El sueño de la razón produce monstruos. Francisco de Goya
Me sentaba frente al escritorio, todas las mañanas, a leer expedientes. “Me pagan por hacer esto”, me tenía que recordar. Para obligarme a leer. Para permitirme revisar esas páginas atroces sin sentir que había ligereza o morbo de mi parte. Leí muchas muertes. Leí, por ejemplo, que un grupo de personas asesinó a otro en una iglesia. Leí que, en esa matanza, a una mujer le cortaron el vientre con ocho meses de embarazo. Se lo cortaron al ras del torso. Leí también que esas personas que mataban eran muy parecidas, todas, a las personas que eran asesinadas. Vecinas, a veces. Leí que muchos de los asesinos se habían convertido en eso, no por voluntad sino por la fuerza. Y que había formas de acelerar el proceso para convertir a los jóvenes secuestrados en asesinos: poner en la sopa de la cena ojos y dedos humanos, y obligarlos a consumirla. Ritos de iniciación que no son tanto para probar al iniciado como para formarlo. Para impedirle dormir por la noche. Para hermanarlo con otros que cometieron los mismos actos. El objetivo explícito del plan maestro consistía en eliminar a los detractores del sistema. A quienes amenazaban al gobierno con ideas radicales —sobre todo por cuestionar un sistema de desigualdad y opresión—. Querían eliminar a quienes apoyaban a los que se percibía como una amenaza. A quienes parecía que habían apoyado a los que parecía que podían ser una amenaza. A quienes vivían cerca de donde parecía que alguien había apoyado a quienes podrían ser una amenaza. Los nexos causales entre la amenaza —en sí misma no es, desde luego, una razón legítima para matar— y la selección de los muertos y las muertas son frágiles, por decir lo menos. La Comisión de Esclarecimiento Histórico concluyó que “el Estado magnificó deliberadamente la amenaza militar de la insurgencia, práctica que fue acreditada en su concepto del enemigo interno”. Lo que está bien establecido es que las muertas y los muertos fueron en su mayoría mayas que avergonzaban a sus compatriotas blancos. Atrasaban sus planes de modernidad. Detrás de lo que llamaban una estrategia de contrainsurgencia había una intención de aniquilación. Fue un genocidio y sucedió aquí cerca, en Guatemala. En un informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, de 1999 se lee:
Desde la independencia proclamada en 1821, acontecimiento impulsado por las élites del país, se configuró un Estado autoritario y excluyente de las mayorías, racista en sus preceptos y en su práctica, que sirvió para proteger los intereses de los restringidos sectores privilegiados. Las evidencias, a lo largo de la historia guatemalteca, y con toda crudeza durante el enfrentamiento armado, radican en que la violencia fue dirigida fundamentalmente desde el Estado, en contra de los excluidos, los pobres y, sobre todo, la población maya, así como en contra de los que luchaban a favor de la justicia y de una mayor igualdad social.
Después de leer testimonios durante meses, conocí a las víctimas. Llegué al lugar de encuentro, un hotel sencillo y grande en Quetzaltenango. Aquí hay más de cien personas que vivieron lo que leí. Pero siento, entre nosotras, a las ánimas. Yo sabía algo de quienes no estaban porque los había conocido por los testimonios. Así que me hacía preguntas sobre los vivos: ¿De quién habría sido hermana la mujer asesinada por vía de su vientre embarazado? ¿Quién habrá perdido un primo, convertido en paramilitar?
Mi trabajo consistía en escribir lo que decían las personas. Cada una de ellas especialmente elegida y cuidada para ser testigo en un caso judicial contra la máxima autoridad: el general Efraín Ríos Montt. Cada testigo era protegido por su vulnerabilidad ante una posible agresión. Importaban sus palabras, cuidadosamente recogidas por los abogados para tejer con todas ellas el relato de terror y muerte que había que contar. Después de ser presidente de la nación, Ríos Montt siguió participando en política. En la época en la que estuve trabajando en Guatemala, era presidente del Congreso de la República. Todos los conceptos se resignifican en ciertas circunstancias. Me hería oír a las víctimas. Me hería particularmente verlas reír. Les tenía resentimiento porque no podía comportarme con naturalidad entre ellas. Mi cara de circunstancia contrastaba con sus rostros compuestos. ¿Así se vive con el miedo de saber que quien detenta el poder quiere aniquilarte?
