Al rato tengo una cita. Hemos quedado para ver una película; no será un estreno, pero no importa. Pensamos que estaría bien esperar a que los aplausos de las ocho terminen para encontrarnos. Tenemos ya la costumbre de unirnos al reconocimiento público de las personas que están dejándolo todo en los hospitales. Tan pronto como escuchamos las bocinas de los barcos que desde el puerto dan inicio a la ceremonia, interrumpimos lo que estamos haciendo y salimos a aplaudir al balcón. Todavía es de noche a esa hora, aunque ya mañana cambia el horario y podremos ver mejor los rostros de los vecinos. Hay muchos con los que jamás me había cruzado antes porque nuestros horarios no coincidían, por más que nuestros sueños, gemidos y charlas fuesen apenas distanciados por delgadas paredes. Salir a aplaudir también nos permite recordar que existe un afuera. Sí vamos al mercado y vemos caras conocidas, pero ya arrastran un talante hastiado por tanto miedo, por tanta incertidumbre. Cada vez se hace más difícil no regresar deprimido de hacer la compra. Ayer, mi amiga que vende pescado me dijo que la siguiente semana los barcos ya no zarparían y que, por lo tanto, no sabía si abriría el puesto. Al parecer, un integrante de las cofradías de la costa de Barcelona dio positivo y los demás pescadores dejaron de trabajar. Ella espera poder conseguir producto en Tarragona o algún otro puerto, pero no lo tiene claro. En general nadie lo tiene claro y todo parece romperse. Siento que muchos en este país se olvidaron de la fragilidad como algo cotidiano. Estando así de hostil la calle, la reunión de las ocho de la noche es un aliento para todos. No es que cada uno de los que sale a su balcón irradie felicidad, pero al menos tienen el pecho hinchado, recordando que en otros lados de la ciudad los pulmones colapsan y que, quizá, todavía hay una sociedad por la cual luchar. Puede ser que cuando esto acabe tal esperanza se desvanezca y hasta parezca absurda, pero ahora los aplausos a los trabajadores de los hospitales, a los enfermos y a cada persona que está padeciendo en carne o sangre propia la pandemia, son una forma de reanimación a nosotros mismos. Por eso decidimos que la ida al cine no se cruzara con ese momento del día. Katya me propuso que, luego de aplaudir y antes del filme, nos tomáramos algo, así que fui por las maletas que tengo guardadas como matrioshkas debajo de la cama y saqué de la más pequeña la botella de mezcal que había reservado para cuando defendiera mi tesis. Ahora que el desplazamiento se nos ha prohibido y, por lo tanto, que el tiempo del mundo se ha suspendido, no sé si el futuro económico vaya a dar para continuar con mi investigación, así que mejor redefinir el motivo de la botella. Espero que a Katya le guste el mezcal porque, si no, habrá que bajar a alguna de las tiendas abiertas, lo que significaría ponerse la ropa que usamos para salir, acorazar las manos con los guantes, reservar el tapabocas en el bolso, meter los geles desinfectantes, guardar el documento oficial que permite nuestras breves salidas a la calle y demás pasos del ritual antiséptico que hemos adoptado. Sería retrasar todo el plan y todavía tengo que bañarme y arreglarme antes de la hora de los aplausos. Aproveché para sacar de las maletas mi camisa más elegante, aunque dejé adentro el pantalón que le hace juego porque dudo que a estas alturas del confinamiento me cierre; el claustro me salvará del virus pero no de la obesidad. Me preocupa que hoy nos bañemos los dos porque eso va a implicar un gasto de gas no contemplado en el programa de ahorro que implementamos luego de que a ella se le complicaran las cosas en el trabajo. No sabemos si la siguiente nómina le va a llegar completa o, incluso, si le va a llegar. Yo, como quiera, tengo asignada la beca, pero tampoco sé qué vaya a pasar después de septiembre y, pues, no se vislumbra un horizonte prometedor para el financiamiento de las humanidades. Hoy vino una vecina uruguaya a pedirnos que firmáramos una petición para que la administración del edificio nos reduzca temporalmente el alquiler a todos los inquilinos. A ella le recortaron el salario y nos dijo que a otros ya los despidieron. Me pregunto qué pensarán tantas personas desahuciadas luego del 2008 ahora que la carestía sí es exculpada por los bancos y el Estado. Pero hoy no quisiera seguir pensando en todo esto que nos está pasando. Hemos decidido celebrar lo que puede ser celebrado y por eso brindaremos e iremos al cine. Quedamos a las 20:20 horas en la esquina de la sala con la cocina. Voy a prepararme ya porque me he acostumbrado a negarle a los locales el placer de decir que los mexicanos llegamos siempre tarde a las citas. Además, antes tengo que ver en qué página se puede alquilar Perfect Sense, la película que hemos elegido para esta noche.
Juan Aurelio Fernández Meza es licenciado y maestro en historia por la UNAM. Actualmente realiza el doctorado en humanidades de la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona. Ha estudiado la historia de la televisión en México, la relación entre la ficción y la historia desde la teoría de la historia y, actualmente, la novela histórica contemporánea.
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Imagen de portada: Marghertia Buzzi y @thecollectivecatalogue, Una foresta di mani, 2020