el oído? ¿Existe alguna correspondencia entre mirar y escuchar? ¿Cuál es la relación entre sonido y control? Los espías observan, desde luego, pero también escuchan. Y es ahí desde donde Peter Szendy, filósofo y musicólogo de origen francés, hace que nos detengamos a pensar el oído; no tanto como un órgano receptor de información, sino más bien como aquello que encarna una inquietud, algo que surge desde la penumbra de nuestro ser.
Publicado en Francia en 2007 y traducido recientemente por la joven editorial mexicana Canta Mares, Bajo escucha es un libro que analiza los diversos sentidos de tal inquietud, que si bien hoy se encuentra cada vez más enquistada en la política y potenciada por la tecnología, siempre ha estado ahí, merodeando como un fantasma ese universo ficcional que es el lenguaje. Szendy reflexiona lo que podrían ser diversas eras de la escucha, y con éstas, el miedo a ser escuchado, creando así, más que una linealidad didáctica del tiempo, una topología del oído que va entrelazando textos como la Biblia con escritores como Joyce, Calvino y Borges, o con pensadores como Bentham, Nietzsche, Freud, Barthes, Foucault y Deleuze, entre otros. Pero sobre todo, el autor, quien se ha mantenido muy cerca de la práctica musical al ser asesor de la Filarmónica de París, nos sacude y despista con escenas donde el cuerpo (la boca que canta, el corazón que se acelera, el brazo que abraza, la mano que golpea, los pies que caminan…) queda bajo la atención de un lector que es al mismo tiempo espectador; tramas del arte performativo (el teatro de Shakespeare, el cine de Lang, Hitchcock y Coppola o las óperas de Mozart y Monteverdi) donde la escucha se permite ser elusiva y ajena a toda certeza para afrontar el silencio, el encuentro y lo contingente.
El oído es el lugar del descubrimiento, pero también lo es del secreto y la duda, como aquella persecución en Cortinas rasgadas (Hitchcock) en la que un espía doble entra a un museo para poder escuchar los pasos de su perseguidor y termina despistado por su propio ruido. ¿No es nuestro cuerpo lo que nos delata y traiciona? Por lo mismo, Orfeo, la favola in musica de Monteverdi y su libretista (Striggio) que aparece en el libro como un eco que resuena en la escena anterior de la película de Hitchcock (y en tantas otras obras de arte), es entendida por Szendy como el mito de la duda radical que invade la escucha. Sólo sospechando Orfeo podía salir del infierno sin perder de nuevo a Eurídice; sospechando y cantando, no mirando. Como si la escucha y el sonido más allá de las palabras trajesen consigo la opacidad necesaria para poder afrontar lo que aún está por venir, como si la fuerza de la música radicase precisamente en aquello que no se puede oír. Szendy se vuelca en Bajo escucha, gracias a personajes como Orfeo y el profesor Armstrong, Fígaro y Susana, Tamino y Pamina, Papageno y Papagena, etcétera, sobre lo que sería entonces el punto ciego de la escucha, o mejor dicho, el punto sordo; algo así como el silencio intransferible que pertenece a la experiencia particular de cada quién.
Al principio, Peter Szendy pone sobre la mesa esa profunda inquietud que lo llevó a escribir Bajo escucha: ¿Cómo es que en nuestros escenarios contemporáneos la vigilancia auditiva, en sus formas más violentamente arbitrarias, ha podido desarrollarse de forma tan inaudita? Ciertamente, nuestra época ha sido llamada la del capitalismo de la “hipervigilancia” debido al empuje histérico a develar todo aquello que está backstage. Así, si la opacidad no se tolera en nombre de la transparencia, si el silencio se intenta tapar día tras día con una verborrea infinita… ¿Cómo opera el oído en todo esto? ¿Qué significa escuchar verdaderamente? ¿Qué significa tener un oído melómano?
En la impecable traducción de Pedro Hugo Alejandrez y la cuidada edición de Canta Mares, Bajo escucha es un libro revelador y a la vez complejo, un libro que incluso hace que nos espiemos a nosotros mismos al explorar cuestiones tales como la dimensión ética que puede llegar a tener la escucha. Por lo mismo, requiere una atención digamos musical, pues con razón Szendy no deja de insistir en que la escucha es el temblor que provoca el encuentro con los otros y, curiosamente, el arte en todas sus manifestaciones, mejor que nosotros mismos, siempre lo ha sabido muy bien.
Canta Mares, Ciudad de México, 2018. Traducción de Pedro Hugo Alejandrez
Imagen de portada: Ilustración “Concert à la Vapeur”, en Grandville, Un autre monde, H. Fournier, París, 1844