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En su ensayo sobre la sujeción de las mujeres, John Stuart Mill afirma que el derecho cristaliza las relaciones que exisitían previamente. Señala que la dominación de facto de un grupo sobre otro o de una persona sobre otra pasó de ser un hecho a ser una realidad jurídica: el “derecho” del amo sobre el esclavo, el “derecho” de los hombres sobre las mujeres. Mill hace referencia a la costumbre y sentimiento generalizado como la base de las convicciones que pretenden justificar el orden de las cosas. La razón no intervino de entrada en fijar nuestros arreglos sociales. Es la costumbre —difícil de cuestionar porque para la generalidad se trata de “sentido común”— la que las determina. Como dice Mill, “¿qué dominación no parecerá natural al que la ejerce?”. En el fondo, es difícil cuestionar la costumbre porque quien tiene el privilegio —el control sobre los recursos económicos, sobre el poder, sobre la narrativa— no se siente detentor de un privilegio sino titular de un derecho. El statu quo es precisamente aquello que, cuando es amenazado por un cambio —mayor igualdad, mayor diversidad, nuevas distribuciones de poder—, causa miedo. El miedo activa al sector social “amenazado” y puede generar polarización y hasta reacciones violentas. En años recientes hemos visto este fenómeno con creciente claridad: desde campañas publicitarias que venden aparentes soluciones a riesgos percibidos, hasta plataformas electorales que apelan con éxito al miedo de perder lo que se tiene. El miedo es irracional. Así, el miedo que se activa sobre la base de prejuicios con arraigo cultural es el más efectivo de todos: genera una respuesta inmediata porque se asienta sobre categorías fácilmente reconocibles y patrones preexistentes. El miedo proviene de la amenaza a perder lo que consideramos nuestro, lo que consideramos que merecemos, lo que consideramos justo. Sabemos que los recursos son finitos y escasos. Los materiales, los políticos. Para la narrativa en la que vivimos hay un espacio limitado. Para que haya más igualdad tendría que haber mejor distribución de la riqueza —del poder, de la palabra—. Pero para quien está acostumbrado al privilegio, la igualdad se siente opresiva.
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Recientemente se popularizó en Estados Unidos el grito de “Send them back”, “Mándenlas de regreso”, frase corta que se usó de inicio para subrayar la supuesta extranjería y desacreditar como figuras políticas legítimas a cuatro congresistas mujeres de orígenes diversos. Entre estas cuatro congresistas, merece especial mención la figura de Alexandria Ocasio-Cortez, una mujer joven de origen puertorriqueño que amenaza el statu quo en tres frentes: ocupa un lugar político —un escaño en la cámara de representantes— que había sido monopolio de un hombre blanco por dos décadas; tiene un espacio en la narrativa mediática, y pone en riesgo la primacía económica del uno por ciento con sus propuestas de redistribución de la riqueza.
Alexandria Ocasio-Cortez le da miedo a algunos. Lo dijo textualmente Scott Minerd, el encargado de inversiones de un fondo de 265 mil millones de dólares, entrevistado en Davos, Suiza. Se refería particularmente a la propuesta de la congresista de subir los impuestos a 70 por ciento sobre los ingresos de más de 10 millones de dólares. La atención de los medios que se ha ganado Ocasio-Cortez también les da miedo. Mary Beard, en su libro Mujeres y poder, explica que desde la Antigüedad se han establecido reglas estrictas que prohíben a las mujeres participar en la vida pública y, particularmente, ejercer su voz en ese espacio. Recuerda que para muchos escritores e intelectuales de esa época, tan sólo el timbre y tono femeninos representan una amenaza no nada más para el orador masculino sino para la estabilidad del orden social. Recibir una interpelación de este tipo es un riesgo real, para Ocasio-Cortez y para las tres congresistas que fueron señaladas. Para las mujeres en México, participar en política no sólo es una amenaza percibida, es un peligro comprobado. El liderazgo de las mujeres amenaza el statu quo así que los defensores de éste amenazan a las mujeres.
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El lunes 3 de octubre de 2018 nos bajamos del avión a las ocho y media de la mañana. La caravana de migrantes centroamericanos había llegado tres días antes y ya sentíamos que íbamos tarde. Había que estar desde el inicio de este fenómeno que era inédito, delicado y sorprendía —aun con los avisos previos— a todos: sociedad, gobierno, medios de comunicación. Fuimos primero al recinto ferial donde ya había mucha gente de todas las edades. Mujeres y hombres. Niñas y niños. Parejas de adolescentes con bebés recién nacidos. Un lugar de ferias —siempre he pensado que las ferias, aun las ganaderas, son intrínsecamente festivas— convertido en un campamento precario, con tiendas de campaña y escasos servicios. Había unas ochocientas personas ahí, en ese momento. Se me acercó una funcionaria local, visiblemente afectada. “Disculpe, licenciada, le quiero hacer una pregunta. ¿Usted cree que podemos hacer algo por esta familia? Mire, ellos no son como los demás. Ellos tienen dinero.” Ellos tenían dinero. ¿Merecían por ello un trato distinto? Pensé de inmediato en Adela Cortina, la filósofa española que inventó el término aporofobia, el rechazo a los pobres. ¿Cómo llamaría ella al fenómeno desde el otro lado de la moneda? ¿Plutofilia? Hicimos el recorrido de la caravana que se trasladó de Tapachula a Huixtla. En la carretera vi a grupos de personas caminar bajo el sol. De alrededor de cinco mil kilómetros hasta la frontera norte de México, llevaban apenas una quinta parte. El recorrido era extenuante y el clima no ayudaba. Esa mañana murió un joven que se cayó de una pick up. Eso preocupó a los integrantes de la caravana por la pérdida de la vida del joven y porque a partir de ello, las autoridades prohibieron a las pick ups darles aventón a quienes caminaban. En Huixtla había concentraciones de personas en dos puntos: en una unidad deportiva al aire libre, donde no había ni luz ni agua, que no les generó confianza, y en la plaza central del pueblo, en donde un número importante de personas se disponía a pasar la noche. Los testimonios de quienes integraban la caravana fueron estremecedores. Teresa. Quizás así se llamaba la mujer que conocí en la plaza de Huixtla. Llovía cuando llegamos. La plaza estaba llena. La gente, los extranjeros, aquellos a los que recibimos con entusiasmo en hoteles y restaurantes de las zonas turísticas, aquí estaban dispuestos para dormir sobre cartones en medio de los charcos, en plena plaza pública. —Teresa, ¿porqué estás aquí? —Porque soy panadera. Soy hondureña. Y en Honduras no tenemos ya materia prima para hacer pan. Tengo tres hijas, aquí conmigo. Y mi marido. Nos vinimos todos y queremos llegar a Estados Unidos. —Teresa, ¿no te querrías quedar en México? —No. Aquí matan a las niñas, y yo tengo tres hijas. Busqué en silencio un argumento. “Quédate, Teresa. Aquí te cuidamos”, pensé. Pero miré a mi alrededor. Los charcos. Las cajas de cartón. Se oía a lo lejos una voz que convocaba a congregarse frente a un edificio. No parecía tener mucho éxito. “Es un cura local”, me explicaron. Ofrecía un albergue para pasar la noche. Nadie se quería ir para allá. La convicción era que juntos se mantenían seguros. —¿Qué buscas, Teresa? —Educación para mis hijas. Y poder trabajar. —¿Sólo eso? —Sólo eso.
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Entre octubre de 2018 y junio de 2019 ha aumentado significativamente la xenofobia en México. Lo expresan las encuestas que muestran un crecimiento en el rechazo a la migración centroamericana. Según una encuesta del periódico El Financiero de junio de 2019, 75 por ciento de los encuestados consideró que hay que deportar a las personas indocumentadas.
Hay dos miedos dominantes detrás de las expresiones xenófobas: el miedo a que las personas migrantes provoquen inseguridad; se piensa que a más migración, más delincuentes. Y el miedo a que la migración provoque empobrecimiento, ya sea porque el gobierno destine recursos a la atención de estas personas, ya porque se hace un cálculo simple: más migración significa más presencia de pobres en México. Las personas migrantes no traen pobreza y mucho menos son responsables de la pobreza que aqueja a tantos mexicanos. Son personas que, en todo caso, representan la oportunidad de dinamizar la economía, siempre que haya condiciones apropiadas para su integración. Teresa y su familia no traen a México inseguridad. Más bien son víctimas de la inseguridad en sus países de origen y en territorio mexicano. Las afirmaciones de Teresa no son sólo intuiciones. Los migrantes son, efectivamente, víctimas de delitos. Las violaciones son tan frecuentes que las mujeres migrantes de todas las edades recurren a un tratamiento anticonceptivo. Las y los migrantes tienen miedo de lo que viven en México, y aun así migran. Porque el miedo a no tener futuro es todavía mayor. Los problemas que aquejan a Centroamérica no nos son ajenos. Sin querer hacer generalizaciones que borren las grandes diferencias entre nuestro país y el triángulo norte de Centroamérica, en México conocemos la violencia y conocemos la pobreza. Y conocemos también la experiencia de migrar. Pero nuestras propias vivencias no nos vacunan contra la xenofobia. Quizá vale la pena preguntarnos —más allá de la coyuntura actual— qué dice de nosotros esa xenofobia que repite los mismos argumentos de los más antimexicanos en Estados Unidos. ¿Será que el racismo y la aporofobia que exhibimos hacia los migrantes centroamericanos son la misma materia prima con la que construimos nuestra sociedad, tan desigual y discriminatoria?
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Barry Glassner, en su libro La cultura del miedo, afirma que la razón por la que los estadounidenses albergan tantos miedos injustificados —a enfermedades raras, a delitos inusuales, a grupos estigmatizados— es porque aquellos que invierten en avivar las “incertidumbres morales” que anidan en las sociedades diversas en las que vivimos, y proveen relatos simbólicos que le dan a la sociedad la legitimación para reafirmar sus prejuicios contra ciertos grupos históricamente estigmatizados, logran obtener grandes beneficios políticos y económicos. Lucran con el miedo. Glassner nos alerta: “Debemos aprender a dudar de nuestros miedos creados antes de que nos destruyan. Los miedos válidos tienen una justificación: nos avisan cuando hay un riesgo real. Los miedos excesivos o falsos sólo causan problemas”. La pobreza y la desigualdad crean problemas reales. Marginar del acceso a la salud, la educación, el trabajo o la justicia a grandes grupos de población nos condena a la inestabilidad social y a la violencia. Nuestras energías invertidas en combatirlos nos reportarían beneficios tangibles. Aquellas que invertimos en combatir los miedos falsos que provienen de nuestros prejuicios no resuelven nada y, al contrario, provocan nuevos problemas.
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Después de un día de trabajo, las personas que sobrevivieron el genocidio en Guatemala y que eran testigos del caso judicial nos pidieron a quienes trabajábamos con las distintas organizaciones sociales que nos sentáramos en círculo en un espacio amplio. Representaron la escena de una matanza. En ella, los asesinos eran unos borrachos incapaces. Nos reímos, incómodos. Entendí después la potencia simbólica de la representación. Era una manera de cauterizar las heridas, de despojar al mal de su poder, de quitarle al verdugo el control que ejerce por vía del miedo. En un breve relato, Guy de Maupassant cuenta la historia de un perro cuyos aullidos hacen temblar a un grupo de personas. Las sombras nocturnas y los movimientos y sonidos del animal hacen creer a los presentes que están en presencia de un fantasma. “El auténtico miedo es como una reminiscencia de las terroríficas pesadillas primitivas. Quien cree en aparecidos y tropieza en la noche con un espectro ha de experimentar el miedo en toda su horrible desnudez.”
Imagen de portada: Pobladores quekchís llevan los restos de sus seres queridos después de una exhumación en Cambayal en el departamento de Alta Verapaz, Guatemala. Fotografía del archivo CAFCA. BY